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El misterio del verdugo
› Por Pedro Lipcovich
La nota de Marcelo Birmajer publicada en este diario el 2 de abril –“Irresponsabilidad intelectual”– urge a valorar rigurosamente los hechos producidos por el Estado de Israel, ante la grave posibilidad de que tengan puntos en común con los producidos por el Estado nacionalsocialista alemán. Esa nota calificaba como “irresponsabilidad intelectual” una afirmación de José Saramago, Premio Nobel de Literatura, quien había comparado la conducta del Estado de Israel en Palestina con la del nazismo en Auschwitz. Birmajer estimó que la afirmación de Saramago es una “incomprensible metáfora” formulada “sin una rigurosa valoración de los hechos concretos”, que, por lo tanto, corresponde examinar.
En realidad, afirmaciones parecidas a la de Saramago ya habían sido formuladas por ciudadanos israelíes. En 1999, Yosef Lapid, líder del partido Shinui, había señalado que “ante el mundo parecemos vándalos y personas sin corazón” y que “estamos siendo vistos como una reedición de los nazis”. Se refería al uso metódico, por parte de fuerzas de seguridad de ese país, de la práctica de quebrar las extremidades de los detenidos. En 1999, la Corte Suprema de Justicia israelí emitió una prohibición contra la sistematización de operaciones que incluyen “obligar a los detenidos a permanecer en posiciones penosas, concretamente en cuclillas, mantenerlos esposados y privarlos del sueño”. Sin embargo, en noviembre de 2001 la entidad Amnesty Internacional advirtió sobre “la evidencia en el creciente uso de la tortura por las fuerzas de seguridad israelíes”.
Entre los hechos de los que el Estado de Israel es responsable, ocupa un lugar importantísimo la destrucción sistemática de viviendas habitadas por personas de nacionalidad palestina. Por ejemplo, el 10 de enero pasado, tropas israelíes entraron con bulldozers en el campo de refugiados palestinos de Rafah y derribaron 58 viviendas, dejando por lo menos 520 personas sin techo, incluidos 300 niños. Fue el acto de demolición más importante desde el comienzo de la “Intifada”, en octubre de 2000. Según datos del Israeli Committee Against House Demolitions (ICAHD), unos 7000 hogares palestinos fueron destruidos de este modo desde 1967, “dejando 30.000 personas sin techo y viviendo en el desamparo, el miedo y el trauma”.
El propio canciller israelí, Shimon Peres, manifestó su “oposición, por razones de moral judía, a destruir casas. Creo que esa acción fue un error”, admitió, pese a lo cual continuó formando parte del gobierno. Yossi Sarid, líder del partido de oposición Meretz, advirtió que, en Rafah, el espectáculo de “dos mellizas de cinco años buscando sus muñecas entre las ruinas de sus casas hace aparecer al gobierno como un Goliat estúpido y violento”.
Esas destrucciones de viviendas –como las actuales operaciones militares que afectan a la población civil palestina– se han venido efectuando en territorios no pertenecientes al Estado de Israel y ocupados por la fuerza, en violación de normas aceptadas por la comunidad internacional y de resoluciones de las Naciones Unidas.
Si estos son algunos de los hechos, es preciso que su valoración sea rigurosa. No todo acto de violencia étnica o masiva debe asimilarse con los producidos por el Estado nacionalsocialista alemán. Lo que caracterizó al nazismo no es la crueldad ni la escala en que obró sus crímenes, sino el uso deliberado, sistemático y metódico de la maquinaria del Estado al servicio de la humillación de grupos humanos específicos, centralmente los judíos y los gitanos.
En el bulldozer que se hunde en el hogar del otro, como en el tren que avanza hacia Auschwitz, se cifra un punto helado. No es un estallido de odio contra el enemigo sino el ejercicio de una racionalidad atroz. Las posiciones de la tortura se sistematizan, éstas están permitidas, aquéllas no. Hay funcionarios, escritorios, memorándums, hay textos. Hay una organización del mal.
Así, la consideración de ciertas políticas del Estado judío puede echar alguna luz sobre el enigma del nazismo. Franz Kafka –que escribió “En la colonia penitenciaria”– o Sigmund Freud –que escribió El yo y el ello– hubieran apreciado la belleza siniestra, conceptual, de que el misterio del verdugo pueda leerse en los actos de los hijos de sus víctimas.
¿Qué es ser judío? El núcleo del ser judío subsiste más acá de todo atributo religioso, nacional o comunitario. Ser judío es no renunciar a ser lo que se es; es una opción ética esencial. Y un primer atributo del ser judío, construido en la diáspora, es la conciencia crítica. En rigor, no existe la “irresponsabilidad intelectual”: las responsabilidades no se definen en el plano del intelecto sino en el de la ética. En este orden se inscribe la responsabilidad de impedir que, en aras de justificar las acciones del Estado de Israel, la conciencia crítica del judaísmo resulte aniquilada.
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