EL MUNDO • SUBNOTA › OPINION
› Por Emilio García Méndez*
Definitivamente instalado hoy como concepto clave para entender los aspectos más absurdos de la crueldad contemporánea, el concepto de la “banalidad del mal” costó en su momento a Hannah Arendt, su autora, desgarradores conflictos personales y políticos. Más aún, durante algunos años tal caracterización la convirtió en paria para muchos de los que la rodeaban.
¿Cómo caracterizar como banal un horror inédito y planetario que culminó en el Holocausto? Fue la penetrante observación que hizo de Eichmann durante su proceso en Jerusalén lo que le permitió a Hannah Arendt acuñar el más complejo y potente de sus conceptos. Lo que realmente conmovió a la Arendt, de Eichmann, fue su total y absoluta incapacidad para pensar. “No presentaba ningún signo de convicciones ideológicas sólidas ni de motivos específicamente malignos, y la única característica destacable que podía detectarse en su conducta pasada, y en la que manifestó durante el proceso y los interrogatorios previos, fue algo enteramente negativo; no era estupidez, sino incapacidad para pensar. En el contexto del tribunal israelí y del proceso carcelario supo desenvolverse tan bien como lo había hecho durante el régimen nazi pero, ante situaciones carentes de este tipo de rutina, estaba indefenso y su lenguaje estereotipado producía en la tribuna, como evidentemente también debía hacerlo en la vida oficial, una suerte de comedia macabra. Los estereotipos, las frases hechas, la adhesión a lo convencional, los códigos de conducta estandarizados cumplen la función socialmente reconocida de protegernos frente a la realidad, es decir, frente a los requerimientos que sobre nuestra atención pensante ejercen los acontecimientos y hechos en virtud de su existencia” (H.Arendt, La vida del espíritu, Ed. Paidós, 2002, p.30).
Es entonces de la propia incapacidad para pensar que surge el carácter banal de la maldad.
Muchas aguas han pasado desde entonces bajo los puentes de la historia.
Muchas aguas que permiten concluir que la banalidad no constituye un concepto clave sólo para entender el mal. En estos días, también parece decisivo para comprender la esencia de algunas formas del poder. El exabrupto del presidente Bush durante la reciente reunión del G-8 en San Petersburgo merece una consideración que vaya un poco más allá del grotesco anecdótico que le dedicó la prensa internacional. Es probable que esta forma particular de “lapsus” constituya un lugar privilegiado para insinuar una reflexión, ya no sobre la banalidad del mal, sino sobre la banalidad del poder (aunque a veces resulte difícil distinguirlos).
Sin percibir la existencia de un micrófono abierto directamente conectado con la sala de prensa, en un diálogo que creía privado, con el primer ministro británico, el presidente Bush dio una clara muestra de sus dotes de “estadista”. Al intento de Blair de convencer al presidente norteamericano del envío de una fuerza internacional de paz para detener el horror que se vive hoy en la frontera entre Israel y el Líbano, Bush respondió diciendo que bastaba con que el grupo Hezbolá dejara de hacer tanta “mierda” (sic) para que el conflicto cesara completamente. Es precisamente en circunstancias como éstas en que el poder despojado de su pompa ofrece su rostro más superficial y, al mismo tiempo, más temible. La tragedia que se vive en Medio Oriente en estos días cobra paradójicamente desde esta perspectiva un dimensión aún más aterradora de la que ya a simple vista puede percibirse. Es la fragilidad de la cordura y la razón de aquellos que supuestamente deciden los destinos del mundo lo que nos coloca al borde de un abismo, real y metafórico al mismo tiempo.
Es que a veces, detrás de la apariencia de un inepto, se esconde un inepto.
* Diputado por el ARI.
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