EL MUNDO • SUBNOTA
› Por Andrés Ortega *
Estados Unidos ha estado a punto de perder su alma liberal y democrática en la llamada “guerra contra el terrorismo” por el recorte de libertades propugnado por la administración de Bush prácticamente al día siguiente del 11-S. El 26 de octubre, el presidente firmaba una ley aprobada casi sin discusión y con conocimiento limitado por una abrumadora mayoría del Congreso en ambas Cámaras, la llamada Ley Patriota (Patriot Act), que supuso el mayor recorte en las libertades y los mayores poderes de vigilancia nacional e internacional en la historia de EE.UU.
No se llegó a tanto durante la guerra civil ni en las dos guerras mundiales (en la Segunda se internó a muchos americanos de origen japonés). No han sido la prensa ni los movimientos populares, durante tiempo anestesiados, los que han puesto el mayor freno a estos recortes sino, en primer lugar, el Tribunal Supremo, que se suponía bushista. En su sentencia de junio pasado sobre el caso del yemení Salim Hamdan, uno de los conductores de Bin Laden, encarcelado en Guantánamo, el Supremo le recortó las alas al Ejecutivo al recordarle que “está obligado a cumplir el imperio de la ley en vigor”, lo que incluye el derecho internacional suscripto por EE.UU.
Esa frase venía al final de una larga sentencia que rechazaba las comisiones especiales por las que los militares pretendían juzgar a los presos en Guantánamo, aunque no cuestionaba la existencia de este centro de internamiento en donde EE.UU. ha retenido a centenares de los que llamó “combatientes ilegales”. Pero ha obligado a tratarlos como prisioneros de guerra y a aplicarles los derechos de las convenciones de Ginebra.
No era ésa la opinión que prevaleció en la administración tras el 11-S y que ha quedado escrita en el famoso memorándum que redactó John Yoo, entonces asesor jurídico del ministro de Justicia, John Ashcroft, que, con su “pensamiento creativo”, consideró que era perfectamente legal detener a sospechosos de actos de terrorismo, retenerlos sine die y torturarlos o hacerlos desaparecer por la CIA en cualquier parte del mundo con permiso del presidente, pues, como comandante en jefe, éste puede usar los “métodos y medios para confrontar al enemigo” que considere apropiados, desestimando el derecho interno e internacional que prohíbe la tortura y del que es parte Estados Unidos. “Nosotros no torturamos”, afirmaría posteriormente el presidente Bush, que la semana pasada admitió, sin embargo, que la CIA había llevado a cabo en cárceles secretas interrogatorios con técnicas “duras”. De hecho, las pocas condenas habidas hasta ahora por los casos de Abu Ghraib y otros se han limitado a los que han actuado directamente, no a la cadena de mando. Tampoco la administración ha variado su rumbo tras descubrirse los vuelos secretos de la CIA o las escuchas ilegales (sin supervisión judicial) en masa a ciudadanos americanos.
La administración se creyó con manos libres, con la autorización “para el uso de la fuerza militar” aprobada expeditivamente por el Congreso en los días posteriores al 11-S, y que se ratificó y perfeccionó con la Ley Patriota. Esta le dio carta blanca al Ejecutivo y sus agencias, con una capacidad de injerencia general, socavando las garantías jurídicas de los ciudadanos, que dio acceso a la administración a los historiales médicos, las declaraciones de impuestos, las transacciones financieras o el seguimiento de ciudadanos sin advertirles. En el 2006, cuando se renovó la llamada Patriot Act, el Congreso limitó algo más los poderes del Ejecutivo y rehusó aprobar medidas sin poner un límite temporal a su vigencia.
Las detenciones fueron masivas, sobre todo al principio. Pero el gobierno federal se ha encontrado con crecientes dificultades a la hora de procesar a sospechosos de terrorismo. Hubo 355 personas procesadas en el 2002, pero sólo 46 en el 2005 y 19 en lo que va de este año. Las condenas medias han pasado de 41 meses antes de aquella fecha a 28 días en los dos años posteriores. Sólo 14 de ellos han sido condenados a más de 20 años de reclusión. Según TRAC, una organización dedicada a utilizar la Ley de Secretos Oficiales para hacer pública información oficial sobre el FBI y otras agencias, los fiscales americanos han optado por no presentar acusaciones en dos de cada tres casos (748 de 1391) de “terrorismo internacional” que les remitieron.
No fue sólo Estados Unidos el que perdió la cabeza tras el 11-S y se excedió en las medidas para perseguir al terrorismo internacional. En esta senda le siguió de cerca el Reino Unido de su fiel Tony Blair, mucho antes del ataque del 7 de julio de 2005 en Londres, y que ya tenía duras medidas antiterroristas desde los ’70 para combatir al IRA. Introdujo la detención indefinida sin acusación de extranjeros (posteriormente reemplazada por un estricto régimen de control). O la extensión de 14 a 28 días de la detención sin cargos de británicos, además de nuevas limitaciones en la libertad de expresión. Muchos otros países europeos han reforzado su legislación antiterrorista, pero ninguno ha llegado a los niveles británicos.
En nombre de la lucha o de la guerra contra el terrorismo, los EE.UU. –pero también varios países europeos y muchos otros en el mundo– han socavado los derechos humanos y las libertades y ya no hay bloque comunista con el que compararse. La brecha entre la cultura occidental y su comportamiento se ha agrandado. Como en contraposición a la doctrina del mal menor de Michael Ignatieff, el filósofo esloveno Slavoj Zizek, refiriéndose al problema más amplio del fundamentalismo, considera: “Si los combatimos como algunos están haciendo, incluso con una victoria militar, el enemigo habría en cierto modo ganado porque perdemos lo que estamos defendiendo”.
La cuestión, que plantea Ron Suskind en su magnífico libro The One Percent Doctrine (La doctrina del uno por ciento), que se refiere a la probabilidad suficiente de un evento, según el vicepresidente Cheney, para tener que actuar, es “si una nación puede librar una guerra en secreto y a la vez preservar los valores de una democracia”. Su respuesta es que el choque de “derechos e intereses crea una tensión aguda, subterránea, profunda, bajo el sistema de gobierno y sus tradiciones de consentimiento informado”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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