EL MUNDO • SUBNOTA › OPINION
› Por FRAN SEVILLA *
En la localidad iraquí de Tikrit, de donde es oriundo Saddam Hussein, hay una escuela en la que el ex presidente iraquí estudió varios años. Allí había una especie de pequeño museo en el que enseñaban a los visitantes el expediente escolar del conspicuo alumno. “Se destacaba –explicaba el director de la escuela– por su madurez política siendo aún joven y por su capacidad de liderazgo.” En la historia oficial que le explicaban a uno hasta la saciedad en aquella escuela, se hacía hincapié siempre en el capítulo relativo a las varias veces que Saddam enfrentó peligros sin miedo a la muerte. Desde el fallido atentado contra el general Qassem, otro de los varios dictadores que ha tenido Irak, hasta su fuga cruzando a nado el Tigris, Saddam demostró, según sus hagiógrafos, que no tenía miedo a morir. Y de nuevo esa imagen viene ahora a reconfortar a sus seguidores y a los nostálgicos de su régimen. La imagen de un Saddam Hussein desafiante, increpando al juez que preside el tribunal que lo ha juzgado mientras éste leía la sentencia que lo condenaba a “ser colgado hasta la muerte”. Hace justo un año, cuando se celebró la primera sesión del juicio, el comentario que uno escuchaba en las calles de Bagdad era de sorpresa por cómo Saddam había desafiado al tribunal y había rechazado su autoridad. De nuevo ha sido la misma representación.
Pero más allá de la actitud del depuesto presidente hay una lectura política devastadora sobre lo ocurrido. El proceso a Saddam ha estado plagado de irregularidades jurídicas que en cualquier país donde prevaleciera el estado de derecho hubieran supuesto la anulación del proceso. Desde la detención del reo, tras una invasión ilegal del país, hasta la designación de un tribunal especial nombrado por los ocupantes, la nula posibilidad de los acusados de contar con una defensa jurídica apropiada o el recambio del presidente del tribunal en mitad del juicio por ser considerado “demasiado permisivo”, violando así el principio de independencia judicial. Hay pocas dudas sobre el carácter dictatorial del régimen saddamista y de sus crímenes. Pero lo que diferencia una dictadura de una democracia real, de un auténtico estado de derecho, son precisamente las garantías procesales, que en este caso han sido nulas. Al ex presidente iraquí se lo juzgaba por la muerte de 150 chiítas de la localidad de Djail tras un intento de asesinato de Saddam. Hubo también entonces, en 1982, una farsa de juicio en el que, al igual que ahora, los acusados estaban condenados de antemano. La única conclusión a la que se puede llegar es que Irak sigue siendo lo mismo que fue durante la dictadura de Saddam Hussein. De por medio hay tres años de violencia, una sociedad desestructurada y rota y 650.000 muertos. Poca influencia pueden tener hoy la condena de Saddam o incluso su ejecución. Pero frente a la muerte, Saddam ha vuelto a ganar y pierde Irak.
* Encargado de Medio Oriente de Radio Nacional de España. Especial para Página/12.
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