Jue 23.11.2006

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINION

El mayordomo lo hizo

› Por Robert Fisk *

En la casa velatoria, un viejo hogar libanés de piedra, no expusieron el cuerpo de Pierre Gemayel. Habían sellado la tapa –tan terriblemente destrozado estaba su rostro por las balas que lo habían matado– como si las pesadillas del Líbano pudieran mantenerse en la oscuridad de la tumba. Pero los maronitas y los griegos ortodoxos y los drusos y –sí– los musulmanes que vinieron a dar sus condolencias a Patricia, la mujer de Gemayel y a su padre Amin, lloraban copiosamente al lado del cajón cubierto por la bandera. Entendían los horrores que podrían suceder en los días por venir y su dignidad era una negativa a aceptar esa posibilidad.

En Beirut había estado observando a los detectives libaneses –aquellos que nunca resolvieron ni uno solo de los muchos asesinatos políticos del Líbano– mientras fotografiaban los agujeros de bala en el automóvil Kia que Gemayel había estado conduciendo, 13 impactos a través de la ventanilla del conductor, seis de las cuales habían traspasado la puerta del acompañante después de pasar por la cabeza del ministro de industria libanés y la de su guardaespalda. Pero en el pueblo de Bikfaya, con el frío de la montaña con abetos y nuevas banderas falangistas de cedros triangulares, el grupo vestido de luto hablaba de castigo legal en lugar de venganza para los asesinos de Gemayel.

Era un momento alentador. ¿Quién hubiera imaginado –allá durante la guerra civil que nos obsesiona nuevamente– que los drusos pudieran entrar a este sanctasanctorum, con tranquilidad y en amistad para expresar su dolor por la muerte de un hombre cuyo tío Bashir era el más feroz y brutal enemigo de los drusos? El mejor amigo de Bashir, Massoud Ashkar, un oficial de la milicia en aquellos días oscuros y terribles, habló emocionadamente de la necesidad de justicia y de unidad libanesa. “Sabemos que los sirios mataron gente durante la guerra”, me dijo. “Estamos esperando saber quién mató a Sheik Pierre. Esta gente quería recomenzar una guerra civil. Debemos saber quiénes son.”

Con la tristeza de aquellos que todavía esperan la recuperación cuando la posibilidad no existe, algunos de los cristianos locales se reunieron en el suburbio de Beirut de Jdeideh, donde los tres asesinos le dispararon a su miembro del Parlamento el martes por la tarde. Su automóvil con el capot aplastado, donde había sido embestido por los hombres armados del Honda CRV a las 3.35 pm, y su parte trasera todavía incrustada en una camioneta cuando Gemayel murió al volante fueron fotografiados cientos de veces por los policías. Los miraban los hombres y las mujeres que menos de 24 horas antes no habían escuchado las pistolas con silenciadores que lo mataron y pensaron en un principio que el ministro había tenido un accidente en la ruta. Nadie quería dar el nombre, por supuesto. No se hace eso en el Líbano hoy.

Apenas unas horas antes, Pierre Gemayel había estado en Bikfaya, a sólo 200 metros de donde yacía ayer, honrando la estatua de su abuelo –también Pierre– que fundó el partido falangista que su nieto representaba en el Parlamento. Nadie mencionó, por supuesto, que ese mismo abuelo Gemayel, un humilde entrenador de fútbol, había formado a los falangistas como una organización paramilitar después de haberse inspirado –así me contó antes de morir en 1984– durante su visita a las Olimpíadas nazis de 1936, en la Alemania de Hitler. Esos detalles incómodos habían sido borrados hace tiempo de la narrativa de la historia libanesa –y de nuestros relatos periodísticos sobre la muerte de su nieto esta semana–.

Ese pequeño asunto de la narrativa –y quien la escribe– era un problema ayer, cuando las potencias occidentales señalaban a Siria. Sí, todos los importantes hombres libaneses asesinados en los últimos 20 meses eran anti-sirios. Es un poco como decir “lo hizo el mayordomo”. Una vengativa Siria ¿no atacaría la independencia del Líbano asesinando a un ministro? Sí. Pero entonces, ¿cuál sería la mejor manera de socavar el nuevo poder del prosirio Hezbolá, el ejército de la guerrilla chiíta que pidió la renuncia del gabinete de Siniora? ¿Matando a un ministro del gobierno, sabiendo que muchos libaneses culparían a Hezbolá, aliados de Siria?

Viviendo en el Líbano, uno aprende estas trampas semánticas a través de una especie de espejo. Nada sucede aquí por casualidad. Pero suceda lo que suceda, nunca es lo que uno pensó en un primer momento. Así lo entendieron los libaneses en Bikfaya cuando se reunieron y hablaron de unidad. Si sólo los libaneses dejaran de poner su fe en los extranjeros –los estadounidenses, los israelíes, los británicos, los iraníes, los franceses, las Naciones Unidas– y en cambio confiaran en ellos mismos, harían desaparecer las pesadillas de la guerra civil sellada dentro del ataúd de Pierre.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.

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