EL MUNDO • SUBNOTA
Los participantes en el atentado habían sido seguidos por fuerzas y cuerpos de seguridad desde hacía meses, e incluso años, pero nunca hubo una búsqueda coordinada que pudiera haber desbaratado el complot de los islamistas.
› Por Jorge A. Rodríguez *
Desde Madrid
Al menos una veintena de los procesados por el 11-M habían sido investigados con anterioridad y dos de ellos eran confidentes policiales. Además, otros dos confidentes avisaron de lo que se estaba preparando. Pero la falta de coordinación y algunas fallas garrafales impidieron develar la trama. La investigación de los atentados del 11-M reveló cómo la policía y otras fuerzas de seguridad tuvieron al alcance de la mano la posibilidad de desbaratar el complot de terroristas islamistas que acabó perpetrando el mayor atentado de la historia de España.
Las pistas estaban dispersas sobre la mesa, pero faltó una visión de conjunto, un análisis global que permitiera ver que todas las piezas pertenecían al mismo puzzle criminal. Lo que se llama coordinación policial. Unos agentes buscaban a narcotraficantes, otros a terroristas, unos terceros a ladrones de joyerías y algunos más a traficantes de armas.
Ni las alcahueterías de dos confidentes ni las investigaciones sobre 20 de los hoy imputados (10 de ellos claves para la matanza) ni otros avisos similares condujeron a nada. “El cúmulo de fallos policiales previos fue un desastre, un disparate”, resumió en la comisión de investigación del Congreso el ex secretario de Estado de Seguridad Ignacio Astarloa (PP), que tenía precisamente bajo su responsabilidad dicha coordinación entre cuerpos.
El 11-M tuvo en su seno a cuatro confidentes: dos testigos protegidos (uno de ellos el llamado Cartagena), el ex atracador Rafá Zohuier y el ex minero José Emilio Suárez Trashorras. Curiosamente, el único que no dijo ni palabra con anterioridad al atentado fue el último, el único español, ya que los otros tres son de nacionalidad marroquí. Además, entre los hoy día imputados, los suicidas de Leganés y los huidos, al menos una veintena habían sido investigados con anterioridad, unos por drogas y otros por terrorismo.
Los avisos comenzaron a llegar de Cartagena a partir de finales de 2002. Desde entonces, este hombre, cuyas iniciales son A. E. F., empezó a contar cómo unos radicales –que llamó Mohamed El Egipcio, Serham el Tunecino, Mustafá el Maymouni, Abu Dahdah, Mohamed Larbi Ben Sellam y Jamal Zougam–- estaban celebrando reuniones de proelitismo en Madrid, donde se planteaba la posibilidad de llevar la Yihad (guerra santa) a España. “No entiendo por qué la mayoría tiene la obsesión de irse a Afganistán para hacer la Jihad, porque estas operaciones son posibles en países como Marruecos o España”, le comentó Ben Sellam a Cartagena. Muy poco después de este comentario, el 16 de mayo de 2003, era perpetrado el atentado de Casablanca (Marruecos) contra intereses españoles y judíos. El supuesto eje del complot fue Mustafá el Maymouni.
La Unidad Central de Información Exterior (UCIE), la unidad de élite de la policía contra el terrorismo islamista y otras amenazas exteriores, dirigida entonces por el comisario Mariano Rayón, puso a todo el grupo bajo vigilancia, porque los nombres que facilitó Cartagena ya habían sido investigados con anterioridad por su supuesta implicación en la célula de apoyo a los atentados del 11-S contra EE.UU. Pero los medios para combatir el terrorismo islamista eran limitados, dado que la prioridad, tanto política como policial, era ETA. Por ello, las escuchas y seguimientos eran “intermitentes” y, además, las cintas grabadas apenas podían ser escuchadas por falta de agentes y traductores de árabe.
Uno de los investigados fue Jamal Zougam que, además de ser indagado por el 11-S, fue objeto de una comisión rogatoria francesa en 2001 por su vinculación con una célula islamista que pretendió atacar la embajada de EE.UU. en París. También el juez Baltasar Garzón lo investigó por su supuesta vinculación con los atentados de Casablanca. Por este motivo también habían sido investigados Serhane Ben Abdelmajid Fakhet, el Tunecino (suicida de Leganés); Said Berraj, el mensajero, y Rabei Osman El Sayed, el Egipcio. Los dos primeros son considerados autores materiales del 11-M y el tercero, autor intelectual.
Mientras, sin conexión alguna con la anterior pesquisa, la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil, una unidad dedicada a la delincuencia organizada y desvinculada del terrorismo, investigaba los soplos que su confidente Rafá Zohuier había hecho al agente llamado Víctor. Zohuier advirtió en 2003 a la UCO, dirigida por el coronel Félix Hernando, que un tal José Emilio Suárez Trashorras pretendía vender explosivos y que buscaba comprar dos ametralladoras en Madrid para acabar supuestamente con Francisco Javier Lavandero, a quien el ex minero y su cuñado, Antonio Toro, acusaban de haberle buchoneado a la policía sus negocios.
Por entonces, Zohuier estaba siendo investigado también por la Unidad de Drogas y Delincuencia Organizada (Udyco) de Madrid por un asunto de narcotráfico. Esta unidad tuvo pinchado el teléfono de Jamal Ahmidan, el Chino, entre el 17 de diciembre de 2003 hasta, como mínimo, el 29 de febrero de 2004 por orden de un juzgado de Alcalá de Henares. Los agentes incluso grabaron a El Chino y a varios de sus cómplices cuando regresaban de Asturias con un coche cargado de Goma 2 ECO, el 29 de febrero de 2004, aunque nunca hablaron ni de explosivos ni de metralla. El supuesto suministrador del explosivo, Suárez Trashorras, era confidente del responsable de la lucha antidroga de Avilés, el policía Manuel Rodríguez, Manolón .
El cuarto confidente, testigo protegido, informó tres meses antes de los atentados al agente Evaristo Tobares, de la Sección Tercera de la Brigada Central de Estupefacientes de que los hermanos Rachid y Mohamed Oulad, y Jamal Zougam, a los que definió como “unos marroquíes que trafican con drogas”, tenían previsto “realizar un atentado en algún transporte público de España”.
La cadena de confidencias, de pistas despistadas, de fallos de coordinación, de falta de medios, las suspicacias entre cuerpos policiales y los recelos entre unidades del mismo cuerpo revelaron las fallas en la seguridad antiterrorista islamista en España, cuyos servicios de inteligencia estaban casi totalmente volcados en ETA.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12
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