Ségolène Royal tenía ayer una luminosa sonrisa. Cuando habló luego de que se conocieran los resultados oficiales de la elección, Royal lucía su mejor expresión: vestida de blanco, casi inocente a fuerza de ser feliz. Pero de a ratos, durante su discurso, algún rictus severo se deslizaba en sus gestos, en la comisura de los labios, en la mirada. La gente se pregunta a menudo: ¿cuál de las dos es realmente Ségolène Royal? La mujer de rostro apacible, de expresión serena y comprensiva, o aquella otra que, de pronto, muestra una sombra de rectitud, de severidad. A los 53 años, se convirtió en la primera mujer que defiende los colores de un partido de gobierno en la segunda vuelta de una elección presidencial. Royal asegura que quiere renovar “el programa socialista”. Su principal argumento ha sido su libertad, no ser “prisionera de ningún dogma”, y una manera distinta de hacer política acercándose a la gente. Elegante y discreta, Royal ingresó en política en los ’80, cuando el presidente socialista François Mitterrand la nombró encargada de misión para la Juventud, y luego, a cargo de los asuntos sociales. Royal pasó 8 años junto a Mitterrand hasta que, en 1988, fue electa en la Asamblea Nacional. Su fama empezó en 1992, cuando asumió la cartera de Medio Ambiente en el gobierno socialista de entonces. Entre 1997 y 2002 fue sucesivamente ministra delegada a la Enseñanza y luego de la Familia. Después de la derrota socialista de 2002, Ségolène desapareció de la escena para volver dos años más tarde a la cabeza de una de las regiones más importantes de Francia, Poitu-Charantes. Desde esa plataforma y con un discreto portal Internet, Deseos de Porvenir, Royal construyó su popularidad. En el seno del PS, sin mandato oficial alguno, dejó en el camino a todos sus adversarios, incluido su propio compañero, François Hollande, primer secretario del PS.