Por segunda legislatura consecutiva Francia amaneció con una oposición política sin peso electoral para oponerse. Los 140 entre 150 diputados socialistas que prefiguran las proyecciones no pesan en una Asamblea de 577 miembros y en la cual la derecha gobernante ocupará un máximo de 460 y un mínimo de 409. Poder absoluto, y no sólo por el que transmiten las urnas. Ya antes de dejar su cargo, el presidente saliente, Jacques Chirac, puso sus aliados a la cabeza de las instituciones que controlan el funcionamiento del Estado. Así, en virtud de una combinación espontánea, decapitación de la izquierda y jugadas del ex mandatario, una de las más notorias democracias occidentales funcionará según las leyes de un solo campo. La oposición está condenada al silencio de la acción.

En 2002, Francia se ofreció un gran susto llevando al candidato de la extrema derecha, Jean Marie Le Pen, a la segunda vuelta de una elección presidencial. Le Pen no pasó pero luego, en las legislativas, los electores pusieron en un rincón a la izquierda que había gobernado durante cinco años. Una elección más tarde, la experiencia vuelve a repetirse: el PS es un partido con mucha historia y votantes que no le entregan ni siquiera el poder necesario para oponerse. Guy Carcassonne, profesor de derecho público en la Universidad de Nanterre, decía en las columnas del diario Libération que “las mayorías más estrechas son las mejores”. La de Sarkozy no entra en ese esquema: es una de las más confortables cosechadas por la derecha. El grupo saliente del PS contaba con 141 escaños. El que se anuncia no irá mucho más lejos.

El resultado de ayer es por demás coherente. ¿Quién puede imaginar que un partido que traiciona a la candidata designada mediante un voto interno por los militantes puede inspirar confianza como para ocupar la responsabilidad de ser una fuerza opositora con poder de decidir? Sarkozy sembró su victoria en dos terrenos: en el suyo propio y en el que le dejaron libre los socialistas.