EL MUNDO
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Noticias desde ninguna parte
› Por Claudio Uriarte
La economía norteamericana está en peligro de caer en deflación, pero el tema prioritario de los diarios y la televisión es una invasión a Irak para la que no hay un plan verosímil, sobre la que la administración Bush está profundamente dividida, la mayoría de los aliados clave está en contra y para la cual no se han puesto en marcha los mínimos antecedentes logísticos. Los semanarios profundizan esta vaga impresión de intemporalidad y anacronismo: Newsweek dedica su tapa de esta semana a la fuga de Al-Qaida desde Afganistán, consumada en diciembre del año pasado; Time consagra la suya a los niños maníaco-depresivos (y dedicó las anteriores a Bruce Springsteen, Ralph Lauren y los tratamientos con hormonas).
El denominador común de estos enfoques es la irrealidad, cuyo punto más alto se da paradójicamente en el tema más “duro”, la invasión a Irak. El mecanismo de desinformación que se ha puesto en marcha puede parecer un juego de entretenimiento para sociedades opulentas aburridas, en la medida en que un tema ficticio es echado a rodar en lo que parece un fútil ejercicio de Estado Mayor de guerra psicológica para chequear las reacciones de los actores nacionales y extranjeros (pero ni siquiera es eso). Se trata del tema del día: todo el tiempo se divulgan planes de ataque (aéreo, aéreo con acción de infantería de la minoría kurda, desembarco aerotransportado en Bagdad, invasión por tierra con una fuerza de 70.000, de 125.000, de 250.000 hombres). Al mismo tiempo, las fuerzas militares norteamericanas no toman el menor recaudo para emprender ninguna de estas acciones bélicas, y el trascendido de fuertes discrepancias en la administración hace claro para cualquier observador sobrio que la acción no está terriblemente cerca. La guerra de papel contra Irak genera entonces su contraguerra: todos los aliados clave se desmarcan de la empresa, con lo cual adquieren una pátina de independentismo totalmente inmerecida, ya que su actitud sería muy otra si el Tío Sam estuviera seriamente resuelto a erradicar al tirano de Bagdad. (O, dicho al revés, si el Tío Sam estuviera seriamente resuelto a erradicar a Saddam Hussein no pondría a la vista pública una docena de planes competitivos para hacerlo, no proclamaría huecamente su decisión de atacar y no sometería esa decisión a lo que se ha convertido en un virtual referéndum internacional, donde puede opinar cualquiera. Las mentes legalistas pueden indignarse ante el hecho de que ninguno de los planes divulgados contemple pedir la autorización del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero el hecho es que los planes están siendo sometidos a una consulta mucho más amplia –precisamente porque no son planes serios– y, además, si esos planes fueran serios, es muy probable que Estados Unidos se las arreglaría para conseguir la bendición del Consejo de Seguridad.)
La sensación de irrealidad se ahonda al consultar los motivos y la oportunidad de la guerra. Nadie ignora que Saddam Hussein posee armas químicas y biológicas de destrucción masiva: las usó contra su minoría kurda en el norte del país en el conflicto interno que siguió a su derrota en la Guerra del Golfo de 1991, y es de presumir que ha aumentado sus arsenales en los 11 años transcurridos. Sin embargo, Saddam no está planteando una amenaza concreta, y sus depósitos de armas químicas y biológicas son infinitamente más difíciles de liquidar que el reactor nuclear Osirak –destruido en 1981 por la Fuerza Aérea israelí–, por la simple razón de que nadie sabe dónde están. Una acción contra Irak carece de un casus belli claro, como lo fue el ataque de Osama bin Laden contra el World Trade Center y el Pentágono; Saddam está actualmente contenido, y tanto esto como su instinto de preservación vuelven difícil que se largue a una aventura como la invasión de Kuwait en 1990.
“Cuando se ha descartado lo imposible –decía Sherlock Holmes, en una célebre perogrullada–, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad.” Los republicanos de George W. Bush enfrentan elecciones legislativas en noviembre de este año, y la economía va de mal en peor: si antes se hablaba de una “recesión de caída doble” (donde el repunte después del primer pozo recesivo es seguido por un segundo pozo) ahora ya se está hablando de una deflación (ver suplemento Cash, pág. 7). Los operadores políticos de la administración están empeñados en una desesperada guerra de imágenes para comunicar la impresión de que el presidente está haciendo algo sobre la economía. Los mercados no les creen; los votantes un poco más, pero aun así, frente a la cadena de fraudes empresarios que ponen en peligro los fondos de pensión de que depende la mayor parte de las jubilaciones de los norteamericanos, la popularidad de Bush sufre una lenta pero segura erosión.
¿La prensa libre de Estados Unidos está colaborando con la administración en una estrategia consciente para desviar la atención de la economía? No es improbable, y en esto Bush podría esgrimir una defensa moral: al menos, en la guerra con que está tratando de distraer al público, no muere nadie. Ocurre que la prensa norteamericana es menos libre e independiente del gobierno de lo que se cree. No se trata solamente del tipo de dependencia política que se crea inevitablemente con las fuentes, ni del hecho de que las filtraciones de las fuentes siempre tienen una clara intencionalidad política, sino de que entre muchos medios de primer nivel y las altas esferas de política exterior del gobierno existe desde hace mucho lo que se llama “a revolving door”, una puerta giratoria: Leslie Gelb, que en los ‘70 y primeros ‘80 era corresponsal diplomático del New York Times, seguidamente pasó a revistar en las filas del Departamento de Estado; Strobe Talbott, que solía escribir el ensayo que ocasionalmente cierra la edición de Time, se convirtió en el funcionario más alto de Bill Clinton para las relaciones con Rusia, y en los últimos meses, tanto Time como Newsweek como el New York Times han divulgado historias sobre el descontento de Colin Powell por su marginación dentro del gobierno. No es muy difícil imaginar el origen de esas historias.
La hipótesis puede parecer aventurada, pero cuando incluso un economista serio como Robert Samuelson publica en Newsweek una nota donde dice que todo el problema económico es de estado de ánimo, y que hay que ser optimistas para evitar el derrumbe –mientras otros como Paul Krugman son criticados por insuficiente patriotismo–, cualquier pretensión de seriedad se coloca en entredicho.
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