Dom 16.03.2008

EL PAíS  › OPINION

Religión y los valores de época

› Por Washington Uranga

El acontecimiento religioso-político-cultural generado este fin de semana por el predicador evangélico Luis Palau demanda un análisis que considere al mismo tiempo tanto la crisis de las corrientes religiosas tradicionales, como la existencia de alianzas con el poder y también la adaptación del discurso religioso a los valores de la época. La primera constatación es que la Argentina, en términos religiosos, es cada día más plural y ya no puede calificarse simplemente como “país católico”. El catolicismo –que tampoco es una comunidad homogénea ni alineada de manera incondicional con la institución eclesiástica– sigue manteniendo la primacía en cuanto a las preferencias religiosas populares. Pero no menos cierto es que las expresiones evangélicas y muy particularmente aquellas enroladas en las corrientes más fundamentalistas o pentecostales a las cuales es próximo Palau han ganado muchos adeptos en el país. No se trata aquí de un debate sobre cifras o porcentajes. Basta recorrer los barrios, las villas del Gran Buenos Aires, para ver cómo han surgido templos evangelistas donde abunda el fervor religioso. Esto lo admiten –no sin preocupación– los obispos y sacerdotes católicos.

Es verdad también que el crecimiento del evangelismo se ha ido apoyando en una clara estrategia de uso de los medios de comunicación, tanto de la radio como de la televisión, que le ha permitido llegar de manera eficaz a una parte importante de la población. Es suficiente recorrer el dial radiofónico en horas de la noche o entrada la madrugada para encontrar una variedad de propuestas religiosas con estilo similar: la apelación a la alabanza, la exaltación de hechos milagrosos que se dan –según se asegura– por la intercesión de Jesucristo y que se apoyan en testimonios de los propios beneficiados. Lo mismo ocurre con ciertas señales televisivas. La utilización de los medios de comunicación ha sido una estrategia exitosa lanzada por los grandes predicadores electrónicos norteamericanos de los años setenta y que tiene su antecedente más relevante en el llamado “Club 700”. La Iglesia Católica ha denunciado que detrás de esta forma de captación de adeptos hay poderosos intereses económicos. La certeza de esta afirmación –comprobada también por investigadores independientes– no basta para explicar el fracaso absoluto que el catolicismo ha tenido a la hora de utilizar los medios de comunicación.

Otra explicación posible para el crecimiento de opciones religiosas como las representadas por Palau tiene que ver con valores de época. La predicación de Palau y muchos de los pastores que con él coinciden apela a lo individual, a la adhesión personal a Dios con el argumento de que este solo hecho conduce al éxito expresado en “felicidad, paz y amor”. También a la bonanza económica. La riqueza es, dicen, una forma de “bendición” divina. Este discurso va directamente ligado a la no existencia de condiciones previas para la adhesión. A diferencia de la Iglesia Católica –que impone a sus fieles una fuerte carga doctrinaria expresada en normas, prohibiciones y obligaciones–, los evangélicos mediáticos insisten en que “Dios te recibe como sos”, sin importar la condición moral o los errores cometidos. En este sentido, el Jesús anunciado por los evangelistas es –por decirlo de alguna manera y aun a riesgo de simplificar lo complejo– más misericordioso y benevolente que el Dios predicado desde el catolicismo.

Pero en referencia a los valores de época hay que señalar también que la adhesión individual y el sentido del espectáculo propio de estas corrientes evangelistas responde a códigos culturales actuales. No se demanda de los fieles una inserción formal en la comunidad, una continuidad en su compromiso y, muchos menos, una militancia social que involucre demandas de cambio de la sociedad en que viven. La salvación está de alguna manera garantizada por su adhesión a Jesucristo, que es fundamentalmente emocional y afectiva, el pago de su contribución a la congregación a través del diezmo y, en algunos casos, a través de la captación de nuevos adherentes. Nunca habrá aquí cuestionamientos que avancen sobre lo social y lo político. Menos una crítica a la estructura misma.

No debe extrañar entonces que estos movimientos reciban la entusiasta adhesión de grupos económicos ligados con el poder. Todo poder económico necesita, por un lado, del conocimiento científico, y por otro, de las creencias, imaginarios y valores religiosos para legitimarse. Esta alianza es la misma que los grupos de poder sellan con el catolicismo conservador. Un buen ejemplo para comprender la importancia de lo religioso para el poder es recordar de qué manera George Bush recurrió a los argumentos religiosos para convertir su aventura guerrerista en Irak casi en una cruzada cristiana contra los impíos musulmanes.

En nuestros países latinoamericanos nada de esto podría explicarse tampoco sin comprobar el desgaste y la pérdida de influencia del catolicismo institucional. Los propios obispos admiten que están perdiendo fieles y se preocupan por ello. Fue un tema candente en la última Conferencia General del Episcopado Latinoamericano celebrada en Aparecida (Brasil) en mayo del año anterior. Pero también entre aquellos que los obispos católicos consideran como feligresía propia existe una gran mayoría que –aun reconociéndose como tales cuando se los interroga– están realmente alejados de las prácticas litúrgicas y desconocen –a sabiendas o por desconocimiento– la doctrina y la moral católicas. Es un catolicismo cultural que incluso construye sus propios mitos y creencias, y se expresa a través de manifestaciones de religiosidad popular plagadas de sincretismos. Muchas de ellas, a la larga, terminan siendo reconocidas por la Iglesia institucional.

Está claro que el poder hegemónico y las interpretaciones conservadoras del mundo alimentan para su propio beneficio expresiones religiosas como las de Palau y que hemos visto en Buenos Aires en estos días. Por eso también vuelcan allí grandes inversiones que, por otra parte, casi nadie niega abiertamente. Pero no menos cierto es que estas manifestaciones religiosas tienen que ver, al menos en América latina, con un escenario religioso más plural y acorde con los valores de época.

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