EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
¿Son los derechos humanos una fachada, un adminículo cómodo para hacer bajo su aureola toda clase de acrobacias políticas? ¿Se presentan ahora en tanto síntoma de la “globalización correcta”? ¿Como si fueran un manto que ampararía cualquier otra cosa que no se les parezca, pero que sepa mencionarlos con unción más o menos hipócrita? ¿Se ha llegado por fin al colmo de sancionar como feriado el 24 de marzo para quedar con las manos libres para repetir los atropellos que impulse la conciencia falaz de turno? ¿Se descolgaron ciertos retratos para que la inanidad de un símbolo protegiera abusos actuales, descuidos arbitrarios que están en el aquí y ahora, no en las tinieblas de otro tiempo?
Algo grave, algo severo, ha ocurrido en la conciencia pública para que cosas como éstas puedan formularse. Una brusca desconfianza surge en las bambalinas de la compleja vida intelectual argentina. Pide gestos de aliento reparador pero si los avista, un agrio ánimo se yergue para cuestionarlos. Hace ya mucho tiempo, Esteban Echeverría murió acongojado, solitario. No era estimulante el gobierno, pero la oposición estaba sumida en la inmediatez y la irresponsabilidad. Más cerca de nosotros, Scalabrini Ortiz quiso ensayar sin éxito una corrección institucional y económica del gobierno caído en 1955. Se conoce su postrera pesadumbre, al igual que la de José Ingenieros, que antes había intentado una mediación entre el yrigoyenismo dispuesto en cierto momento a mirar el país con ojos más sensibles y la movilización proletaria de 1919.
No se ven ahora, siquiera, esas almas en pena de la historia, que fracasaban dignamente en la valoración de las pobres posibilidades que entrega cada época. No, ahora proliferan hastiadas exclamaciones que de alguna manera imponen su victoria. ¡Se declara feriado el 24 de marzo! ¡Falacia inconcebible de los legisladores! ¡Quieren torcer una conmemoración! No, algo peligroso y delicado nos ha pasado. No solo no existe el menor padecimiento ante las difíciles ambigüedades de la actualidad, sino que hay un regodeo inexplicable por los ostensibles aprietos que emergen. Todo les resulta a muchos un frontispicio mendaz. Toda historia sería una continuidad disfrazada de las efigies que parecían ya desterradas. Se las anuló del salón de bustos para que reinaran secretamente en las conciencias. Estaríamos ante meras astucias de un pícaro. Los gestos están en subasta. Nos brindan un feriado y nos sacan la verdadera reflexión histórica.
No. Conmemorar el 24 de marzo no significa omitir antecedentes ni herencias de esa fecha. Y este feriado es tan intrincado como lo es el del 1º de mayo. Un feriado nec fastus, como esas dos fechas, siempre es problemático. En ellos conviven, en el mismo día, el llamado a retirarse al ocio vacacionante y la convocatoria a los difíciles tramos de la memoria, que año tras año exige nuevas predisposiciones. Dicen los neocríticos conservadores: ¡Qué bueno sería que nuestra actitud crítica perforara con su reciedumbre algunos pequeños avances simbólicos y los execre como declarados ensayos de un cooptador avispado! Sí, pero si alguna vez se retirase ese feriado, no sentirán alborozo los amigos de ver la historia sin velos, sino aquellos que entre sus sueños almibarados, desearían cercar la Plaza de Mayo con sus tractores. Estos simulan ser galas de pobres campesinos de las estepas, tímidos mujiks de la Pampa Húmeda con buen brevet de exportación. Así estarían seguros, ellos, que todo había sido continuidad, sin feriados ni devocionarios. Continuidad más que translúcida, pues efectivamente el menudo símbolo de un almanaque nada podría detenerlos en la onírica marcha sobre Buenos Aires, cercando a los usurpadores y a su inoportuno asueto ilusorio. ¿Querían confiscar la renta del modesto proletariado agrícola? ¡Si se trata de simples pastores roussonianos que vienen con sus poderosas cosechadoras John Deere formadas para la batalla ideológica!
En efecto, si algo puede decirse con verdad, es que no se puede vivir a diario la vida de los símbolos. Incluso, algunos que parecen muy nítidos son repentinamente reemplazados por otros forjados con menor cuidado. La actualidad propone muchos ejemplos de esos otros simbolismos que no tienen que ver con el tajo que se quiso inscribir en la historia, situando la condena eximia al 24 de marzo en esa turbia noche de los conjurados. Es que en los últimos tiempos vemos los signos planteados de una modernidad que debe meditarse mejor en su formulación. Vemos los asentamientos de una forja científica que no deben asociarse a un fácil cientificismo. Vemos, en fin, los replanteados abrigos en los ancestrales hangares de la política ya transcurrida. Todo ello habla más de las dificultades cuantiosas que ofrece el momento político que de la facilidad que se debería encontrar para el desdén ritualizado. La madeja del presente es reconocidamente espinosa. Es demasiado vulgar encarnizarse casi por deporte con las decisiones sobre el calendario, con su supuesta inocencia de “día no laborable” y su obvia misa laica.
Por eso es sorprendente que una clase política, dígase que imperfecta en su búsqueda, sea denostada tan brutalmente a partir de un costumbrismo rencoroso. Un sentir que hoy se aloja en todos los públicos culturales, atemorizados por crisis financieras y guerras abominables, encerrados entre sus oratorios televisivos y las cábalas que caza al vuelo la prensa anticorrupción. Los maestros de la sospecha suelen estar munidos de temas justos pero de una pobre folletinería que por lo menos merecería refrescarse en las páginas de un Balzac, si desea ganar efectividad democrática y profundidad denuncista. Pero no, también son crucificados los laboriosos avances en los horizontes de justicia reparatoria, en una sociedad castigada pero con posibilidades no obturadas en sus descubrimientos colectivos.
Es que resulta más venerada la invectiva y el lujo siempre festejado de una blasfemia contra los que siempre pueden ser considerados advenedizos. ¡Oh, son mercachifles de la historia que se vistieron de historias prestadas! ¿Pero hay alguien que tenga el breviario adecuado para decirnos cómo conmemorar, en qué altar demostrar que no se desea repetir lo acontecido ni canjear la condena a los horrores del pasado por ningún manejo rápido de la actualidad? Pongamos, por la adquisición de fulminantes tecnologismos sin historia o por volubles decisiones en esenciales rubros de la economía pública.
Como en épocas remotas de la historia del país, vivimos tiempos inciertos. Es necesario no dejarse llevar por hipótesis de fastidio, que pueden ser acosos de insensibilidad para no reconocer las contingencias del momento. Nadie fue al mercado bursátil con acciones en derechos humanos para obtener utilidades en el submundo del negocio político fácil. Mejor sería no agarrársela con un símbolo de la efemérides pública, que nada garantiza por sí solo, sino que es un feriado para la interpretación renovada o la movilización política. La memoria es recurso necesariamente renovable. Los grandes cultos laicos se engrandecen cuando condensan en ciertas fechas su capacidad de reflexión para suscitar pasiones colectivas. Entonces, adentrémonos el 24 en un día para pensar, por ejemplo, que las críticas que cuajan y maduran son las que no ven en los zigzagueantes avatares de lo político un intento de disfrazarnos la realidad con baratijas.
Se escucha decir: ¡Ufa, quieren que festejemos qué! ¿Que ellos, los de aquellas aciagas tinieblas del 24, siempre van a gobernarnos? Sí, muy fácil sería la historia en manos de esas almas que ven una única equivalencia en la vida de las sociedades, desfilando ante el santoral monolítico de su conciencia moral irritada. Toda conciencia tiene derecho a aflorar como lo desea. Pero esas conciencias se equivocan si ven solo mismidades, graníticas semejanzas por más de tres largas décadas. A los hechos no los concatena un espíritu avieso y conspirador, que engaña a los desdichados que desean inundarse con mentiras. La historia tiene rajaduras inevitables. En muchas de ellas, vemos imprecisas navegaciones, escollos que se deberían evitar antes que alzarlos fácilmente a la mesa de acuerdos. En otras, percibimos cuán fácil es echar todo por la borda, con el espíritu sumergido en malestares insondables. Estos son explicados más por la época neblinosa que por la capacidad que poseen ellos para explicarla.
Las denuncias de las almas heridas por todo lo que parece una traición –y no despreciamos ese sentimiento– deben, sin embargo, ponderar ideas, someterse a más exámenes de la historia. Siendo que las traiciones son eventos grandiosos, justamente los Echeverría, José Ingenieros y Scalabrini se maceraron en sus grandes textos para no dar la lata con la primera perla corroída que creían pescar. Para poder decir que todo es falso, por lo menos en el tema que nos ocupa, hay que comprender mejor la historia de las conmemoraciones mundiales y locales. Por lo demás, una época de ojos vendados puede no ser apenas la de los hombres políticos y sus limitadas circunstancias, sino la de sus críticos mortificados que no sepan ver (junto a lo que, en muchos casos, adecuadamente cuestionan) hasta qué punto el vértigo de un enfado cultural vacila en pedirle argumentos más efectivos a la razón crítica. Ella está por fundarse. El país en lo profundo no la tiene. Y por ella es también la disputa.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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