Dom 30.03.2008

EL PAíS  › LA ENSAYISTA SHILA VILKER Y UNA HISTORIA DE LA INSEGURIDAD

El miedo que dispara microfascismos

Licenciada en Ciencias de la Comunicación, docente e investigadora de los discursos docentes, Vilker le pone fecha de estreno a la sensación de “inseguridad”: 2004. No fue un año especialmente violento, pero fue el año del asesinato de Axel Blumberg y el de Cromañón. Las manipulaciones, las consecuencias políticas y el discurso de la represión.

› Por Jorge Halperín

Si se escribiera una historia del miedo en la Argentina, el año 2004 se convertiría en un hito. La ensayista Shila Vilker dice que fue un período en que el delito estuvo en baja, pero ocurrieron dos hechos trágicos que cambiaron la historia de la sensación térmica de inseguridad: el joven Axel Blumberg fue secuestrado y asesinado, y su padre se convirtió en el vocero nacional del extendido sentimiento de inseguridad. El año cerró con la tragedia de Cromañón, en la que no hubo delincuentes armados, pero, a esa altura, la inseguridad se extendió como una metástasis hacia otras zonas de la vida social y económica. Siempre se cometieron delitos y crímenes, pero la inseguridad tiene una fecha de comienzo que Vilker, licenciada en Ciencias de la Comunicación, docente e investigadora, ubica hacia mediados de los años ’90. Desde ese momento, los crímenes ya no sólo conmovían sino que eran percibidos como un síntoma de que todos estamos en peligro. Shila Vilker, que publicó el libro Truculencia; la prensa policial popular entre el terrorismo de Estado y la inseguridad, es autora de una tesis de posgrado sobre la inseguridad.

–¿Cuál es el motivo de que últimamente haya aumentado tanto la sensación de inseguridad?

–Yo diría que 2007 fue el primer año en el que la inseguridad se evidenció como la gran preocupación de la época. A esta altura, el miedo y la preocupación por la inseguridad están enquistados. Por eso, son necesarias políticas específicas dirigidas a bajar el delito, pero también políticas dirigidas a dosificar el miedo... que es una cosa muy distinta. Estamos hablando de dos problemas autónomos: se puede llegar a tener una buena política de prevención del delito, pero, una vez que se ha disparado el temor, no hay política que valga si no se cuenta con una buena política comunicacional. Y la inseguridad tiene una historia. Son necesarias políticas específicas dirigidas a bajar el delito, pero también políticas dirigidas a dosificar el miedo... que es una cosa muy distinta.

–¿Cuándo empieza a instalarse como preocupación colectiva ese tema?

–Es hacia 1995 cuando, muy tímidamente, empieza a aparecer el problema del aumento del delito, y cada tanto ya se hacía explícita la idea de seguridad. Pero todavía no aparecía la noción de inseguridad como tal. Recién en el ’96 se empieza a englobar todo el fenómeno con la inseguridad, y ya en el ’97 aparece como una cuestión sistemática. En un sentido, se va preparando el camino para la nueva percepción del fenómeno delictivo y la nueva economía de la violencia, interpretada como inseguridad.

–¿Y con qué se asocia la aparición, en 1995, de la inquietud por el aumento del delito?

–Yo seguí los temas de la campaña electoral de entonces y, en realidad, en el ’95, el problema del aumento del delito, que empezaba a ser un tema, todavía era la sexta o séptima preocupación. En ese momento el gran tema era la economía: si sigue el modelo de la convertibilidad, o no sigue el modelo. En cuanto a lo que después va a ser la inseguridad, lo que se empieza a ver es una ubicación del delito en determinados barrios, sobre todo en los barrios pobres. Por ejemplo, Fuerte Apache fue tomado como un síntoma. Y, básicamente, se describía a pobres amenazando a otros pobres. El delito aparecía radicado en las zonas más precarias. No se sentía una amenaza generalizada, pero sí ya empezaba a darse noticia de actos contrarios a los ciudadanos, formas nuevas del delito, vecinos atacando vecinos. Lo subrayo como una idea alejada de la imagen tradicional del delito, que es: “Los delincuentes de antes eran señores comparados con estos”. Ese es un lugar común que resultaba frecuente escuchar en boca de un comunicador como Mariano Grondona. Y también a partir de entonces aparecen las “olas”. “Ola de asaltos”; “Ola de ataques a ancianos”...

–¿Y es de esa época la recordada promesa del ex gobernador Ruckauf de que iba a “meter balas a los delincuentes”?

–Lo enuncia hacia el ’97, o ’98. Y en el ’99 aparece el discurso de la idea de guerra: “Estamos en guerra contra la delincuencia”. La polarización se puso en escena muy fuertemente.

–¿De modo que la percepción del tema de la inseguridad siguió una escalada?

–Eso nos lleva al 2004, cuando pasaron dos cosas centrales. Una es la muerte de Axel Blumberg, y la aparición de su padre con las marchas. Y la otra es la tragedia de Cromañón, a finales de 2004.

–La tragedia de Cromañón no tiene que ver con ladrones o delincuentes armados. ¿Por qué la engloba en la “inseguridad”?

–Es cierto, pero lo que yo pude ver es que la idea de inseguridad fue haciendo una suerte de metástasis. Primero, gira en torno del delito. Pero después fue como succionando distintos temas. Entonces, empieza a evidenciarse la vida como insegura, como precaria, en distintas dimensiones y en distintos ámbitos. Y me parece que Cromañón representa eso de modo claro. También se verifica que ya hacia el 2000 y 2001, la matriz de la idea de seguridad se filtra en otros terrenos. Por ejemplo, a nivel económico. Pensemos en los nombres de los planes económicos de esa época. “Blindaje”, que es una metáfora de la seguridad; el “corralito”, que es una metáfora de la seguridad; todo el mundo hablando del “riesgo país”, en fin, la idea de riesgo, de protección. Nuestra cultura fue volviéndose cada vez más permeable a la idea de seguridad, protección, riesgo, como cuestiones cotidianas. En los años 2000 y 2001 la inseguridad se filtra en otros terrenos: “blindaje”; “corralito” y “riesgo país” abundan en el habla cotidiana.

–Que el tema haya cobrado semejante presencia, ¿está realmente ligado a un aumento de la cantidad de delitos?

–Yo tengo para esto una lectura. Por supuesto que hubo un aumento del delito, esto es claro. Pero también es cierto que la percepción del delito y la propia dinámica de la comisión de delitos no van paralelos, son dos problemas autónomos. Por eso, el 2004, que fue un año de baja en la comisión de delito, fue, sin embargo, el momento de más alto sentir y preocupación por el temor.

–¿Fue porque hubo casos emblemáticos, como el secuestro y muerte de Axel?

–Yo creo que tuvieron muchísimo que ver las marchas y el hecho de que la preocupación por la inseguridad encontró una voz.

–¿Analizó también el uso del miedo en la política?

–Digamos que el miedo es parte del horizonte vital, de nosotros, urbanos. Se ha vuelto parte de nuestro modo de hacer experiencia. Esto por un lado. Por otro lado, el miedo está ligado a la inmediatez, a la urgencia. Y la urgencia presupone no pensar para atrás ni para adelante. Y en ese sentido, yo diría que conspira contra la política porque el miedo reclama deshistorizando, reclama despolitizando. Las causas y las consecuencias no me importan, es lo que siento en el momento. Además, el miedo, muchas veces, desata comportamientos irracionales. También hay que decir que el miedo en sí es fundante. De alguna manera, los Estados conjuran el miedo al de al lado. Quiero decir que la política se funda sobre el miedo, pero se funda para conjurarlo. Y parece que los Estados de hoy no pueden resolver esos miedos. Hay algo interesante que sucede en las marchas: la gente asiste con miedo. Pero, si bien el reclamo que ejercen es político, no se reconocen a sí mismos como ejerciendo un reclamo político: se reconocen a sí mismos en tanto víctimas; víctimas virtuales. Y así hay una aparente despolitización del miedo, en el sentido de que instaura una lógica no política. La política se funda sobre el miedo, pero se funda para conjurarlo. Y parece que los Estados de hoy no pueden resolver esos miedos.

–Además, es frecuente que los mensajes impulsados por el miedo, o aquellos que se valen de él, planteen pedidos de soluciones extremas. Se escuchan frases como “El delito aumenta”; “Los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra”; “Hay que tomar medidas drásticas y terminar con la politiquería”. En otras palabras, se dice que la democracia no sirve para conjurar ese gran peligro.

–Es más: diría que es un acelerador de los microfascismos. Se suma a esto que el miedo profundiza la lógica del control social informal: los corredores de vecinos, los radiotaxis funcionando con el Comando Radioeléctrico. Quiero decir que la población misma se transforma en el enemigo, esta idea que mencioné de “mi vecino, mi enemigo”. En cualquier lado puede emerger la amenaza. Y por eso acelera los reclamos de aumentar los castigos, que muchas veces son irracionales.

–Del mismo modo, el miedo a una catástrofe económica hace que se gobierne en nombre de la emergencia. Y entonces se piensa que la política es toda politiquería, que el Congreso molesta y no deja gobernar, que la emergencia reclama un gobierno fuerte...

–Más allá de lo económico, todos los aspectos institucionales, que son el ABC de una democracia, son vistos como superfluos y supuestamente hay que conjurarlos. Son lo que no funciona, lo que bloquea las soluciones. No es erróneo ver todo esto como una vuelta atrás, como una nueva incivilización. Pensemos que el proceso civilizatorio tiene que ver con una determinada economía de la violencia ligada al autocontrol, a la inclusión, al trazado de un horizonte vital de largo plazo... a la previsibilidad, a la racionalidad, que son todos elementos que se empiezan a perder cuando la sociedad se fragmenta. Lo que sucede hoy es que los aspectos formales de un proceso legal, que son, en realidad, aquellos que nos preservan a todos de las injusticias, les parecen una falla a quienes entran en este estado de pánico.

–¿Y cómo trabajan los medios?

–Bueno, los discursos sobre el crimen muchas veces llevan una carga moral. Cuando uno lee la cobertura de determinados delitos, la carga moral es muy fuerte. Mientras que cuando se lee la cobertura de los hechos de justicieros, allí no existe tal carga moral sobre la conducta del justiciero. Le doy un ejemplo: hacia 1998 unos chicos de diez y doce años intentan asaltar a un hombre que maneja un Peugeot. Los dos menores estaban con revólveres de juguete, mientras que el adulto llevaba un revólver de verdad. Los chicos hicieron una barricada en un barrio pobre. El hombre extrajo un revólver de la guantera, les disparó, mató a uno e hirió al otro herido, que se escapó. ¿Cuál fue la noticia?. Para uno de los mayores diarios, la noticia fue la siguiente: “Cada vez son más los delincuentes jóvenes”. Podría haber titulado con “el justiciero”, que mató al chico, pero eligió el comentario editorial sobre el peligro que representan los jóvenes.

–Recuerdo un gran dossier de Le Monde Diplomatique, de Francia sobre la inseguridad, donde un sociólogo afirmaba que, en materia social, toda época pasada fue más insegura que la actual y, sin embargo, el ciudadano común tiene más temores hoy. Y una de las explicaciones que daba era que la mayor seguridad también genera una mayor obsesión por la inseguridad.

–Un modo fácil de contar esto es: si usted tiene en cada esquina una garita de seguridad privada, lo que hace es evidenciar la amenaza. Nunca estuvo tan seguro y nunca se sintió tan desprotegido. Si usted tiene en cada esquina una garita de seguridad privada, lo que hace es evidenciar la amenaza. Nunca estuvo tan seguro y nunca se sintió tan desprotegido.

–¿Era imaginable que se consolidara una gran industria de la seguridad en un clima que no se obsesionara con la inseguridad?

–Me parece que esta leyenda urbana del crimen va paralela a una serie de fenómenos que se fueron produciendo. Uno de ellos fue, claramente, la aparición de la seguridad privada, que es algo muy delicado, porque se supone que el monopolio del cuidado y la violencia física lo tiene que tener el Estado. En cambio, ahora estará seguro quien pueda pagar por eso. Con lo cual se abre una brecha social muy delicada. La otra cosa es la expansión de las tecnologías de la protección. Paralelamente, aparece esta idea de amenaza generalizada; por otro la multiplicación del control social; y, finalmente, se observa el relajamiento de las normas y la propagación del pequeño delito. Todos nos volvemos más permeables o reconocemos la ilegalidad de muchas de nuestras prácticas. Además, sucedió que los pobres empezaron a tener objetos. Las casas viejas eran casas peladas. Por lo general, cuando el pobre era víctima de algo, lo que le pasaba era que pagaba con su cuerpo el ser víctima de algún hecho delictivo.

–¿Y qué cambios trae eso?

–Como dije, a mediados de los ’90 tiene lugar una especie de gran modernización del parque tecnológico del hogar y la difusión de esas tecnologías en los sectores populares. Entonces, los pobres empiezan a tener objetos. Y no es una cosa menor, porque, si observamos los secuestros express, las cosas que pedían los delincuentes eran mil quinientos pesos más una tele, una video y un minicomponente para liberar a sus víctimas. Así, hoy se habla de delito, ya no se habla de crimen.

–El ensayista Atilio Boron opina que hay una relación entre la propagación del clima de inseguridad y la incertidumbre económica que experimentaron los empresarios cuando, a comienzos del gobierno de Néstor Kirchner, temían que estatizara la economía. Cuando el ex presidente mostró que no era su plan, sostiene Boron que bajó el discurso sobre la inseguridad. ¿Le parece que hay relación entre una cosa y otra?

–Yo no investigué ese aspecto. Pero sí puedo decir que el 2003 es un año en el cual, si bien el tema no se reduce, la representación del crimen deja de ser intensa. Y yo lo pienso como un momento de impasse, en el cual la esperanza, la expectativa por una reconstrucción del país diluye aquella otra angustia por la inseguridad. Por eso es que en el 2004, el modo en que se disparó la inseguridad para ya no detenerse más representa toda una gran transformación. En los años 2002 y 2003 la inseguridad quedó como en un segundo plano y la economía fue como la vedette... la economía y la solidaridad. Tal vez haya que recordar que en el 2002, lo que empieza a aparecer es una nueva criminalización, que es la de la protesta.

–Coincide con tiempos donde los piqueteros se instalan mucho en la ciudad, bloquean el tránsito. Piqueteros y cartoneros parecían exacerbar los temores de la clase media urbana.

–Es así, en 2002 la amenaza ya no es el delito sino la protesta, son las caras tapadas de los manifestantes... Como si la naturaleza de la amenaza se desplazase por un ratito, porque en realidad después vuelve con fuerza el tema delictivo. Y, entonces, también en 2002 los secuestros express – así, más informales, no los que se hacen con bandas– me parece que vinieron a reemplazar a otros delitos. Llamativamente, aparecen en una época de falta de liquidez de dinero, y me parece que vinieron a reemplazar a otro tipo de delito, que quedó caduco, que eran las “salideras”...

–Otro factor de la inseguridad es, sin duda, la introducción de la droga. La droga en la villa, el paco, se dice, lleva a quebrarles la cabeza a los jóvenes, que te matan para robarte diez pesos. Más allá de ser cierto, se suma al discurso de la inseguridad...

–¿Qué es lo que se demoniza? No a todos los jóvenes: a los pobres, los villeros y drogadictos. Esto en términos del discurso que circula socialmente. Gabriel Kessler tiene un libro llamado Sociología del delito amateur, en el cual derriba tres, cuatro ideas muy difundidas y erróneas: la idea de que delito y escuela son dos elementos excluyentes. La idea de que delito y trabajo son dos elementos excluyentes, y, al revés, que droga y delito van juntos. Kessler dice que, realidad, esto no es así. Que en nuestros días se combina delito y trabajo, se combina delito y escuela, y por lo general, delito y drogas se excluyen, en el sentido de que, probablemente, aquellos jóvenes que cometen ilícitos o algún tipo de crimen sean consumidores, pero no necesariamente van drogados a cometer el delito.

–Pero es cierto que los robos se cometen usando más violencia...

–Es cierto que las formas de la violencia se han radicalizado. Hay formas más extremas o más salvajes de violencia, sobre todo en los relatos. Pero si tuviese que explicar por qué se vuelven más violentos, me parece que muchos de estos jóvenes no pueden desplegar un horizonte vital de largo plazo. Y no poder desplegar un horizonte vital de largo plazo implica que no tienen por qué contener sus instintos. O sea, su comportamiento se vuelve poco previsible porque, en realidad, no tienen nada que perder. Y esto, claramente, tiene que ver con la nueva estructura social y económica de la Argentina, que está dejando a muchos afuera.

–¿Usted sufrió personalmente hechos de inseguridad?

–Viví un episodio difícil cuando era adolescente. Mi mamá tenía un comercio, y yo trabajaba medio día ahí. Un día fui a abrir el negocio –eran los últimos años de Alfonsín– y lo encontré vacío. O sea, sé en carne propia lo que es ser víctima de un delito. Es desesperante, porque te quitan aquello de lo que uno vive. Lo que sí, al otro día de que me sucedió, cuando leía sobre un crimen, no me sentí interpelada en tanto víctima virtual. Mientras que hoy, uno lee las noticias y, efectivamente, el modo, la serialización de estas noticias, los modos en que se produce el relato del crimen, lo que hacen es que el lector o el espectador, todos, nos sintamos una víctima virtual.

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