Dom 30.03.2008

EL PAíS  › OPINION

Hasta un elefante

› Por José Natanson

Las retenciones tienen una lógica económica muy clara. En primer lugar, son una forma rápida de incrementar los ingresos fiscales apoderándose de una rentabilidad que, en el caso argentino, no es resultado sólo del esfuerzo de los productores sino, sobre todo, de la decisión de Beijing de permitir que cada vez más chinos se alimenten. Sirven, además, para desconectar los precios internacionales de los precios internos: como se sabe, uno de los grandes problemas de la economía argentina es que la canasta exportadora se parece demasiado a la de consumo interno, lo cual ha creado un juego de suma cero históricamente muy difícil de romper. En el caso de la soja, aunque se envía casi totalmente al exterior, la lógica es la misma: el aumento de las retenciones apunta a propiciar otros cultivos.

Y no se trata de un invento argentino. Según las últimas cifras de la Organización Mundial de Comercio, uno de cada cuatro de sus miembros aplica retenciones. Son 40 países, en su mayoría del tercer mundo, lo cual tiene una explicación simple: los países en desarrollo concentran la mayor parte de sus exportaciones en bienes primarios, que son los que en general se gravan con retenciones, especialmente en un contexto de altos precios resultado del crecimiento económico de China y la India pero también del boom de los biocombustibles, que ha creado problemas en diferentes países, como México, donde la “crisis de la tortilla” obligó al gobierno a buscar soluciones para contener el alza del maíz. Como si fuera poco, las retenciones tienen además la ventaja de que son muy fáciles de aplicar, pues el comercio internacional suele concentrarse en pocas compañías y en dos o tres puertos, lo que reduce las posibilidades de evasión. No hace falta una AFIP muy sofisticada para cobrarlas.

En el 2005, Brasil decidió aplicar impuestos especiales transitorios a las exportaciones de tabaco y papel; en febrero de este año, Rusia elevó las retenciones a las exportaciones de trigo (hoy en 40 por ciento) y cebada (30 por ciento); Colombia aplica desde hace décadas retenciones al café; Ucrania grava la exportación de semillas de girasol, Uganda el aceite de palma y Costa Rica las bananas. En un interesante artículo publicado en La Nación, Ernesto Liboreiro, director de la Fundación Instituto para las Negociaciones Agrícolas Internacionales, explicó que incluso los países desarrollados utilizan quirúrgicamente este instrumento para apuntalar el desarrollo de un sector específico o para fines aún más particulares, como Sri Lanka, que busca cuidar su fauna mediante la aplicación de retenciones a la exportación de... elefantes.

Pero las retenciones tienen también una lógica política, de la que se habla menos. Desde Alberdi hasta ahora, los impuestos arancelarios y aduaneros, entre ellos las retenciones, no se coparticipan, es decir que van a parar íntegramente al gobierno nacional, a diferencia del IVA o Ganancias, que se reparten entre la Nación y las provincias según una fórmula compleja y ya bastante vetusta. Pablo Gerchunoff, uno de los grandes especialistas en historia económica argentina, acerca los siguientes números:

- Antes del golpe de 1976, el 50 por ciento de la recaudación iba a las provincias y el 50 por ciento a la Nación

- Durante la dictadura, como resultado de un proceso centralizador típico de los gobiernos autoritarios, el porcentaje que recibían las provincias se redujo a 32

- La recuperación democrática y la debilidad política de Raúl Alfonsín hicieron que los gobernadores lograran un incremento de su porción de la torta, en alrededor del 56 por ciento, que disminuyó una vez que Carlos Menem llegó a la Casa Rosada.

n Hoy, con los precios de los commodities por las nubes y las retenciones más altas que nunca, los gobernadores reciben la proporción más baja de recaudación impositiva de la historia moderna del país: 27 por ciento.

Es difícil exagerar la importancia de estos números, que en buena medida explican el hecho de que hoy, salvo tres o cuatro, todos los gobernadores estén más o menos alineados con el oficialismo, o que el gobierno nacional haya logrado romper la mediación provincial para construir relaciones directas con los intendentes, cuya expresión más clara es la designación en el Ministerio del Interior de Florencio Randazzo, cuya función básica consiste en articular alianzas con los municipios, especialmente de la provincia de Buenos Aires.

Las retenciones podrán no gustar, podrá aducirse que son excesivas, que no “vuelven” a las provincias o que en lugar de destinarse a recuperar la red ferroviaria se orientan a proyectos faraónicos como el tren bala, pero su lógica –económica y política– es innegable. Sin embargo, que las retenciones sean uno de los pilares de la sustentabilidad fiscal del modelo no debería ser motivo de orgullo. Quitarle recursos al campo para transferirlos al resto de la sociedad a través de subsidios a la industria, programas sociales u obras infraestructura seguramente sea la decisión correcta, pero también revela un dato negativo que no debería ocultarse detrás de la pulseada Gobierno-campo: la tremenda primarización de la estructura exportadora argentina. Según las últimas cifras de la Cepal, el 60 por ciento de las exportaciones argentinas son productos básicos o bienes elaborados a partir de ellos, mientras que en Brasil el porcentaje es 40. Los países desarrollados, que llegaron a donde nosotros queremos llegar, hacen hoy exactamente lo contrario: subsidian al agro con recursos que aporta el resto de la economía, ya sea para evitar el despoblamiento rural (Francia) o para mantener bajo control algunos precios (Estados Unidos).

Aunque lógicas y necesarias, las retenciones no deberían ser vistas como un golpe definitivo a la oligarquía sino más bien como una prueba más de nuestro (triste) lugar en el mundo.

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