EL PAíS › OPINIóN
› Por Ricardo Forster *
Ni la repetición ni el olvido constituyen absolutos de la historia; no se regresa al pasado ni tampoco se pueden eludir sus persistencias, sus marcas y sus huellas. Señalo esto porque en la Argentina de estos días se escucha con insistencia que regresan los fantasmas del ayer, aquellos que en la inflexión del primer peronismo dejaron un surco divisorio en la trama de la sociedad; de la misma manera que se vocifera que no hay futuro si no se cierran los expedientes de ese pasado de conflictos y contradicciones. Ni estamos ante una nueva alborada octubrista, con los cabecitas negras bañándose nuevamente en las aguas redentoras de la fuente de la plaza, ni se ha diluido en la noche de los tiempos la memoria de esos otros acontecimientos que siguieron escribiendo laberíntica y subterráneamente la historia siempre huidiza y complicada de nuestro país. En el medio sucedieron demasiadas cosas como para que ese país que vivió aquella historia del ’45 hoy sea una sociedad distinta (entre otras cosas, porque de las antiguas formas de la equidad y del igualitarismo que recorrieron durante décadas la geografía nacional hoy quedan fragmentos empobrecidos, formas de la desigualdad que desde la dictadura videlista en adelante se han ido profundizando en nuestra sociedad). Y, sin embargo, sigue acechando el espectro de una memoria de la equidad que, entre otras cosas, ha tornado siempre difícil someter, de una vez y para siempre, las demandas y los derechos de los sectores populares.
El peronismo, con su cohorte de figuras variopintas, presentables e impresentables, honestas y corruptas, herederas de viejas reivindicaciones y portadoras de fortunas oscuras, de luchadores sociales y de entreguistas, ha conservado, sin embargo, la cuestión de la justicia social, del entrecruzamiento del habitante de los suburbios obreros, de las villas marginales con el exponente de las clases medias urbanas; ha insistido en la visibilidad de los olvidados de la historia y eso más allá de sus manejos paternalistas y clientelistas. Algo de todo esto se manifiesta en la permanente sospecha que muchas veces muta en odio de la parte “blanca” de nuestra sociedad, odio de clase, odio contra las demandas “excesivas” motorizadas por la inclinación populista.
Pero también asistimos a una profunda transformación cultural que, entre otras cosas, ha ido pronunciando la brecha abierta entre los distintos sectores sociales cohibiendo ese ámbito de entrelazamiento que soñó como ideal el primer peronismo. La sospecha, la brutal diferenciación, la quiebra de las solidaridades, el desmembramiento de un tejido social que permitía la movilidad ascendente, los nuevos imaginarios culturales de época que han catapultado a la riqueza como bien indiscutible y deseado por sobre todas las cosas, unido a una naturalización que se ha ido operando en las clases medias respecto del imperio del mercado y de las nuevas formas de la ciudadanía privatizada, han generado, junto con cambios brutales en la esfera de lo económico y de los dispositivos tecnocomunicacionales, la emergencia de otros modos de producción de lo social, transformando, a su vez, el ámbito de lo político, el de las representaciones y el de los giros culturales de la subjetividad contemporánea. Algo de todo esto se manifiesta en el esencial desencuentro que hoy se torna visible entre los mundos populares y las clases medias urbanas y rurales.
El kirchnerismo no supo ver el calibre de estas modificaciones sustanciales de la cultura de época; creyó que alcanzaba con la bonanza económica, con esa salida “del infierno” de la Argentina del 2001, con los regresos al consumo de vastos sectores de la población más una pizca de neodesarrollismo y una retórica redistribucionista que, recién ahora y cuando tocó intereses efectivos, disparó una lógica del conflicto. Una mirada economicista que subestimó la dimensión de las transformaciones operadas en la trama de las representaciones sociales y culturales, que no supo calibrar el papel fundamental de los medios de comunicación (actores claves en la naturalización de esos valores propios del mundo empresarial y vehículo, en gran medida, de lo que hoy es la derecha en nuestro país). Tal vez, y a la luz de lo que ha venido sucediendo, el Gobierno aprenda de sus errores, de sus falsas interpretaciones y de su exceso de confianza, ingredientes no menores a la hora de permitir el crecimiento desmesurado del neogolpismo motorizado desde las protestas salvajes de los dueños de la tierra. La democracia, la que intenta huir de su anquilosamiento, se despliega en el interior del conflicto, se afirma allí donde reaparece lo político genuino expresado en la confrontación de modelos de país muy distintos, aquel que sigue sosteniendo la práctica y la retórica de las leyes sacrosantas del mercado (leyes que, insisto, naturalizan la pobreza, amplifican la desigualdad y destituyen el espacio público democrático como ámbito en el que se dirimen los proyectos enfrentados) y aquel otro (aunque debería escribirlo en plural) que piensa la relación entre instituciones, democracia y equidad como núcleo de una sociedad capaz de mejorar la calidad de vida del conjunto de sus habitantes, en especial de los más postergados.
* Ensayista, doctor en Filosofía, profesor e investigador de la UBA.
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