EL PAíS › OPINION
› Por Sebastián Etchemendy y
Philip Kitzberger *
Durante estos días fue casi un lugar común en el debate público el punto de vista liberal que se indigna con la actitud del Gobierno al permitir la acción de movimientos sociales encabezados por Luis D’Elía que desplazaron de la Plaza de Mayo a quienes manifestaban contra el Gobierno. Sin dudas es difícil justificar desde una perspectiva liberal-democrática la acción de un grupo que amenaza físicamente voces que se limitan a manifestar su descontento.
Quienes dicen profesar una cultura liberal-democrática, sin embargo, deberían intentar no caer en el vicio histórico dominante de gran parte de la tradición liberal argentina, esto es, la inconsistencia de sólo avalar un marco de reglas de juego político cuando éstas no afectan los propios intereses políticos o económicos. Un ejercicio liberal-democrático debería empezar por reconocer que, si hubo un reflejo iliberal en el Gobierno y sus defensores en la calle, éste fue un emergente, seguramente criticable, a una sucesión de dos hechos fundamentales. El primero es una huelga patronal antisistema, esto es un lockout que no sólo paraliza el sector productivo propio, sino que bloquea la circulación de bienes esenciales para la población. Avalar o no condenar enfáticamente esa acción directa, especialmente por quienes, en flagrante contradicción, denostaron los bloqueos por parte de grupos piqueteros desposeídos, constituye una inconsistencia nítida: este lockout piquetero no es parte del repertorio de las reglas de juego de una democracia liberal, que implican el derecho a manifestar el descontento, hacer huelgas sectoriales, recurrir a la Justicia o esperar el próximo turno electoral. Pero no admite sabotear mediante mecanismos no institucionales una política pública de un gobierno legítimo –que permite la libertad de expresión y respeta la independencia judicial– por errada o ineficiente que se la perciba.
El segundo hecho fundamental que dispara la acción encabezada por Luis D’Elía, la nueva bestia negra del liberalismo biempensante y las clases medias argentinas, fue la escalada que el martes por la tarde llevó el conflicto agrario a las calles de la ciudad. Es cierto que, desde un punto de vista liberal, es complicado calificar y limitar el contenido de expresiones de la ciudadanía. Sin embargo, esa tarde las pantallas de la TV se volvieron a inundar del batir de las cacerolas y de consignas que en la memoria de todos –de quienes miraban desde la Casa Rosada y de D’Elía inclusive– evocaban el vacío político, la ruptura institucional y la imagen del helicóptero en fuga de diciembre de 2001. Pasados los días se fueron diferenciando las motivaciones de las cacerolas, se ha señalado así que fueron estudiantes de Agronomía, que se trataba de señoras con nenes en una tarde tibia, o de ciudadanos disconformes con el estilo gubernamental. Pero el martes por la noche el efecto multiplicador de los medios no permitía mucho matiz y era difícil distinguir entre quienes tenían un reclamo ciudadano “normal” y quienes –que los había en algún grado– cuestionaban la legitimidad de un gobierno electo con consignas desestabilizadoras, especialmente para un gobierno que nace de, y lleva en sus genes fundantes, la experiencia de 2001. Una mirada ecuánime no puede dejar de poner la acción de los movimientos sociales que ocuparon la Plaza de Mayo en esta perspectiva. Del mismo modo, la presencia de líderes de los movimientos sociales en el palco (a pesar de las poco presentables declaraciones de D’Elía) y de Moyano el último jueves, y en la marcha del martes, muy criticada por cierta prensa, tiene una racionalidad política incuestionable: en un momento en que el Gobierno se ve asediado en las calles y rutas (es decir por fuera de las instituciones) y en la opinión pública se recuesta en su alianza con sectores populares organizados.
Es imprescindible que los hechos actuales no nos retrotraigan a la Argentina posterior a 1955. Para ello hay que criticar, como se ha hecho por doquier, la ocupación intimidante de la plaza. Pero de la misma manera, no podemos, en primer lugar, dejar de ver este episodio en el contexto más amplio de la acción directa e iliberal del sector agrario, y de la memoria del 2001. En segundo lugar, para no volver al pasado, sectores como la derecha económica, los propietarios del campo y los intelectuales liberales, como todos los demás actores, deben ser consistentes en su apoyo a las reglas de juego de la democracia política: no se puede ser liberal-democrático sólo cuando se gana.
* Politólogos, profesores de la Universidad Torcuato Di Tella.
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