EL PAíS › A PROPOSITO DE LAS CRITICAS DE CRISTINA KIRCHNER AL DIBUJO DE SABAT
La mención crítica, realizada por Cristina Kirchner durante su discurso de Plaza de Mayo, sobre una caricatura de Hermenegildo Sábat que la mostraba con la boca tapada desató una interesante polémica sobre las relaciones entre política y arte o política y medios.
Por Juan Sasturain
Lo menos y más liviano que se puede decir de la referencia crítica que hizo la Presidenta respecto del dibujo de Sábat que le puso una cruz en la boca en Clarín (“mensaje cuasimafioso”, dijo) es que fue una torpeza. Esperemos que sea así. Que fue un momento de calentura. Esperemos que sea así. Que fue un exabrupto. Esperemos que sea así. Esperemos que no se le ocurra salir a contestar/interpretar torpemente, recaliente y sacada, cada vez que le pegan por lo que dice, lo que hace o simplemente por el cómo dice y hace y no por el qué. Porque puede llegar a ponerse insoportable. Y hay peligro cierto de que eso suceda.
Para empezar por algún lado: ¿qué se puede decir de Sábat? Que es un artista extraordinario y que nunca ha hecho otra cosa que lo que hace (maravillosamente) ahora. Y que nunca ha pensado distinto, que siempre ha sido coherente. Lo conocemos desde Primera Plana, hace cuarenta años... Pasó por La Opinión de Timerman y hace más de treinta años que está en Clarín. Se bancó con dignidad las gambetas ideológico-empresariales propias del diario que lo ha tenido como editorialista gráfico durante todo este tiempo. Y salió indemne. Nunca hizo apología ni fue complaciente con la dictadura, hizo un extraordinario libro satírico sobre el Orejón Martínez de Hoz –“Siempre dije que este tipo no me gusta”—; no fue oportunista después, con la democracia; fue implacable con Pinochet, con Franco, con Bush, con los hijos de puta reconocidos pasados y presentes; ni hablar de sus trabajos de los noventa, el tratamiento satírico del Menem público y privado y su circo del terror. Quiero decir: Hermenegildo Sábat no dibujó nunca ni dibuja ahora por mandato de terceros o participa de operaciones mafiosas o conspiraciones. Sábat siempre hace –dentro de lo que sabe, puede y le permiten las circunstancias, como todos los que trabajamos en medios– lo que se le canta o –en su caso– lo que se le dibuja. Y responde desde ahí, con sabiduría, talento e independencia de criterio. El periodismo gráfico argentino contemporáneo sería bastante peor de lo que es si borráramos los dibujos del Menchi. Así que, por ese lado, la Presidenta deberá pensar que el dibujo de Sábat es (en principio y sobre todo) lo que opina Sábat. Y punto. Si le gusta, bien; y si le molesta, lo mejor que puede hacer –creo– es pensar por qué un tipo y artista sensible, inteligente, testigo cercano de la historia argentina contemporánea la dibujó así. Y ya está.
Quiero decir: la Presidenta no se tiene que dar manija. No equivocarse respecto del enemigo, saber escuchar y leer. Admitir –como le pasa a todo el mundo– que hay mucha gente que no la quiere, a la que le cae mal, a la que no le gusta su estilo más allá de las políticas que impulse. Incluso, que diferencia entre ella y su gobierno. Y que va a tener que convivir con eso. Más claro: se la va a tener que bancar. Es su obligación. Con elegancia, con inteligencia, dando el ejemplo de tolerancia y buena leche. Aunque haya quien no la tenga ni con ella ni con su gobierno. Es así. Debe ser así. Cualquier otra cosa es peor para todos.
Son las reglas del juego democrático en las que no nos debemos cagar ni poner bajo sospecha. El que ejerce el gobierno y tiene (parte de) el poder –como las actuales y legítimas autoridades– debe estar dispuesto a convivir con el disenso, la crítica constructiva o impiadosa, bienintencionada o malévola. Bancarse la ironía, la burla, el chiste pesado, incluso. Porque es un error grave suponer que debido a que hay (y la puta si los hay) intereses y factores de poder muy fuertes y dispuestos a casi cualquier cosa para torcer la posibilidad de llevar adelante las políticas económicas y sociales en las que este gobierno cree –y muchísimos acompañamos—; debido a que esos intereses existen y operan, digo, es un error suponer que cualquier referencia crítica –y sobre todo en el caso del humor inteligente– ha de ser interpretada en términos conspirativos. Hay un salto lógico en ese tipo de razonamientos que (nos) conviene no dar.
En el discurso último –habla bien la Presidenta: es clara, programática a la hora de exponer, didáctica, casi docente: el de apertura del Congreso fue perfecto en ese sentido, el mejor en mucho tiempo de un Presidente– hubo un par de cosas de su estilo oratorio y de exposición que supongo todos los que tienen orejas abiertas y años acumulados habrán notado, algunos con emocionada aprobación, otros con perpleja desconfianza: cierto evitismo un poco aparatoso. No quiero decir que la Presidenta se quiera hacer la Evita, pero cosas como “no me dejen sola” (pará...) y la idea de “atáquenme a mí, pero no al pueblo” –cito de memoria, seguro que mal, pero por ahí va la cosa– me parecen retóricamente peligrosas. Excesiva personalización, diría. El paso siguiente es hablar de “mi pueblo”. Guarda. Sobre todo porque les creo –a la Presidenta y al Gobierno en general– en la sinceridad de la convocatoria al laburo conjunto, a la concertación y negociación, a la necesaria unidad nacional hacia el Bicentenario, buena idea y buenas bases. Pero no vaya a ser que la retórica, el estilo, den señales contradictorias a los contenidos que se quieren transmitir.
Por último –y aunque sea una aclaración típica de alguien con cola de paja—, estas deshilachadas reflexiones no deberían entenderse como un ingenuo alineamiento personal con cierta manera de plantear las cosas –la oposición abstracta y absoluta entre “libertad de prensa vs. totalitarismo”— que es el habitual pretexto con el que algunos de los dueños mayoritarios del cuarto poder atacan a gobiernos que no se bajan del todo los pantalones ante los intereses que les son afines. Sabemos en qué medida las entidades que agrupan a (las empresas que poseen) los medios de prensa y comunicación suelen clamar por algunas libertades y derechos particulares, cuando no se les mueve un pelo por otros atropellos que hacen a la esencia misma de este sistema perverso, que no suelen cuestionar... Así son las cosas, también.
Pero esta vez estamos hablando del Menchi Sábat y de la presidenta Cristina Kirchner. Que quede ahí. Y con un deseo: por favor, no empecemos...
Por Sandra Russo
Hermenegildo Sábat es un artista notable, un exquisito de la caricatura, y es además un hombre admirado y respetado por actitudes como la que tomó ahora: no decir una sola palabra sobre el dibujo que publicó el martes y sobre el que escupió fuego la Presidenta. No contestar un agravio es una actitud de caballero. También es una actitud que ayuda a constituir a un agraviado. No hay voz, en la lengua, o por lo menos no se me ocurre ahora, que celebre al agraviado que contesta. Un dato interesante, que refuerza la idea de que la lengua no es más que un fabuloso aparato de poder. Cristina, sin ir más lejos, se sintió agraviada y contestó. En la puesta en escena pública, Sábat es el que no contesta el agravio, el caballero. Hubo una larga época de mi vida en la que trabajaba con caricaturistas, en Humor y en Superhumor, y sé que también para ellos Sábat es el mejor, lejos, el más admirado. Básicamente, y ése es el argumento que más veces escuché, porque él encarna más que nadie la posibilidad de la caricatura derivada en la obra de arte.
Ahora bien: sobre arte y política hay mucho escrito, no vamos a volver a escribir que la excelencia del arte no garantiza en absoluto ni su claridad ni su intencionalidad política, incluso mucho más allá de las propias intenciones de su autor. Que al fascismo lo inventó un poeta, Marinetti, que creía exclusivamente en el futuro.
Yo miro siempre los dibujos que Sábat publica en Clarín, porque me encantan, como a tantos. Y siempre el ojo busca el mensaje. Y no un mensaje mafioso o cuasimafioso, claro, pero sí un mensaje. La caricatura es una de las artes más obstruidas para liberarse de eso que en la literatura, en el cine o en las artes plásticas ya es cliché, vulgar, pesado. El mensaje, ni más ni menos. La moraleja. Un decir del autor a través de su obra. Un editorial. Un caricaturista no puede impedir que su caricatura “diga algo”, porque ésa es la esencia del oficio: no sólo captar rasgos generales de las fisonomías y reproducirlos para causar gracia, sino captar los rasgos que delaten un carácter.
El martes por la mañana me había quedado un rato largo mirando el dibujo que irritó tanto a la Presidenta. El ojo buscó, como siempre, la palabra Sábat en el dibujo, pero el mensaje era doble y, por lo tanto, confuso. Los que mejor resuelven una caricatura son los mensajes simples y fuertes. En el dibujo, a la Presidenta le salía un Kirchner del costado izquierdo de la cara. Eso era un mensaje. Pero la cosa se complicaba con la boca tachada de la Presidenta. Había que cruzar esas dos informaciones y concluir algo, desencriptar el texto. Y ahí, con esos dos signos abiertos pendientes de su reunión en un significado, podían leerse demasiadas cosas.
La que yo leí por mi cuenta, por la mañana, y me pareció realmente estúpida, era que Cristina no tiene voz propia, y que su apuntador es Kirchner. Como sé que Sábat nunca simpatizó con nada vinculado al peronismo, supuse que era un dibujo misógino, gorila, en fin, un mal dibujo. Ese es el riesgo que toma la caricatura: debe decir algo que el receptor interprete de inmediato y que coincida con su propia lectura del mundo, sea en forma consciente o inconsciente. Sábat y yo, como receptora, percibimos el mundo de maneras distintas, dormidos y despiertos. Cuando eso se hace evidente, no hay romance artístico posible.
De todos modos, por lo caliente del conflicto y por las circunstancias particulares (el texto que lo rodeaba) en las que fue publicado ese dibujo, me llamó la atención su pobreza. O decía algo demasiado trillado, demasiado meneado, demasiado bobo, o decía algo que yo no alcanzaba a entender. Las buenas caricaturas se entienden al vuelo, se comprenden casi antes de terminar de mirarlas. El final de la mirada ya es de reconocimiento.
La Presidenta lo interpretó como un “mensaje cuasimafioso”, una yunta de palabras que cayó como un kilo de masas de sabayón. Y se preguntó: “¿Qué me quieren decir, qué es de lo que no puedo hablar, qué es lo que no puedo contarle al pueblo argentino?”. Evidentemente, ella lo había leído de otra manera. Yo, la verdad, me quedé intrigada. Me hubiera gustado, pero por mi intriga, que Sábat dijera qué quiso decir con el dibujo.
Por lo demás, los caricaturistas, que siempre hicieron bien y lo seguirán haciendo cuando reclaman su total libertad de expresión, deberían comprender también que aquellos a quienes caricaturizan no firmaron con ellos ningún contrato de des-ofensa. Que es la ley de la caricatura la que dice que los caricaturizados deben guardar silencio, “soportarlos”. Es la mítica de la caricatura. ¿Pero cuál es entonces la restricción moral de la caricatura, si da por supuesto que criticarla es de por sí “intolerancia”?
En una democracia (y esto es tan obvio y sin embargo tan poco presente en los medios), todos son pasibles de críticas. Todos los sectores y todos los estamentos. El periodismo también.
Que no deban ser nunca censurados, ni las caricaturas ni los medios, no implica que no puedan ser criticados por aquellos que se sienten agraviados por sus notas o sus dibujos. La libertad de prensa no implica en absoluto el silencio obligado de quienes son a su vez criticados por los medios. Lo que implica la libertad de prensa es que todos los sectores puedan hacer públicas sus opiniones. Llega hasta ahí.
La ambigüedad promueve las interpretaciones. El artista lo sabe. Y el estilo del esbozo, de la sugerencia, en lo estilístico, es una impostación de tiempos de censura. Yo básicamente lo que escucho en los medios sobre Cristina son insultos. Me resulta hasta inquietante que se ponga en duda la libertad de prensa.
Si hay algo que deben admitir los caricaturistas es el enorme peso político de sus lecturas sin texto. Cuando el mensaje es simple y fuerte su decir es tan potente, que el principal órgano de oposición durante la dictadura fue la revista Humor. Y claro que me acuerdo de la tortuga de Illia. Pero los caricaturistas no están exentos de responsabilidades ni ubicados más allá de la crítica. Y deben hacerse cargo de sus mensajes, sin ningún adjetivo. De sus mensajes.
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