Sáb 05.04.2008

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Pausas

› Por J. M. Pasquini Durán

Después de las turbulencias de tres semanas, la sensación de calma es intensa, aunque sea más aparente que real entre los principales protagonistas. Para cada uno de ellos, ruralistas y Gobierno, llegó la hora de pasar revista a la tropa propia, revisar los daños, cerrar brechas, reponer energías y disponerse para los próximos encuentros mientras atienden los asuntos que quedaron postergados por lo más urgente. Pese a la unidad de acción, en el último acto conjunto en Gualeguaychú las entidades agropecuarias tuvieron que darle la palabra en pie de igualdad a los “autoconvocados”, una formación que se hizo fuerte en las provincias del norte y que, por ahora, sólo reconoce la autoridad de sus asambleas de base. Habrá que ver si en las próximas deliberaciones con las autoridades gubernamentales también encuentran su sitio. Aunque es la más visible, con seguridad no es la única fisura en el frente campestre, sobre todo en la Federación Agraria, que pasó de ser miembro activo de la CTA, con postulados a favor de la reforma agraria y los sin tierra, socio fundador de Frenapo (Frente Nacional contra la Pobreza), al lado de Madres y Abuelas de la Plaza, a ser la mano de obra piquetera de la Sociedad Rural y sus aliados, clásicos exponentes de la derecha política, militar y económica en la historia nacional.

El Gobierno tampoco pasó la prueba sin dejar algunos jirones en las alambradas. Aparte de ocupar el sitio coral, típico en las tragedias griegas, con seguridad la mayoría de los gobernadores desearía contar con zonas propias, acordadas con el poder central, que les permitan manejar las relaciones con sus propias comunidades sin el corsé de yeso que implica la absoluta verticalidad. El sábado anterior al acto en la Plaza, el matrimonio Kirchner tuvo que recibir en Olivos a un grupo de intendentes del Gran Buenos Aires que estaban molestos porque hasta ahí eran de palo en las interlocuciones de la jefatura política del Gobierno y del PJ. “Si quieren trabajar sólo con Moyano y D’Elía, que ellos le llenen la Plaza”, rezongaban los más ofuscados. No eran los únicos que tenían acotaciones al margen del guión oficial, puesto que en la misma intimidad de la Casa Rosada reconocían errores de tiempo, modos y procedimientos, pero quién sabe si alguna vez aceptarán los yerros, aunque sería un paso adelante si los corrigieran en lugar de persistir en ellos con el ya inútil argumento que mostrar debilidades favorece al contrario. Fue un criterio aplicado con devoción por las izquierdas proso-viéticas hasta que el Muro de Berlín les cayó encima, pero sin ir más lejos bastaría con hacer memoria de los sordos ruidos que se dejaban oír en los interiores del gobierno de la Alianza hasta que era demasiado tarde, salvadas las diferencias, por Dios, antes que nadie se ofenda por las comparaciones. Es impensable que en la confrontación cualquier gobierno se deje contar las costillas, pero en los momentos de reflexión siempre es útil apagar las euforias fáciles y las razones sentimentales.

El capítulo que viene de las negociaciones será arduo y agotador, porque es previsible que las agendas del Gobierno y los desabastecedores tengan tamaños y sentidos bien diferentes. Los funcionarios quieren acotar el debate a los temas enunciados por el ministro de Economía a favor de los pyme del campo, mientras que sus interlocutores ambicionan correcciones en todos los frentes. Así coincidieran en temas puntuales, no es un secreto que hay visiones contrapuestas, para no decir modelos diferentes de desarrollo porque suena demasiado terminal. Si la diferencia es de modelos en términos absolutos, es mejor que aprendan a comunicarse por señas, como los sordomudos, porque hablando jamás se van a entender. Hay, sin embargo, entre esas dos miradas distintas algunas zonas intermedias, ni blancas ni negras, grises, donde podrían encontrar puntos de encuentro. Por lo pronto, los productores que trabajan la tierra señalan a menudo que las deficiencias burocráticas esterilizan las mejores intenciones de la cúpula oficial y, por cierto, que no les debe faltar razón. Los trámites para los reintegros son engorrosos, los subsidios y créditos requieren gestiones interminables y, por eso entre otros motivos, prefieren que en lugar de devolverles no les saquen. Una revisión prolija del circuito por donde viaja la relación desde la cima a la base y un afinado sistema de control tal vez ayudaría a disipar malos humores justificados. Nada más ineficiente que el Estado –cuya reforma completa nunca se realizó– cuando los expedientes tienen que viajar solos por los laberintos burocráticos.

Por otra parte, es innegable la voracidad recaudadora del Gobierno, que aplica, además, un régimen impositivo de una severa inequidad, pero más allá de las suspicacias, con fundamentos reales o imaginarios, los volúmenes de reservas y de superávit, combinados con un plan de obras públicas que abarca al país y a la integración sudamericana, más un festival de subsidios que sostienen desde la cotización del dólar a las tarifas de los transportes públicos, amén de los precios internos de la mercadería agropecuaria de consumo popular, muestran destinos ciertos de los fondos públicos. La presidenta Cristina subraya en sus intervenciones que si el presente año termina con tasas de crecimiento similares al último lustro, el balance superará cualquier período anterior, aún los más benignos del bicentenario argentino. Todo es válido, pero no alcanza la plenitud de su sentido cada vez que las ciudades son patrulladas por familias misérrimas que revuelven la basura y ni qué decir de las zonas del interior menos favorecidas. Cada vez que las inclemencias climáticas muestran la miseria provinciana en las pantallas de la televisión, estremece el más elemental sentido humanitario.

En cada uno de esos momentos, lo mismo cuando se registra el estado de hospitales, escuelas, viviendas, cualquier ciudadano dispuesto a creer en el proyecto oficial se pregunta con todo derecho: ¿Y la riqueza quién la tiene? ¿Si la producción no alcanza, por qué no extender las fronteras agrarias, del mismo modo que se promueve y celebra la expansión de las fábricas industriales? Son comprensibles las retenciones, pero no hay conocimiento de los programas que le pongan fin a los paisajes desgarradores y hay muy pocos justificativos –después de un quinquenio tan extraordinario– para que tanta miseria sobreviva. El primer plan quinquenal del peronismo no terminó con el latifundio ni exterminó a los ricos, pero cambió de raíz la calidad de vida del pueblo. Si ahora el crecimiento económico va a superar ese momento, ¿no hay derecho a esperar una reforma social de semejante dimensión? En la propaganda oficial el período Néstor echó las bases y el de Cristina sería el cambio, o sea la continuidad superadora. Es posible que al repasar el camino recorrido desde lo alto, el trayecto parezca más florido que mirándolo desde abajo, pero en todo caso hace falta apurar el paso, aunque falte aliento para la carrera.

El rumor de la calle espera más y, según las encuestas, todavía la mitad más uno confía en que llegará el cambio prometido. El Gobierno no puede aguardar tiempos de tranquilidad, porque la impaciencia social no está aguantando desde hace cien días, sino desde el año 2003, debido a que este período es la continuidad del anterior y no sólo por el apellido. A lo mejor no es la cuenta adecuada, pero la presidenta Cristina debería aceptar que la luna de miel que merece todo gobierno, ella la vivió como primera dama y si quiere otra, como Presidenta, tendrá que ganársela haciendo y peleando al mismo tiempo. Hace bien en subrayar que gobierna para todos, porque los que la atacan pretenden reducirla a tamaños facciosos, pero las urgencias están entre los que menos tienen, tanto en la ciudad como en el campo. Los críticos, como Natalio Botana, sostienen otro balance: “Durante el gobierno de Néstor Kirchner se acentuó la impronta hegemónica del régimen de gobierno de nuestra democracia. Hegemonía, no tanto por la duración del régimen (un quinquenio luego del colapso de 2001-2002), sino por la concentración de las decisiones en el Poder Ejecutivo Nacional. La silueta de un principado sobresale pues en el paisaje de una democracia electoral por demás activa. Esta fusión del poder de mandar y del poder de legislar se acopla con un estilo de confrontación que convierte a los adversarios en enemigos y somete la diversidad plural del presente a los dictados de una ideología regresiva anclada en el pasado” (La Nación, 03/04/08).

Visiones como las de Botana son filtradas en el ánimo de las clases medias por un poderoso aparato mediático que la Presidenta critica y ataca, a veces hasta la exageración, pero que el Estado con sus recursos no contrarresta, porque sus aparatos publicitarios no se dirigen al ciudadano, ni polemizan con los argumentos críticos, sino que se dedican a las alabanzas, a lo mejor porque sus autores creen que así defienden mejor la gestión cumplida. La presidenta Cristina, con tino, repite que en su gobierno la política es el instrumento para el cambio. También, según Paul Valéry, “la política es el arte de impedir que la gente meta el pico en aquello que la protege”.

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