EL PAíS › OPINION
› Por Mario Rapoport *
En la edición de ayer de Página/12, el panorama económico abordó la inflación y la receta ortodoxa del enfriamiento, en base a supuestos que se asignan erróneamente al keynesianismo. El prestigioso economista Mario Rapoport suma su colaboración para evitar repetir las recetas que implicaron el fracaso económico y elevados costos sociales.
La discusión sobre la aparente opción de crecimiento económico vs. inflación hace poner la piel de gallina cuando uno escucha o lee un discurso que se creía superado. La ortodoxia, que salió expulsada del estadio por la puerta de atrás (la única que quedaba antes de que se viniera abajo), ahora, una vez reconstruido o al menos en parte, procura entrar por la ventana. ¡No crezcamos demasiado, eso atrae en la lámpara de mesa el bicho feo de la inflación! ¡Enfriemos la economía para evitar los efectos del calentamiento global y su infernal humo inflacionario! Por supuesto, desacelerar el consumo y reducir el gasto público, sobre todo en salarios, jubilaciones y, por qué no, en inversiones, que pueden venir de afuera con la congeladora de la estabilidad. Y si es necesario, para hacer descender la inflación subir las tasas de interés, que total el crédito sólo sirve para los pobres empresarios, sectores medios o asalariados que necesitan financiarse. En cambio, no les hace falta a los inversores de las torres de lujo, cuya liquidez, conservada aquí o, más probablemente, en el exterior, es en muchos casos producto de pasadas habilidades especulativas, que rindieron sus frutos cuando las finanzas contaban más que la producción.
Todo esto viene a propósito de un excelente artículo de Alfredo Zaiat (panorama económico publicado ayer en Página/12), que menciona a economistas presuntamente keynesianos, o vestidos a la moda keynesiana, interpretando al maestro inglés de un modo muy particular. Según ellos, Keynes no tenía una sola versión sino dos para enfrentar los avatares de la coyuntura económica. En la depresión, se debían poner en práctica políticas activas del Estado, gasto e inversiones públicas, etc. En una economía en auge, pero recalentada por la inflación, convenía en cambio hacer exactamente lo contrario, enfriar la economía, subir las tasas de interés, etc. Debemos recordar, ante todo, que Keynes no era Schumpeter: no tenía una teoría de los ciclos; lo que quería era salvar al capitalismo de la peor depresión de su historia. Más que el largo plazo, miraba el corto. Pero tampoco era ciego y para eso no es necesario recurrir sólo a su Teoría General, escarnecida por horrendas traducciones (y un inglés enrevesado si nos atrevemos con el original) aunque bienvenida ahora con el esclarecedor libro de Axel Kicillof, donde por fin reaparece el verdadero rostro del keynesianismo que la ortodoxia parecía haber borrado de la teoría económica.
Keynes conocía bien la historia y era un perspicaz analista de las desventuras económicas de su tiempo, que seguía paso a paso. El mejor ejemplo, menos conocido que sus Consecuencias Económicas de la Paz, son sus Essays in Persuasion (The Royal Economic Society, Londres, 1972), una colección de textos cortos que escribió mayormente en los años ’20 y principios de los ’30. Allí se expresa sin ningún pudor académico, como un experto periodista económico aunque, por supuesto, los aportes teóricos subyacen también en cada escrito. Keynes confesaba modestamente en el prefacio que los habría podido titular Essays in Prophecy and Persuasion, porque desafortunadamente tuvo más éxito en la profecía que en la persuasión de sus contemporáneos. Pero en esos escritos encontramos la respuesta a la pregunta casi existencial que Zaiat les plantea a los economistas keynesianos en torno de nuestra maldita inflación. ¡Convenced al gobierno de arreglar el desastre del Indec, dad recetas correctas para resolver la cuestión antes que éstas provengan de nuestros inefables y eternos ortodoxos!
Entonces, volvamos a Keynes, y a lo que él pensaba en torno del problema de la inflación, buceando en esos ensayos, precursores de su Teoría General pero más sencillamente escritos. Ante todo, Keynes sostenía que la moneda “no tenía más importancia que por lo que ella permitía adquirir. Así, una modificación de la unidad monetaria que se aplica uniformemente y afecta a todas las transacciones de una misma manera no tiene consecuencias”. Sin embargo, “una modificación del valor de la moneda, es decir, un cambio del nivel de precios, importa a la sociedad en el momento en que su incidencia se manifiesta de manera desigual” (pág. 59). O sea, alterando los precios relativos. En este sentido, la inflación afecta el reparto de las riquezas, mientras que la deflación la producción de bienes. Pasamos por alto que la realidad es más compleja y supone, en cada caso, situaciones distintas y ganadores y perdedores diferentes. Pero Keynes concluye, “la inflación es injusta y la deflación inoportuna. Quizás la deflación es la peor de las dos si se hace abstracción de inflaciones extraordinarias como la de Alemania” (en 1923). En efecto, en un mundo empobrecido “es peor provocar desocupación que frustrar al rentista en sus esperanzas” aunque “los dos son males a evitar” (pág. 75).
Sin embargo, en un escrito posterior, conociendo ya los efectos de la crisis del ’30 señala: “la deflación significa una transferencia de las clases activas a las clases pasivas de la sociedad. (...) es verdad que la inflación y la deflación son las dos injustas –vuelve a advertir– (...) pero mientras que la inflación, aligerando la carga de la deuda pública y estimulando a las empresas, ofrece una ventaja que puede ser puesta de un lado de la balanza, la deflación no aporta ninguna compensación” (pág. 168).
Con un tipo de cambio fijo y sobrevaluado tuvimos en la Argentina deflación y desocupación mientras que, con la recuperación posterior, asistimos a un proceso de crecimiento sostenido y a una inflación todavía moderada para las pautas argentinas (recordemos a los desmemoriados que los picos máximos de crecimiento del PBI en los últimos cincuenta años fueron en 1964 y 1965 del 10,3 y el 9,1 por ciento, respectivamente, acompañados por índices de inflación del 22,2 y el 28,6 por ciento, en cada uno de esos años). Keynes no dudaría en su elección, como no dudó tampoco en criticar la vuelta al patrón-cambio oro que impuso Mr. Churchill en 1925 y que condujo al desastre a la economía inglesa.
Finalmente, en su último ensayo de este libro How to Pay for the War, (“Cómo pagar la guerra”, de 1940), nuestro autor abogaba por dos temas aborrecidos en la Argentina: el control de precios y un sistema de ahorros voluntarios y de impuestos especiales a las ganancias extraordinarias, más aún si se llegaba a producir una espiral inflacionaria. En cualquier caso, Keynes no resulta bien visto desde hace tiempo por algunos sectores de poder en la Argentina. Sus ideas eran extremadamente poco ortodoxas para lo que, en el imaginario de esta gente, debería corresponder al pensamiento de un lord inglés.
* Economista e historiador.
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