EL PAíS › OPINION
› Por José Natanson
Desde que la semana pasada el FMI y el Banco Mundial advirtieron sobre el incremento del precio mundial de los alimentos, se ha puesto de moda alarmarse por los problemas que genera el nuevo fenómeno de la agflación (mezcla de inflación y agricultura): la renuncia del primer ministro de Haití, las protestas callejeras en Camerún, el aumento del pan en Brasil y la decisión de Ucrania de restringir las exportaciones de granos. En este tema, como en tantos otros, Argentina no está sola en el mundo, aunque pocos países han llegado al extremo de Filipinas, cuyo secretario de Justicia, Raúl González, prometió un cambio en la legislación que haría las delicias de Guillermo Moreno: cadena perpetua a los acaparadores de arroz.
Suele decirse que la causa de todo esto es el crecimiento de China. Aunque desde luego es cierto, las cosas son un poco más complicadas. Si no, parecería que un chino decide agregarle unos gramos de carne al chaw fan y acá nos quedamos sin bife de chorizo. En realidad, la expansión China es el principal, pero no el único motivo por un kilo de asado en el supermercado de mi barrio cuesta ¡15 pesos!
Veamos.
La formidable necesidad de alimentos de China es la causa principal de los altos precios. Pero incluso esto tiene más de una explicación. La primera es el crecimiento poblacional. Pese a la política de un solo hijo, la tasa de crecimiento vegetativo de China es de entre 12 y 13 millones de personas al año, en buena medida resultado de una expansión económica de dos décadas a un promedio del 9 por ciento, que se produjo en simultáneo con un cambio cultural que también se explica por el giro hacia a la economía de mercado. En suma, más chinos, con más dinero (el PBI per cápita ya llega a los 2200 dólares), que comen más (el consumo de alimentos en las últimas dos décadas se multiplicó por 3,5 en las ciudades y por 2 en el campo) y que además tienen hábitos más occidentales: en los últimos veinte años, la composición de la dieta china, tradicionalmente dominada por el arroz, los vegetales y en menor medida el cerdo y los productos acuáticos, ha cambiado: el consumo de carne vacuna, según datos oficiales, se incrementó 29 por ciento, y el de huevos 113 por ciento. Y nada indica que la tendencia vaya a modificarse, pues China todavía consume relativamente poca carne de vaca: 4,7 kilos per cápita al año contra 10,7 de Japón, 12,3 de Corea del Sur y 40 de Estados Unidos.
Estos cambios presionan sobre el precio de la carne y también sobre el de los granos, pues se necesitan 7 kilos de granos para obtener 1 kilo de carne de vaca, contra solo 4 para conseguir 1 kilo de carne cerdo y 1,7 para obtener 1 kilo de pescado. Y a esto hay que sumar el acelerado proceso de urbanización que acompañó el crecimiento económico y que ha hecho que hoy casi el 45 por ciento de la población china, 577 millones de personas, viva en ciudades. Naturalmente, la expansión urbana le quita tierras a la agricultura. Y se combina con otras necesidades económicas, como la construcción de la represa de las Tres Gargantas, la obra de infraestructura más grande desde la Muralla China, con 185 metros de altura sobre el río Yangt, que obligará al gobierno a reubicar en ciudades a... 2,3 millones de personas.
Sergio Cesarín, el principal especialista argentino en China, sostiene que se trata, en definitiva, de distintas expresiones del proceso de modernización de las últimas décadas. “La política de diversificación alimentaria, por ejemplo, fue impulsada por el gobierno, que fomenta la inclusión de otros elementos a la dieta. Hace una o dos décadas era impensable que un chino tomara un yogur. Hoy es bastante común.”
–¿Pero el gobierno chino no previó los problemas que iba a generar?
–Hasta cierto punto, sí. Se desarrolló una política alimentaria importante. Se empezó a generar ganado en las estepas de Mongolia y en el Sur, sobre todo mediante el método feed lot. Pero no alcanza y la inseguridad alimentaria es uno de los grandes problemas del país. China no logra autoabastecerse de alimentos y necesita permanentemente buscar socios, como Argentina o Brasil. Aun así, el año pasado la inflación fue de 8,7, lo cual puede generar tensiones sociales. Es curioso, pero China exporta al mundo deflación industrial, porque ha bajado los precios de los productos manufacturados, pero importa, y ahora también exporta, inflación de alimentos.
La expansión china es sólo una parte de la explicación. Increíblemente, en los últimos años cada vez más zonas del Tercer Mundo han registrado un crecimiento económico importante. No sólo el Este asiático, con los milagros de China y Vietnam, sino también India, con una expansión promedio del 6 por ciento en la última década, América latina (5 por ciento en los últimos cinco años, la mejor marca de las últimas tres décadas) y hasta Africa: según la Comisión de Naciones Unidas para Africa, el continente creció un asombroso 6,2 por ciento en el 2007. Todo esto implica más personas incorporándose al mercado de alimentos, un poco como resultado del derrame del crecimiento y otro poco por los programas sociales cada vez más masivos: se estima que el Bolsa Familia, el programa de transferencia de ingresos creado por Lula en Brasil, hoy llega a 44 millones de personas.
Otro motivo es el controvertido boom de los biocombustibles. Nacidos como promesa de reducir la contaminación por monóxido de carbono y fomentar la agricultura, los biocombustibles –la generación de energía a partir de productos agrícolas, básicamente caña de azúcar, pero cada vez más también soja y maíz– han entrado en una etapa de controversia. Se discute el balance energético, si la energía que se necesita para producirlos y transportarlos no es mayor que la que generan. Y a esta altura hay pocas dudas de que los biocombustibles están absorbiendo alimentos o presionando sobre otros cultivos, lo que ha hecho que la Unión Europea comience a discutir si deben o no formar parte de las fuentes renovables que deberá cumplir el compromiso de incorporar un 20 por ciento de energías alternativas antes del 2020. Como sea, los efectos sobre los alimentos son automáticos –la crisis de la tortilla que estalló en México es resultado del alto precio del maíz que Estados Unidos utiliza para producir etanol– e indirectos: las especulaciones sobre el precio de los granos a futuro han generado un aumento de los valores actuales.
Finalmente, la aventura de George W. Bush en Medio Oriente también aporta lo suyo. La invasión a Irak y la política de confrontación con Irán generaron una persistente inestabilidad en dos de los principales productores de petróleo del mundo que, en combinación con tendencias estructurales, como el incremento de la demanda china y la dificultad de los países desarrollados para moderar su voracidad energética, mantienen el precio del barril por arriba de los 100 dólares. Esto encarece los costos de transporte y producción, lo cual eleva el precio de los alimentos, y genera un impulso natural a los biocombustibles, que sólo resultan rentables en este contexto de precios altos.
En América latina, los principales perjudicados son los países pobrísimos, como Nicaragua o Haití, y los importadores de alimentos, como Venezuela, donde una cultura rentista de décadas destruyó el sector agrícola e hizo que hoy se deba importar el 70 por ciento de los alimentos que se consumen. Pero ésta no es la situación de Argentina. Comparativamente, el nuestro es el país de la región que exporta más productos agrícolas o bienes elaborados a partir de ellos: 40 por ciento según la Cepal, contra el 26 por ciento de Brasil, donde el peso de la industria es mucho mayor, y el 20 por ciento de Chile, donde el cobre sigue siendo el principal producto de exportación. Por todo esto, Argentina debería ser el país que más se beneficia de la agflación. Y en buena medida es lo que está ocurriendo, aunque la resistencia de los productores agrarios, la falta de timming del Gobierno y la insólita política de negar la inflación e intervenir el Indec por momentos nos hagan pensar que no es así.
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