EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
El mapa fue publicado en el Financial Times, medio insospechado de populismo sudaca. Es un mapamundi en el que una cantidad importante de países están pintados a franjas blancas y rojas: casi toda Asia, algunos de Europa oriental y Oceanía, un par de Africa, la Argentina. Son los Estados que han impuesto restricciones a la exportación de alimentos. El FT explica que se expande una doble tendencia: la de los países productores que cierran sus fronteras para proteger a sus habitantes del aumento de esos productos. En otros, sustancialmente importadores, las respuestas son subsidios a los consumidores e incentivos muy generosos a productores locales. El balance, restricción de la oferta y alicientes a la demanda, concluye favoreciendo el ya sostenido aumento de precios. El espíritu de Thomas Malthus, tal vez, refriega sus manos en el más allá.
El ejemplo debería ayudar a comprender una referencia subestimada en las lecturas del conflicto con “el campo”. La tensión de intereses entre los productores agropecuarios y otros argentinos, en tanto consumidores, no es un ardid (ni una pura deficiencia) del kirchnerismo. Es un dato duro (en cualquier acepción del término) que se propaga en el tiempo y el espacio: fue clave en la historia doméstica durante más de un siglo y es central en la crónica mundial de estos días. El ombliguismo del día a día obtura la visual: la inexistencia de Javier de Urquiza o los modos altisonantes e ineficaces de Guillermo Moreno no son el alfa y el omega de un problema que pone en vilo a tantos gobiernos del planeta.
De lo cual debería deducirse que conciliar los intereses en tensión no es cosa sencilla. Y que ese esfuerzo denodado sólo puede ser encarado por el Gobierno, único representante del interés general que forma parte de la ya incordiante negociación. Las entidades del campo, en el mejor de los casos, representan a sus mandantes. No tienen ni los saberes ni las competencias para atender a tantos intereses en cuestión. Y está por verse, por lo menos para varias de ellas (empezando por la de los cofrades del procesado José Alfredo Martínez de Hoz), si les importa la suerte de sus compatriotas.
Suponer que la aceptación charra del pliego de condiciones de cuatro corporaciones, hecho en un plazo angustiante, será la panacea para un intríngulis que concierne a sectores muy diversos es creer en la magia. En el mejor de los casos.
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El hombre que atrasa: El Gobierno, ya se dijo bastante, enfrenta al mismo tiempo varias crisis que le han sustraído la capacidad para fijar la agenda. También se ha puesto de manifiesto la fatiga de varios de sus cuadros principales y, quizá, de su modelo radial, muy concentrado, de gestión.
Muchos cuadros de situación (incluidos los de sus contrapartes en el “diálogo”) describen internas fuertes entre líneas conciliadoras e intransigentes, cuando no entre “cristinistas” y “nestoristas”. El cronista, hasta recibir prueba en contrario, las supone exageradas y simplistas. Algo similar cabe decir de conductas que se atribuyen a Moreno, como la de irrumpir en cónclaves a los que no estaba invitado. Más congruente con la lógica de la Presidenta y del ex presidente es traducir que el inefable secretario de Comercio Interior participa de la pulseada haciendo de “Moreno”, una versión folclórica del policía malo.
El mayor déficit de Moreno, a esta altura de la soirée, no es que sea un francotirador o un agente de una línea interna: es que atrasa. Expresa tácticas y recursos que fueron medianamente fértiles hace unos años, en cualquier otro escenario. En una coyuntura nacional e internacional más peliaguda y desafiante, apela a un instrumental oxidado por el uso y el paso del tiempo. Seguramente la ecuación subjetiva agrega su cuota: a mayor impericia, mayor sobreactuación haciendo de sí mismo. Si ésa es una de las “dos almas” del Gobierno, late un error de diagnóstico preocupante, más allá de si existe o no doble comando.
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Tranqueras adentro: El oficialismo cometió un error germinal al unificar a todos los productores en su contra en la protesta, sin hacerse cargo de las diferencias que anidan a su interior. Miguens, un portador de todos los tics de la oligarquía argentina y dueño de 2200 hectáreas en el corazón de la Pampa Húmeda, fue homologado con Silvio Corti, director de la Federación Agraria Argentina (FAA), que no llega a tener 20 hectáreas en San Pedro.
En espejo cuesta entender qué factor, más allá de la capacidad para meter presión, aúna a socios tan distintos. La FAA reclama más intervención pública, los portavoces de la Sociedad Rural alertan contra el colectivismo de lo ya existente.
La FAA proclama que el acceso a la leche debe ser un derecho humano, como ocurre con el agua. Y propone que se sumen miles de nuevos tamberos a esa actividad, cuya concentración denuncian. Hugo Biolcatti, el vicepresidente de la SRA que emitió declaraciones racistas (que ninguno de sus aliados tuvo la nobleza de criticar), es quizás el mayor propietario de vacas de Sudamérica, con decenas de miles de cabezas.
La FAA rezonga porque el Gobierno es avaro con los reintegros y subsidios (que sin embargo cuestan lo suyo) pero tiene el buen tino de elogiar la tendencia y lo logrado con relación a las carnes. Por debajo, sus dirigentes confiesan estar desbordados por los autoconvocados, a quienes los medios electrónicos potencian como intachables dirigentes populares. Cero evaluación acerca de si sus amenazas no incursionan en la ilegalidad. Cero interés en preguntarse cómo vuela un dirigente popular sin recursos de un lugar a otro. Si Hugo Moyano o Luis D’Elía plantearan reclamos amenazando desabastecer a todo el país en caso de no tener aceptación plena en menos de un mes, otro gallo periodístico cantaría. Pero, como enfatiza el filósofo nietzscheano Biolcatti, hay piquetes blancos y otros negros, adivinen en qué orden de jerarquía.
Así las cosas, se esbozan dos dudas de manual. La primera es si el Gobierno y la FAA podrán encontrar comunes denominadores que están latentes, minimizando sus respectivas limitaciones y controlando sus desbordes retóricos.
La segunda, parte de la anterior, es si la FAA podrá (o si ya está pudiendo) hacer primar su estrategia dentro de la del conjunto o terminará conducida, en pinza, por la radicalidad de los autoconvocados y la claridad conceptual de la derecha “del campo”. Muchos discursos de autoconvocados ya no tienen ni el barniz de la visión progresista-chacarera de la FAA y se parecen (salvo por la apariencia de los emisores) como gotas de agua a la Vulgata de la derecha autóctona.
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Puertas adentro: No es cuestión menuda negociar con cuatro grupos de interés a esta altura visiblemente dominados por sus alas extremas. Y es lógico que el Gobierno no se someta a ultimátum o fechas límites contra la presión de otro corte de rutas con requisas de camiones y desabastecimiento. Esas premisas innegables no excluyen la necesidad de articular con los actores de la producción (“buenos” o “malos”, queribles o no para imaginarios progresistas o nac & pop), de concertar con ellos, de planificar pensando más allá de sus estrechos horizontes particulares pero sin dejar de atenderlos.
Las burguesías nacionales, vistas de cerca, no son formidables. Pero un conjunto expandido en toda la geografía nacional, que produce bienes estratégicos y habita acá debe ser atendido, lo que no debe confundirse (muchos lo hacen hoy día) con aceptar sus demandas a libro cerrado.
Los sucedidos de la semana subrayan un nivel alto de intransigencia y crispación en los debates públicos. Particulares desaprensivos afectan la vida cotidiana, quizá la salud y los negocios de muchos otros argentinos: la oposición hace una elipsis absoluta de esa responsabilidad primaria y dirige todos los cuestionamientos al Gobierno. Este trata de asociar esa suma de inconductas individuales en el debe colectivo de los productores agropecuarios.
Un observatorio de medios, una necesaria ley de radiodifusión se debaten como si pusieran en juego más que intereses sectoriales y afanes políticos.
El oficialismo sigue sin encontrar un perfil propio. Le faltan creatividad y adecuación para ponerse al frente de una etapa menos afligente que la previa pero más compleja, que ayudó a parir. Es un problema de todo el kirchnerismo (incluyendo al ex mandatario demasiado enfrascado en la pelea) y no sólo de la Presidenta. Pero resalta mucho la diferencia con lo ocurrido en 2003 y 2004, cuando Néstor Kirchner tenía una lectura inigualada de las oportunidades que habilitaba la coyuntura.
En medio de la humareda, el ex presidente decidió redoblar su apuesta a la gobernabilidad centrada en el peronismo realmente existente. En ese terreno, la iniciativa es suya. En un tablero más grande, el Gobierno sigue sin encontrarla.
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