Dom 20.04.2008

EL PAíS  › OPINION

El síndrome Cattamarancio

› Por Juan Sasturain

Hay un cuento de Fontanarrosa –parece que siempre hay uno– que se llama “Qué lástima, Cattamarancio”. Muchos lo recordarán. Se publicó en la revista SuperHumor en 1981 o 1982, es decir, en las postrimerías de la Dictadura, y después el Negro lo recogió en uno de sus primeros libros. El relato es una memorable sátira a las transmisiones futboleras al estilo José María Muñoz, el “relator de América”, con sus conexiones múltiples y su infinita capacidad para achatar, nivelar, ecualizar realidades, mezclar voces y proponer consignas desde la omnipotencia berreta (y alienada) de una cabina de transmisión deportiva.

En el cuento de Fontanarrosa, la voz del relator va mezclando en un crescendo patético las incidencias del partido que transmite con las alarmantes noticias que le llegan del exterior (la Realidad, digamos: el resto del universo que sigue existiendo fuera de la cancha) hasta llegar a trivializar la catástrofe que, en forma de densas y ominosas nubes verdes, se cierne sobre la cancha. Es decir: se aproxima poco menos que el Apocalipsis y el relator corta esas informaciones –me acuerdo ahora que el de la conexión se llama Ortiz Acosta– porque tiene que transmitir un corner. Llega el envío y una vez más se lo pierde el delantero que ha tenido una tarde fatal para el arco: “Qué lástima, Cattamarancio”, dice el relator y la pelota sale del área y el fútbol sigue mientras las nubes verdes ya cubren el estadio.

Publicado en ese momento y con el fresco recuerdo del Mundial ’78 y del vergonzoso papel cumplido por los voceros deportivos de la versión oficial de la “campaña antiargentina” acuñada por la Dictadura, el texto de Fontanarrosa adquiría una significación política (hoy acaso diluida) que se sumaba al soberbio humor negro del Negro.

Viene al caso el cuento porque en estos días –sobre todo la noche que volví con el Obelisco borroneado a casa, prendí la tele y me encontré con González Oro y el incombustible Menem dando clases de terror político por el canal de Hadad– me volvieron una y otra vez las imágenes del cuento de Fontanarrosa. Quiero decir: no es que hoy con la cerrazón del cielo y el humo insidioso se esté viniendo el Apocalipsis mientras la tele nos distrae con boludeces. Nada de eso. No hay Apocalipsis sino quema de pastos con más o menos mala suerte o mala leche. Pero es como si se diera el Síndrome Cattamarancio invertido: estamos parados en un lugar de pensamiento y especulación (en el doble sentido, filosófico y político) en que todo signo pide, casi exige, se regala, para ser leído apocalípticamente.

¿Quién no ha oído decir ligera, “inteligentemente”, en estos días, que esto –la quema y el humo– no es sino un símbolo de cómo está el país, de lo que pasa? Incluso la remanida idea de la “cortina de humo” que se le regala a la cómoda suspicacia. Es tan fácil leerlo como metáfora de la incapacidad del Gobierno para reaccionar a tiempo y bien ante “los problemas que queman”, como condensar en este supuesto “gesto del campo” toda una manera de cargarse al resto del país, cagarse en los demás.

Paremos la mano. Basta de soplar las llamas. Mejor soplemos el humo. Y tratemos de ver mejor.

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