› Por José Natanson
¿Puede el campo convertirse en el eje de un polo opositor? Tres meses atrás la pregunta hubiera sonado absurda, pero ahora tal vez valga la pena formularla. Los primeros que parecen creerlo son algunos –no todos– líderes de las entidades de productores, junto a organizaciones como Pampa Sur, incipiente formación política conducida por la santafesina María del Carmen Alarcón, que llama directamente a construir un partido agrario. ¿Será posible?
Implícitamente, el proyecto conecta con la persistente idea del éxito de la Argentina de las vacas y las mieses, esas dos o tres décadas que llegaron a su apogeo en los festejos del Centenario. Historiadores e intelectuales coinciden en la prosperidad de aquel momento. “El crecimiento económico derivado de la excepcional expansión de la frontera agropecuaria creó riqueza, la concentró regionalmente y generó una nueva estratificación con altas tasas de movilidad social”, escribieron Natalio Botana y Ezequiel Gallo en De la República posible a la República verdadera (Emecé).
En ese entonces, el país tenía el PBI per cápita más alto de la región, doblando al de Cuba, que seguía en prosperidad, dato que está en la base del mito de que la Argentina era, en aquel momento y luego nunca más, una nación desarrollada: algo tan absurdo como afirmar que la Venezuela saudita de los ’70 –con un PBI per cápita que duplicaba el de Francia– o los Emiratos Arabes actuales –con un ingreso por persona superior al de Alemania y Francia– son países desarrollados. Pero no importa: confundir desarrollo económico con buenos términos de intercambio es la esencia del mito agroexportador de la Argentina dorada.
Lo notable es que también el Gobierno parece creer que la incidencia social y mediática de la protesta rural podrá transformarse en potencia política arrolladora, al menos a juzgar por su insistencia en descrubrir debajo de cualquier baldosa nuevas uniones democráticas o reediciones pos-modernas de viejas dicotomías del estilo peronismo-oligarquía.
Una mirada más fría debería no desmentir pero sí matizar estas percepciones. Los números de la economía evidencian que, en realidad, la Argentina es un país menos agropecuario de lo que habitualmente se piensa. Como demuestra el informe elaborado por Javier Rodríguez para el Cenda (“El sector agropecuario en el producto y el empleo”), el campo genera sólo el 6 por ciento del PBI y emplea un porcentaje reducido de la mano de obra: 11,4 por ciento de la población económicamente activa incluyendo a los trabajadores de las industrias alimentarias.
Si la importancia global del campo como actor económico debe ser relativizada, más aún su capacidad de construcción política, condicionada por una heterogeneidad estructural imposible de disimular: lo que se autodefine como “el campo” es un amasijo contradictorio en el que unos 200 mil agricultores familiares de bajísima productividad conviven con los productores pequeños y medianos de la Pampa Húmeda, los nuevos pools de siembra (los Grobo, con 150 mil hectáreas, lideran el ranking) y empresas como Cresud (395.429 hectáreas según datos de Eduardo Azcuy Ameghino).
En estas condiciones, parece difícil que los productores agropecuarios puedan convertirse en –digámoslo de la vieja forma– una fracción de clase capaz de subordinar y poner en función de sus intereses al resto del poder económico, que es lo que parecen pretender algunos y sospechar otros. La cautelosa posición de la Unión Industrial Argentina y la Cámara de Comercio, que el viernes pasado se negaron a sumarse orgánicamente al paro convocado por la Federación Agraria, demuestra la voluntad de no involucrarse a fondo en una pulseada que les resulta básicamente ajena. En otros términos, ¿por qué Techint, con su plantilla de 35 mil empleados repartida en cinco continentes y su liderazgo mundial en la producción de tubos de acero, debería alinearse con los capitanes de la soja?
Si se quita la mirada de la Argentina –o mejor aún: de la Pampa Húmeda– para observar lo que sucede alrededor, es fácil descubrir que en ningún país de América latina la oposición está liderada por un solo sector económico. En Ecuador, la rica oligarquía de Guayaquil, que controla el monopolio del banano y el camarón y tiene intereses en la industria petrolera, no ha logrado construir, pese a todos los esfuerzos, un polo opositor a Rafael Correa. En Venezuela, la oposición a Chávez no está controlada por los grandes importadores ni por el sector financiero sino por nuevos partidos políticos, los estudiantes y los medios de comunicación. Lo más parecido a un sector económico concentrado transformado en alternativa política es el Comité pro Santa Cruz, dominado por los productores sojeros, los empresarios del gas y los capitalistas del Oriente boliviano, pero el hecho de que incluso ellos hayan tenido que disfrazar su oposición al Gobierno con los ropajes de la autonomía debería demostrar que no es tan fácil pasar del poder económico a la alternativa política. En todos los casos, la oposición está conformada por coaliciones inestables, precarias y muchas veces contradictorias.
Esto no significa, desde luego, que los productores rurales no puedan capitalizar parte del apoyo que han generado e incluso formar una fuerza política o una corriente dentro de alguna de las ya existentes. Consultada por sus planes, la diputada Alarcón se entusiasmó con el ejemplo del Country Party australiano. Fundado en 1992 de la unión de pequeños productores del interior, muchos de los cuales recibieron tierras como retribución por su participación en la Primera Guerra Mundial, el Partido del Campo se rebautizó luego Partido Nacional y creció en base a un programa que defiende el librecambio, los valores de la Australia profunda y el antiambientalismo. Llegó al gobierno varias veces, siempre como socio menor del Partido Liberal, y se mantiene como el referente más eficaz del conservadurismo australiano.
El nonato partido del campo argentino podría, tal vez, constituir una nueva fuerza de espíritu pampeano o proveer cierta presencia en los pueblos del interior a líderes opositores como Elisa Carrió o Mauricio Macri. En ese caso, ocupará un lugar no muy diferente al que en el pasado ocuparon las corrientes más conservadoras del radicalismo, que hunden sus raíces en el antipersonalismo contrayrigoyenista de principios de siglo, o incluso fuerzas de raigambre provincial como el Partido Demócrata Progresista de Santa Fe. Si lo consigue, el partido del campo logrará revertir los resultados electorales del 2007, cuando los ricos pueblos sojeros se inclinaron asombrosamente por una candidata presidencial peronista, anomalía solo explicable por la híper-rentabilidad conseguida a pesar de las retenciones. Tal vez así logre hacerse un lugar: un futuro posible, pero demasiado pequeño para tanta alharaca.
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