EL PAíS › OPINION
La restauración del diálogo, una incitación al facilismo. El arte de crear instancias nuevas. El enardecimiento en las rutas, con nuevos jugadores. La necesidad de la política, para el Gobierno y los dirigentes agropecuarios.
› Por Mario Wainfeld
La gestión del Defensor del Pueblo Guillermo Mondino es loable como mensaje político pero inviable (y hasta poco creíble) como hipótesis de mediación. Restaurar algo parecido al diálogo entre el Gobierno y las corporaciones de productores agropecuarios es una misión endiablada. Está en boga declarar lo contrario, simplificar la historia. Contra esa lectura falsamente cándida, emerge Alfredo De Angeli, quien sincera la posición de los productores: “Que vuelvan a la situación del 10 de marzo y ahí nos sentamos a conversar”. La moción del principal emergente agropecuario es el Tratado de Versalles, visto desde el lado de los ganadores de la guerra.
La jerarquía de la Iglesia Católica hace su parte. Da por hecho que todo es muy simple. Dialogar, aducen, es lo más llano y natural. Su praxis cotidiana no corrobora esa prédica. A la jerarquía “no le sale” consensuar con los divorciados ni con las mujeres que ejercitan la libertad de disponer de su cuerpo. Le va insumiendo muchos meses tomar una decisión respecto del criminal convicto Von Wernich. Pero las tareas de otros les parecen facilísimas.
El Gobierno ha manejado mal el conflicto en cuestión, más vale. Pero, si se anhela de verdad que “nadie pierda y todos cedan algo” (el lugar común más socorrido en una era pletórica de ellos) no se le puede exigir una rendición.
Los productores se embellecen invocando su ánimo conciliatorio. Pero se encierran muchas horas y debaten entre sí a los gritos. Escriben que liberarán las rutas esta medianoche. Pero borran su promesa con el codo cuando dejan librada a sus bases la alternativa de quedarse. Las “bases”, no sólo los autoconvocados (De Angeli es un cuadro de la Federación Agraria, en preembarque a su presidencia), doblarán la apuesta. Muchos manifestantes ya lo han dicho, el paro sigue. La cúpula no conduce, salvo en el caso de su integrante de mayor coherencia ideológica Mario Llambías.
Un intento de conversación en esas circunstancias iría al choque y a la redundancia en el fracaso. No llegaría ni siquiera a un simulacro, a un ersatz.
Un replanteo serio del problema es necesario, pero exige asumir que ciertos mecanismos son inviables desde hace buen rato.
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La persistencia en la acción directa, el despiadado lockout derivó en una contingencia inesperada pero quizá no incongruente con el marco general. Otro sector que se considera damnificado se arrogó el derecho de incurrir en una medida de fuerza brutal. Los transportistas de carga apelaron ahora, como la Mesa de Enlace antes, al desabastecimiento y al corte total. Las corporaciones, tras algunos vaivenes discursivos, legitimaron ese modus operandi. Se entiende: al fin y al cabo, son sus discípulos. El Gobierno, expresado por el ministro Florencio Randazzo, también les dio aire. Fue una jugada inadmisible. Espigar entre desabastecedores cuestionables y otros que lo son menos es una peregrina defensa del interés público.
A más tiempo en la ruta, a mayor prolongación y lesividad, aumenta la perspectiva de estallidos de violencia y accidentes, consecuencias no buscadas dolosamente pero sí propiciadas. Y se incrementa, adrede, el perjuicio económico a terceros.
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El cronista opina que el Gobierno tiene una buena parte de razón en los temas que se discuten, entre ellos la necesidad de una presión impositiva importante y la de la intervención pública (piloteada por el Estado nacional) en la economía. Pero cree que las tácticas oficiales conspiran contra esos objetivos, enfrascada como está la cúpula oficial en debatir en el terreno predispuesto por los ruralistas.
Es seguro que la mayoría de la gente de a pie anhela que haya estabilidad política, sustentabilidad y crecimiento económicos y que aminore el conflicto, que impregna de opresión la vida cotidiana. Pero esos anhelos (que el Gobierno debe atender) no se sacian meramente señalando a las entidades agropecuarias ni discutiendo acerca de quién dificulta la discusión.
Por boca de Alberto Fernández el Gobierno aceptó que es necesario discutir una política agropecuaria a futuro, en tanto se palia el impacto del aumento de las retenciones en el bolsillo de los productores y medianos. Por lo tanto, al Gobierno le cuadra dinamizar todos esos procesos.
Esa tarea exige buena voluntad e inventiva, recursos muy escasos en la actual gestión. El gobernador de Santa Fe, Hermes Binner, una voz templada en medio de la grita, señaló una vía sensata: convocar al Consejo Federal Agropecuario ampliado. Más allá de detalles, suena casi ineludible la idea o cuanto menos el sesgo elegido. Para encontrar el modo de dialogar y de planificar es preciso arbitrar un mecanismo institucional no faccioso, que amplíe las representaciones políticas. Una mesa más grande, en la que haya más mandatarios elegidos por el pueblo, podría ser un primer paso para regenerar un tejido muy dañado. La propia naturaleza de la convocatoria rebatiría el tópico que ya mencionamos: esos ámbitos no dirimen todo en media hora, no resuelven quimeras en tiempos impuestos por los particulares o por las ansiedades mediáticas. La aceptación de la pluralidad (que el Gobierno escamotea) y de la complejidad (que ocultan sus adversarios) sería un avance estimable.
Claro que un ámbito de articulación entre nación y provincias impondría la necesidad de cubrir la vacante de facto dejada por Javier de Urquiza en la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Pesca y Alimentos. Los precedentes de ex ministros del kirchnerismo como Daniel Filmus y Ginés González García, que supieron manejar organismos similares, demuestran que, si hay muñeca y aptitud, esas instancias agregan mucho más que lo que restan.
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Se comenta también en nota aparte: el federalismo del “campo” y sus adláteres es filosecesionista y encubre un afán insolidario, cuyo primer peldaño es pagar pocos o nulos impuestos. Pero parte de las críticas que formulan los opositores son atendibles, como ocurre en otros tramos de la polémica.
El centralismo kirchnerista, funcional para la emergencia de la crisis, debe ceder paso a un esquema de poder más repartido. La ley de coparticipación federal es una vieja deuda del sistema político, nada simple de resolver. Son de libro las querellas entre provincias chicas (que pueden primar en el Senado) y otras más pobladas (fuertes en diputados). Los intereses no convergen con facilidad, las cuitas interprovinciales se remontan al fondo de nuestra historia, la síntesis no está al alcance de la mano ni en el horizonte. De cualquier modo, sería necesaria una resolución. Y en el ínterin, que puede ser largo o eterno, establecer mecanismos más parecidos al federalismo que los actuales.
El federalismo argentino otorga un rol central al Estado nacional, no ya por los escritos de Juan Bautista Alberdi y por el texto constitucional sino también por la experiencia histórica. Muchas tareas fundamentales serían imposibles sin un Estado fuerte, dotado de recursos económicos enormes. El gobierno de Néstor Kirchner logró resultados importantes porque tuvo recursos importantes. Algunos de sus instrumentos (los superávit gemelos, el tipo de cambio real competitivo, la obsesión por la obra pública) se reflejaron en objetivos interesantes: recuperación de los niveles de empleo, regeneración del mercado interno, ampliación formidable de la masa de jubilados, record en décadas de construcción de viviendas populares y caminos.
La inserción internacional es también impensable supeditada a la lógica tupacamarizada de gobiernos provinciales. También es imprescindible el poder central para acometer misiones pendientes como un sistema de salud o algo semejante o un seguro ampliado de empleo y capacitación.
La adecuación de la red vial, siempre desactualizada y riesgosa, o la restauración de un tejido ferroviario son otros objetivos sólo pensables desde el poder central. Y que requieren mucho dinero y muchos subsidios, contra las narrativas imperantes.
Pero no es lógico suponer que una mesa chica del oficialismo nacional tenga la aptitud y aun la data necesaria para desarrollar el mapeo de esas necesidades, la realización de otras tareas, el contacto cotidiano con el pueblo y la vastedad del pulso de las necesidades populares en un país variado y plural.
Al Gobierno le cabe preservar su liderazgo y abrir el juego. Da la impresión de que en su ideario se trata de fines contradictorios. El cronista supone que es al revés: que son complementarios aunque (como ya escribió quichicientas veces en esta columna) de difícil consecución.
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Los dirigentes agropecuarios se jactan de ser recibidos en surtidos despachos, pero echan en saco roto un consejo que reciben en todos ellos: deponer las medidas de fuerza. Se lo han dicho, con pareja infructuosidad Juan Schiaretti, Mondito y Binner. Con bastante terreno ganado tienen una deuda con la democracia que es renunciar a la promoción de escenarios violentos y dedicarse de lleno a la acción política. A tiempo completo, no part time como ahora, mezclando legítimos actos y petitorios con ultimátum y prepoteadas.
El oficialismo también debería ampliar los márgenes de su acción política. Este conflicto no es la madre de todas las batallas, por muchas razones. La básica es que en una sociedad plural y democrática es casi imposible imaginar que exista una y sólo una. Cien desafíos afronta la Presidenta. La crisis reveló problemas y novedades. Nuevos actores sociales, nuevo mapa productivo, pobreza de cuadros de gestión y de defensa de la acción oficial, concentración de la riqueza y la producción (¿usted cree que eso del 20 por ciento que acapara el 80 por ciento es sólo un problema de la soja?). Frente a ese cuadro el Gobierno traspapeló el Acuerdo del Bicentenario, ostenta fatiga e internismo en sus cuadros superiores, luce sin iniciativa, resignado a una agenda penosa signada por el día a día. Hacerse cargo de sus deudas, de sus desafíos y de las carencias que ha mostrado lo incitaría a la acción política más compleja. La de conducir una sociedad que sin duda ansía más un año similar a los cinco anteriores que éste que está viviendo.
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