Vie 13.06.2008

EL PAíS  › OPINION

El difícil arte de ser genuino

› Por Julián Gorodischer

Guillermo Borger, el nuevo titular de la AMIA, dijo que su vertiente va a representar a los judíos genuinos. Todavía recuerdo la primera vez que escuché la invocación a “ser genuino”. Tenía 17 y viajaba por Israel financiado por la agencia del Estado judío. Los madrijim nos comunicaron las reglas al desembarcar en Tel Aviv: nadie podría faltar a ninguna conferencia promocional sobre la vida en Israel de las cuatro pautadas por día, en las que la prédica sionista oponía siempre un “judío genuino” a uno “asimilado”. Nos comprometían a marcar asistencia y a aprender a desasimilarnos, y los que nos escapamos a los bares no merecimos el diploma al terminar.

Todavía recuerdo la vergüenza en los vestuarios de Hebraica, Borger: yo me tapaba el pito para que no se me viera el prepucio; era miedo a ser distinto. A los diez tuve una entrevista con un rabino conocido de la familia; éramos papá, el señor y yo. Papá le explicó que yo me quería sentir como un par con los compañeritos del grupo Parparim al que se me había asignado; y el rabino asintió con la segunda mirada más compasiva que alguna vez me dedicaron (sobre la primera prefiero no escribir) y sólo dijo que no me iba a dar cuenta cuando se produjera el corte. La vaguedad de su testimonio aportó una variedad de imágenes que no habría acompañado a la más cruenta de las descripciones, y la circuncisión quedó para otra vida posible en la que seré un judío genuino.

El día de mi pseudo Bar Mitzvá estábamos sólo mis padres, tía Zara y Jonatan frente a los canapés. El mismo rabino quiso hacerme decir una oración para darle un mínimo sesgo, si no genuino, al menos simulado, a eso que deberíamos estar haciendo. Me negué porque sabía que Jonatan luego lo contaría en la división y me dio vergüenza. A cambio me pidió unas palabras alusivas, y yo no tenía nada que decir: estaba en blanco; no entendí nunca esa transición que se me imponía. En cambio sentí la llegada de los 22 como un punto de inflexión; pero los 22 no deberían significar nada especial para un judío genuino y por sostener lo contrario (que mis 22 me importaron más que mis 13) Borger y su representatividad podrían negarme la tumba en La Tablada y hasta un knishe de calabaza (¡ni siquiera me gustan los de papa!) en una cena de Rosh Hashaná.

Mi judaísmo es la tonada yiddish (pero ni siquiera la de mis padres, ni mucho menos la mía, ni de abuelos que podrían haberlo hablado sólo en la ultratumba durante los últimos veinte años) sino de viejas desconocidas que me cruzo en el bar Tótem de Corrientes y Malabia, que sistemáticamente vienen hasta mi mesa: “Inguele, ¿ya terminaste con el diario, me lo puedo llevar?” “No, señora –contesto siempre crispado–, ¡es mío!”

Créame, Borger, primero esas señoras me irritan porque estoy harto de que me pregunten lo mismo todos los santos días, pero después me hacen acordar a la esencia de mi ser judío, a mi abuela Cipe (a la que no le respetábamos ni el nombre genuino: le decíamos Celia), y Celia era áspera, distante y te negaba el saludo si se te caían unas miguitas del matze en su alfombra impoluta (en fin: insoportable), pero la extraño a mi modo. ¿Pero sabe qué, Borger? No lloré la muerte de Celia, y hasta creo haber pedido que la velaran a cajón abierto sólo para sacarme el morbo de ver a un muerto. Si eso pasó, fui desoído, claro. Cuando Celia se murió todavía tenía muy presente la vez en que me arrojó una puteada en su yiddish chillón por haberme animado a ir en bicicleta hasta su casa, en vez de alentarme a seguir creciendo, y luego no la lloré. Es lo que me tocó: no estoy orgulloso de no haber llorado a mis muertos. Ni tampoco de que mis divinidades judías sean Adam Goldberg y Ben Stiller. Son mis ídolos, y no me pregunte por qué, es una cuestión de empatía personal. Me hacen acordar a mi primo Exequiel, y él y yo nos caíamos bien.

¿Sabe cuál era el juego que compartíamos con Exequiel cuando se producía la aparición de Eliahu Hanabi por el balcón de la tía la primera noche de Pesaj? Le poníamos algo resbaloso en el piso del balcón al tío Arón que hacía de Eliahu para que se tropezara y se le arruinara el número. ¿Sabe qué tipo de observantes éramos? Estábamos ansiosos por clausurar un numerito que entendíamos apenas como la postergación de la salida a la matinée. Exequiel y yo, de escuelas públicas y pitos sin cortar, de hebreo nulo e yiddish instintivo, de idishe mammes a las que habríamos cambiado exultantes por la madre de Juan Cruz, que agasajaba mejor durante la Navidad, no la pasamos bien en el country al que peregrinamos hasta cumplidos los diez, ¿sabe? Nosotros dormíamos en cuchetas; nuestros padres pagaban por noche; y había que reservar desde tres meses antes porque el stock de camas se agotaba rápidamente. La división de castas entre los que tenían casa y los que rentábamos cuchetas regulaba las relaciones y la estima. Era raro tener un amigo de las casas si parabas en el dormy.

Y no quiero demonizar especialmente a esas señoras dueñas de casas temerosas de nosotros, los rusitos de Once y Villa Crespo, en los dormys. Realmente creían esas mujeres en una teoría de la equivalencia social en el trato, y allá ellas porque no soy quién para juzgar. Pero ya ahí había genuinos que eran los dueños de casas y no genuinos que éramos los que parábamos en el dormy.

Después los madrijim de Zumerland (la colonia de vacaciones judía–socialista), en otro territorio del amplio espectro-laico, nos instruyeron a aceptar que se nos retirara el envío semanal de golosinas que mandaban nuestros padres para hacer menos tortuosa la estadía en Mercedes, que me hizo claustrofóbico de por vida. La sugerencia era compartirlo con los otros chicos. No fui genuino, Borger; la Torá de Zumerland decía que había que devocionar a la expropiación que nos haría mejores y yo, estereotipo de miserabilidad, escondía los mantecoles adentro de la funda de la almohada para comerlos solo. Diría para salvarme, que la mayoría hacía lo mismo, y tengo grabada una entrevista en que la actriz Mariana Briski, que iba a Zumerland, confiesa que también se negaba a la expropiación. Lo que quiero decir es que ya varias veces me hicieron sentir que no era genuino. Y la verdad es que, muchos años después, debo asumir que estoy de acuerdo, que no soy para nada genuino, y que en ningún momento eso dejó de importarme aunque sólo me importara un poquito. Pero me gustaría preguntarle –citando a Philip Roth– si “no ha llegado el momento de que sea usted el que empiece a exprimirse al hijo obediente que lleva dentro” porque, vamos, no estamos obligados a interpretar el papel que nos repartieron si es eso lo que termina de volvernos locos.

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