EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Habrá un futuro en que será difícil explicar cómo pudo haber pobres en medio de la abundancia. La presunción tiene raíces en la evolución histórica del mundo. Los primeros países industrializados, como Inglaterra y Francia, vivieron desnutridos hasta fines del siglo XIX (R.W. Fogel, The escape from hunger and premature dead, 1700-2100). Otros datos confirman la posibilidad de cambios: “China concentraba el 32,9 por ciento del PBI mundial en 1820, frente al 1,8 de Estados Unidos, lo cual podía explicarse porque China tenía una población 38 veces mayor. A pesar de lo cual, para 1950 los Estados Unidos concentraban el 27,3 por ciento frente al 4,5 por ciento de China. Y es posible que las posiciones vuelvan a invertirse” (A. Maddison, The world economy: A millenium perspective). Argentina estaba en el “top ten” de las naciones cuando celebró el primer centenario de la independencia. ¿Será posible que en el bicentenario el país se haya quedado sin pobres ni excluidos, o por lo menos reducidos a números insignificantes en la totalidad de la población? Podría mencionarse aquí una biblioteca a favor y otra igual en contra de semejante posibilidad, pero en el corazón de una y de otra más que las cuestiones económicas priman las razones políticas para negar o aprobar las oportunidades del porvenir.
La política tiene derechos naturales, por así decir, para prevalecer sobre la economía, aunque más no sea porque los ciudadanos pueden elegir a sus representantes pero no a los empresarios o banqueros. La experiencia reciente también lo confirma: el conflicto con “el campo” pudo tener orígenes económicos, pero antes de que la población se diera cuenta había derivado a una confrontación política de tal magnitud que hasta cuestionaba la naturaleza ideológica de los representantes del pueblo elegidos en las urnas. Un puñado de dirigentes de cuatro entidades agropecuarias, elegidos por sus asociados, cuyo número es varias veces menor al de pobres y excluidos, fueron el escudo de la confrontación, detrás del cual marcharon enemigos esenciales del Gobierno, políticos oportunistas, diversos gajos del abanico de la derecha económica e ideológica (también alguna izquierda envejecida, atrapada en reflejos antiguos que ni percibe) y un aparato mediático habituado a disputar espacios en la atención pública mediante la difusión de noticias rojas o amarillas, cuya contribución a la cultura cívica durante el conflicto fue elevar al rango de personaje a tipos como Minga De Angeli. A esa caravana se sumaron en los últimos días algunos camioneros “granarios” que, en varias provincias centrales, cometieron secuestro extorsivo del derecho constitucional al libre tránsito.
Una concepción deseable de los derechos humanos abarca la batalla contra la impunidad del terrorismo de Estado, la lucha contra la pobreza y la exclusión en nombre de los derechos económicos y sociales, y, por fin, la preservación de las garantías individuales, un legado del liberalismo político (nada que ver con el viejo o nuevo liberalismo de mercado), que protege la vida y los bienes de las personas particulares. Esto supone por parte del Estado el deber de reprimir el delito allí donde se presente, sin que importen el rango o las razones de los que lo cometen, tarea reservada a la consideración de la Justicia. Es inevitable aquí la cita de la reacción del gobierno socialista de España ante una protesta similar de camioneros: además de otras formas de castigo, aplicaron cuantiosas multas por las graves infracciones de interrupción deliberada del tránsito por el corte de rutas. No hay una sola forma de reprimir (con palos, hidrantes, gases lacrimógenos y balas de goma o de plomo), porque si fuera de esa única manera el Estado democrático quedaría inerme ante la vorágine caótica de grupos o tribus más o menos urbanas que buscarían realizar su voluntad sin importar el daño que causen al bienestar general. Tampoco la administración estatal, el gobierno, puede medir con varas diferentes, según la condición social del infractor, sin renegar de principios democráticos y sin violar derechos humanos fundamentales.
En los últimos días las especulaciones acerca de un fiscal bonaerense que inició una causa contra un puñado de ruralistas lo convirtieron poco menos que en un mandadero del ministro de Justicia. Ojalá las mismas voces apresuradas por el procedimiento legal se hubieran escuchado con el mismo tono de indignación cuando la CTA, casi en soledad, reclamó sin cesar por las causas iniciadas en todo el país contra unos tres mil militantes sindicales y sociales, enjuiciados y hasta encarcelados durante los años de democracia por realizar manifestaciones pacíficas en nombre de sus derechos constitucionales. Una vez más, el presidente de una seccional de la Sociedad Rural tendría fueros invisibles que lo vuelven intocable, en tanto un obrero cualquiera debería resignarse y callar si no quiere que el peso del Estado caiga sobre sus hombros. Las reacciones disímiles, incluida la mayoría de los medios de información, muestran que aun la cultura democrática entre los argentinos tiene un sensible retraso. A la falta de cohesión social, el déficit de ciudadanía, las enormes desigualdades económicas y sociales, hay que sumarles los retrasos terribles del Estado de derecho. Estas deficiencias no son una causa menor ni una irregularidad temporal del paisaje.
Las situaciones caóticas, en las que el ciudadano común pierde de vista a la autoridad legal y deja de advertir que está cumpliendo con sus deberes, han sido siempre mejor aprovechadas por la derecha que por la izquierda. Es más: la experiencia histórica muestra evidencias de un clásico de la derecha: promover el caos para luego reclamar orden “a cualquier precio”. Esto sirve tanto para disciplinar al populismo gubernamental como para tumbar gobiernos. A Salvador Allende en Chile lo querían voltear la Casa Blanca y la CIA operó en el mismo sentido, pero a la vista la hostilidad quedó a cargo de las clases medias y altas de Santiago, la capital, que hacían sonar las ollas y de un fenomenal paro de camioneros, hasta que llegó Pinochet y mandó a callar. Hay estudios clásicos sobre estos procesos que hace poco tiempo recordó el historiador mexicano Juan Pedro Viqueira a propósito del ascenso del nazismo en Alemania. De la crisis económica de finales de los años veinte del siglo pasado, los que resultaron más afectados fueron los trabajadores que perdieron sus empleos. “La clase media, en cambio, salió bastante bien librada de la recesión. Incluso, su capacidad de ahorro se incrementó, tal como lo reveló el estudio de las cuentas bancarias. Sin embargo, fueron sobre todo los miembros de esta clase media los que empezaron a votar en masa por el Partido Nacional Socialista, mientras que la gran mayoría de los obreros mantuvo su apoyo al Partido Socialdemócrata o al Partido Comunista. ¿Cómo se explica esto? La crisis no afectó los bolsillos de los integrantes de la clase media, pero sí les infundió miedo” (Letras libres, México, mayo/08).
El temor, el desasosiego son sentimientos que funcionan bien con las tendencias más conservadoras. Estados Unidos volvió a comprobarlo, después de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York, y respaldó las aventuras guerreristas de Bush. Les costó casi un lustro regresar de a poco a la racionalidad y revalorizar las ideas transformadoras que, por ahora, encarna el candidato demócrata Barack Obama. ¿Cuál de estas fuerzas triunfará en octubre próximo? Antes de eso, ¿hasta dónde podrá llegar aquí la derecha antiperonista? No tiene como los alemanes todavía un líder y un partido –pese a que Elisa Carrió está en oferta con su Coalición Cívica–, y los sables tienen que seguir envainados, y por eso se juega a provocar suficiente desazón creando problemas de todo tipo (desabastecimiento de alimentos y combustibles, piquetes en las rutas que acorralan ciudades y provincias completas, campañas descalificadoras de la presidenta Cristina –“manda el marido”– y de la gestión global de gobierno, inseguridad urbana y un rosario interminable de pequeños y medianos desastres), desparramando la sensación de que la gobernabilidad está en retroceso.
Al ser políticos profesionales, ni la Presidenta, ni el titular del PJ, ni sus colaboradores necesitan que se les recuerden estas obviedades, pero no siempre sus conductas se ajustan por la experiencia histórica, ya que cada gobernante suele tener ambiciones fundacionales y la convicción de que sabrá advertir a tiempo las maniobras que sus predecesores no pudieron evitar... hasta que es demasiado tarde. Aún está demasiado caliente el conflicto para que aguante un análisis sereno de sus causas y consecuencias, de las razones y astucias de sus protagonistas, de las suficiencias y de las incapacidades del Estado y del Gobierno para confrontar con poderes y riquezas de larga tradición en el poder. Será necesario hacerlo apenas se entibie, porque ahí empezó un ciclo que no terminará con las rutas despejadas, con o sin retenciones móviles, puesto que la intención política última –remover al gobierno populista– quedará pendiente.
Puede anticiparse que se impone la consideración de un federalismo más activo, para comprometer a las provincias, no sólo a sus gobernadores, con el destino colectivo, y un rol más dinámico para el Poder Legislativo, ya que no sólo el Gobierno tiene mayoría propia sino que todos los congresistas, en especial los diputados, representan las opciones elegidas por los ciudadanos. Más de una vez se pidió a la oposición actitudes más propositivas que la simple crítica de la obra oficial y hace un par de días se conoció una propuesta para redistribuir mejor la riqueza hecha por un partido nuevo, Solidaridad e Igualdad (SI), formado por militantes del ARI que tomaron distancia de Carrió pero sin integrarse a la Convergencia de los Kirchner ni a la confusión de los ruralistas. Alguien del Gobierno debería iniciar conversaciones con este tipo de fuerzas que busca senderos nuevos. Los sistemas de pensamiento “cerrados” tienen la ventaja de ofrecer certezas y sentido de pertenencia a los adherentes, pero ese tipo de códigos clausurados son incapaces de ver las novedades que la vida y el mundo van presentando.
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