EL PAíS › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
En estos casi cien días de insólita privatización del tránsito en las principales rutas del país a manos de empresarios de la actividad agropecuaria y del transporte de cargas se repite el lugar común de que otra vez la Argentina está perdiendo una oportunidad histórica. En ese lamento generalizado se destaca el supuesto abandono de mercados externos por lo que se considera una deficiente política de fomento a la producción agropecuaria, con una obsesiva crítica al imprescindible sistema de retenciones móviles. Aunque pueda resultar incómodo para el consenso hipnotizado a partir de un discurso mediático dominante, Argentina no está desatendiendo mercados ni disminuyendo sus exportaciones agrarias en estos meses del más violento lockout de la historia del país. Ni el país ni el campo está perdiendo una oportunidad. Con escaso esfuerzo de rigurosidad, si existe vocación para comprender más que ser parte de mezquinos y ocultos intereses, existe la opción de sorprenderse con la evolución del negocio agropecuario en estos meses de conflicto. Sólo un indicador, entre varios otros, sirve para orientar a despistados: el valor de la hectárea no ha descendido ni un dólar; por el contrario, ha seguido subiendo hasta máximos históricos. La tierra es el bien raíz original de la actividad. No puede reproducirse. Vale en función a lo que de ella es posible producir. Por lo tanto, los precios de los campos agrícolas son sensibles a lo que sucede con la cotización de los cultivos. Los campos, más allá de consideraciones culturales o sentimentales, valen, como toda empresa, en función de la riqueza que es capaz de generar. Entonces, un simple análisis debería aliviar a la mayoría angustiada por la posibilidad de perder una oportunidad histórica, la última que se le presentará al país alertan profetas del fracaso: el principal activo para la tarea de la agricultura, o sea la tierra cultivable, no se deprecia pese al conflicto y a los fantasmas convocados porque la oportunidad no se está desaprovechando, sino que está presente y con cada vez mejores perspectivas.
¿Qué significa, entonces, la ansiedad por lo que se dice se está perdiendo? Muchos repiten esa idea porque es una muletilla mediática que convoca la atención del espectador. Otros se hacen eco porque ofrece una frase que denota importancia aunque ignorando de lo qué están hablando. Y unos pocos porque saben que de esa forma pueden mejorar aún más su posición relativa en el negocio. Esa expresión de desesperanza tiene que ver con el deseo de exportar aún más y si pudiera casi toda la producción agropecuaria. Los elevados precios internacionales, que se estiman se mantendrán en esos niveles por años por la confluencia de varios factores, son muy atractivos para despachar al exterior granos, leche y carne. Por lo tanto, cuando se pontifica sobre la oportunidad que se está perdiendo poniendo como ejemplo Brasil y Uruguay, sin conocer en profundidad las características de esos mercados ni las diferencias que existen con el argentino, se expone simplemente la preocupación por la rentabilidad extraordinaria de los eslabones concentrados de la trama multinacional sojera y de un grupo privilegiado de pequeños, medianos y grandes productores.
En realidad, la Argentina está perdiendo otra oportunidad que no tiene que ver con ese objetivo de maximizar ganancias exportando con desprecio respecto del resto de la población. Lo que se está desaprovechando es la posibilidad de garantizar el acceso a los alimentos en cantidad y precios a todos los habitantes del país. La situación de excepción de Argentina por ser un productor mundial importante de cereales y carne frente al drama que se vive en gran parte del mundo, con disturbios y caos producidos por el alza de los alimentos, debería dar el marco para evitar una crisis local, no para provocarla por la ambición de acumular riquezas excepcionales por un sector minoritario. No deja de ser una peculiar forma de entender la convivencia democrática y la estabilidad social reclamar el derecho de exportar alimentos sin restricciones y encarecerlos en el mercado doméstico con un nivel de pobreza del 30 por ciento de la población y con un porcentaje similar que está apenas en el escalón superior de ese umbral de ingresos. Hogares que ante una fuerte suba de los alimentos descendería a ese mundo lleno de carencias.
El Gobierno debería ocuparse de diseñar un plan consistente de seguridad alimentaria sin apelaciones a la solidaridad, que no es un atributo que tenga que exigirse a los empresarios. Seguridad alimentaria que hoy está en una posición de vulnerabilidad por el alza de los precios domésticos y por el impacto externo del alza de las materias primas. Ese programa, además de fijar retenciones móviles, tiene que intervenir en la cadena de formación de precios y en los centros de comercialización oligopolizados. Felipe Torres Torres, economista y sociólogo mexicano, es el responsable de un interesante libro, Seguridad alimentaria: seguridad nacional. En esa obra menciona cuatro factores que amenazan la seguridad alimentaria de un país:
1 Las condiciones internas de la política económica que genera insuficiencia de oferta agropecuaria para satisfacer la demanda interna de alimentos.
2 Las crisis económicas recurrentes que deterioran los niveles de ingresos y concentran riquezas de tal manera que el acceso a los alimentos se ve seriamente restringido.
3 Los factores externos donde los agentes económicos más fuertes instrumentan estrategias de manipulación de los mercados agrícolas (subsidios de los países desarrollados).
4 Un escenario de abrupta desaceleración de la economía.
De esa serie de cuestiones, la fortuna naturaleza ha permitido que el segundo sea el más relevante para el caso argentino, donde el proceso de aumento de precios está agudizando el problema de la seguridad alimentaria. Esta se entiende como “lograr que todas las personas tengan en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos adecuados para satisfacer sus necesidades alimentarias”, según la definición de la FAO. O en una forma más amplia la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, en Roma, en 1996, precisó que “un hogar goza de seguridad alimentaria si tiene acceso a los alimentos necesarios para una vida sana de todos sus miembros (alimentos adecuados desde el punto de vista de calidad, cantidad e inocuidad, y culturalmente aceptables), y si no está expuesto a riesgos excesivos de pérdida de tal acceso”.
Torres Torres menciona que la seguridad alimentaria es un problema de países atrasados “donde el ingreso de la población es restringido y asimétrico”. Pone como ejemplo a Japón y Suiza, que no tienen una producción de alimentos estable y creciente, pero cuentan con ingresos suficientes para obtener alimentos de calidad y, por lo tanto, no registran problemas de seguridad alimentaria. Argentina es el caso de que cuenta con una extraordinaria capacidad productiva, pero sufre un bajo nivel de accesibilidad a los alimentos. Torres Torres señala al respecto que “la seguridad alimentaria se convierte, por lo tanto, en un problema de desarrollo económico que se resuelve diseñando políticas económicas internas de corte distributivos”. Por ejemplo, las retenciones o cupos de exportación. A la vez, aunque menciona que son soluciones limitadas, el experto mexicano apunta que también se aborda con programas focalizados hacia los grupos más vulnerables. Entregando bolsones de comida o tickets para la compra de alimentos.
Frente al complicado contexto internacional en el mercado de los alimentos se trata, entonces, de utilizar todos los recursos e instrumentos necesarios para constituir un eficiente y masivo programa de Seguridad Alimentaria. De esa forma no se perderá la posibilidad de que un país privilegiado sea para todos y no sólo sea un territorio para satisfacer la oportunidad de unos pocos.
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