Dom 06.07.2008

EL PAíS

Se agrandó Campanita

› Por José Natanson

Institucionalmente confinados al Senado, donde su única función consiste en tocar la campanita, los vicepresidentes argentinos se rebelan. Todos, en un momento u otro, desafían al jefe de Estado, lo desautorizan y se desmarcan. En los últimos días fue Julio Cobos, el hasta ese momento opaco ex gobernador de Mendoza, que citó en su despacho a los gobernadores para discutir las retenciones y, ante el rechazo de Kirchner, terminó reuniéndose con los mandatarios opositores. La semana pasada, Cobos dio un paso más en el camino de la diferenciación en un fotografiado encuentro con el jefe de la Iglesia y adversario K, Jorge Bergoglio, y generó las críticas del Gobierno. ¿Cómo se explica esta tendencia?

Número dos

Cobos no es el primer vice que plantea un desafío. Elegido segundo de Carlos Menem en 1989, Eduardo Duhalde acompañó a regañadientes el Pacto de Olivos y la reelección, pero desde un primer momento comenzó a construir un aparato en la provincia de Buenos Aires que Menem, pese a todos los esfuerzos, nunca logró penetrar. La disputa entre ambos fue el eje de la política argentina durante el menemismo tardío. En 1999, cuando el riojano lanzó su aventura re-reeleccionista, Duhalde anunció un plebiscito que resultó el tiro del final para aquellas pretensiones. En el medio, el segundo vicepresidente de Menem, el en ese entonces calvo Carlos Ruckauf, se había emancipado de su padrino para pasarse al bando de... Duhalde. El premio fue la candidatura a gobernador bonaerense.

La relación de Chacho Alvarez con Fernando de la Rúa, aunque al principio fue buena, se fue agrietando con los meses y terminó de estallar en octubre del 2000, cuando el líder del Frepaso renunció a la vicepresidencia en medio del escándalo por las coimas en el Senado.

Aunque hoy pocos lo recuerdan, Daniel Scioli protagonizó un fugaz conato de rebeldía tres meses después de la asunción de Kirchner, cuando pronunció una serie de declaraciones defendiendo un aumento de tarifas y cuestionando la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final. La respuesta K fue una fulminación política inmediata a través de la eyección del secretario de Turismo, que respondía a Scioli, y la negativa a recibir al vicepresidente en la Casa Rosada. Con el tiempo, Scioli logró acercarse nuevamente a Kirchner y, tras su elección como gobernador, se mantiene en una posición de alineamiento automático.

La persistencia del desafío vicepresidencial indicaría, en principio, que se trata de una tendencia estructural de la política argentina y no de una serie de episodios aislados. Mi hipótesis es que es así, pero para entenderlo hay que detenerse por un momento en la historia.

Vices del pasado

Hasta, digamos, las primeras décadas del siglo XX, cuando el principal problema de la Argentina todavía era la unificación nacional, las fórmulas presidenciales se definían en base a un delicado equilibrio territorial. Hubo excepciones, por supuesto, pero en general se buscaba un balance: Bartolomé Mitre (Buenos Aires) y Marcos Paz (Tucumán); Miguel Juárez Celman (Córdoba) y Carlos Pellegrini (Buenos Aires); Manuel Quintana (Buenos Aires) y José Figueroa Alcorta (Córdoba). Hay muchos ejemplos, pero lo central es que la Argentina todavía era una articulación precaria de Estados preexistentes: la política funcionaba como un juego de poderes provinciales que se reflejaba en la composición de las duplas presidenciales.

Me salteo la larga etapa de los golpes de Estado y los gobiernos civiles interruptus para llegar a la recuperación democrática de 1983, que trajo otra forma de jugar la política y otra manera de definir las candidaturas. Aunque el factor geográfico estuvo presente, lo que primaba era el equilibrio hacia adentro de los partidos: Raúl Alfonsín, referente del ala más progresista de la UCR, eligió como segundo a Víctor Martínez, representante del conservador radicalismo cordobés. El candidato del PJ, Italo Luder, era un punto intermedio entre los sectores ortodoxos de Herminio Iglesias y los más modernos de Antonio Cafiero, que balancearon la fórmula con Deolindo Felipe Bittel, encargado de conducir al peronismo durante la dictadura y el único político que se atrevió a presentar un informe sobre los desaparecidos a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En las elecciones siguientes, Eduardo Angeloz, máximo referente del radicalismo antialfonsinista, se candidateó junto al alfonsinista Juan Manuel Casella, mientras que Menem eligió a Duhalde, porque era bonaerense pero también porque era un intendente moderado que le permitía equilibrar el apoyo de los sectores más ortodoxos en la interna contra Cafiero.

Argentina vivía un auge de la política de partidos. Tras la larga noche autoritaria, las fuerzas políticas recuperaban su lugar en el mundo, eurocéntricamente entusiasmadas con la transición española y el todavía exitoso modelo de convivencia italiano. Con un radicalismo revitalizado y orgánico y un peronismo que se sacudía sus rasgos más movimientistas, era lógico que las fórmulas presidenciales se conformaran atendiendo, sobre todo, a criterios de equilibrio partidario.

Hoy

Si hasta principios del siglo XX, en pleno proceso de organización nacional, primaba el criterio geográfico; si en la primavera democrática pesaba sobre todo el balance interno de cada partido, parece lógico que en los últimos años, en simultáneo con la consolidación de los medios como principal arena de la política, la fórmula presidencial se conforme en base a juegos de imagen. Se ha dicho mil veces: los partidos perdieron importancia relativa como organizadores de la voluntad política, las personalidades pesan más que nunca y los medios de comunicación juegan un papel centralísimo.

La nueva estrategia resulta evidente al repasar los últimos casos: Menem no eligió a Ru-ckauf como compañero de fórmula porque representara a una línea interna o porque fuera porteño, sino porque era el ministro con mejor imagen de su gabinete y en aquel momento el único capaz de imprimirle un matiz moderado –resulta difícil decir progresista– a su candidatura. Chacho integró la fórmula de la Alianza porque el lugar estaba reservado para alguien del Frepaso, pero también porque era el dirigente de ese partido más popular luego de Graciela Fernández Meijide y porque complementaba la personalidad gris y conservadora de De la Rúa con un perfil descontracturado y neoperonista. Néstor Kirchner optó por Scioli no porque fuera porteño ni porque nucleara alrededor suyo a un grupo importante de dirigentes, sino porque era un ministro de su aliado Duhalde que proyectaba –usemos sus propios términos– una imagen positiva y optimista. Y, aunque es cierto que Cristina se presentó junto a Cobos como parte de una alianza con un sector del radicalismo, esto no significa que la procedencia del hombre sea importante –daba lo mismo si era mendocino o salteño– ni que sea el líder indiscutido de aquel sector, como demuestra la ausencia de los radicales K en la reunión de gobernadores convocada en su despacho. Más bien, Cobos fue elegido por su condición de no pejotista y por sus antecedentes personales de gobernador exitoso.

Por siempre campanitas

Llego entonces a la conclusión de mi razonamiento. Como lo que hoy define la elección del vicepresidente es su imagen pública, el candidato principal suele inclinarse por personajes conocidos y populares. El problema es que, una vez en el gobierno, estos personajes carecen de atribuciones institucionales importantes. Antes, el vicepresidente, en tanto referente del interior o de Buenos Aires o líder de una línea partidaria, contaba con otros resortes de poder: legisladores, gobernadores, aparato. Hoy es solo él y su imagen. Para mantenerse en la cúspide necesita, lógicamente, alimentar su popularidad, y la mejor manera de hacerlo, en tiempos de videopolítica, es apelar a los medios. ¿Y qué forma más rápida y eficaz de conservar protagonismo que diferenciarse públicamente del presidente?

Esta mecánica, convertida casi en una ley de hierro de la política, se potencia si se tiene en cuenta otro dato importante: en general, los vices son elegidos por su llegada a ciertos grupos sociales ajenos al candidato presidencial (los progres de Chacho, los moderados de Scioli, los radicales de Cobos) como forma de potenciar las chances electorales. Ya en el poder, es natural que busquen conservar a toda cosa su predicamento en estos sectores, al fin y al cabo su principal capital político.

La conclusión de esta nota es simple: el desafío vicepresidencial es un rasgo más estructural que coyuntural de la política argentina. Los últimos movimientos de Cobos deben leerse en este marco. Por supuesto, esto no implica que los vices estén condenados siempre a desmarcarse, sino que existe un desfase entre su peso político y sus funciones reales que los angustia y que alienta esta tendencia tan pintoresca a la rebelión eterna.

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