Dom 06.07.2008

EL PAíS  › OPINION

Mirar el espejo y el horizonte

De cómo los diputados superaron las expectativas previstas. Dos posturas diferentes en la oposición. El oficialismo concedió sin lograr sumar, digresiones sobre una frustración. Todo lo que mostró un hormiguero pateado. Los deberes de las minorías, las tareas del Gobierno. Dos ciclos que terminan.

› Por Mario Wainfeld

Al debate y a sus vísperas no les faltó nada, ni siquiera la emoción del final, esperando el tablero electrónico como si fuera una definición por penales. Desfilaron por Diputados grupos de interés, agricultores no contenidos por “las cuatro entidades”, los integrantes de la Mesa de Enlace, especialistas y economistas de sólida reputación. Un escriba reconocido, que supo ser apologista de la dictadura, se enfadó porque (amén de a las corporaciones) se les prestaba oreja a “intelectuales”, dando prueba de cuán irredenta y propensa al oscurantismo es la derecha nativa.

Algunas reuniones estuvieron a un tris de naufragar por el exceso de público y eventuales intemperancias. El riesgo valió la pena: hubo asistencia variada, intercambio de pareceres. La sesión fue vibrante, sustanciosa, se transmitió en vivo por varios canales de cable.

Se desbarató una agorería capciosa: el proyecto del Ejecutivo no se aprobó a libro cerrado. Ni mucho menos. Es exótica esa metodología, a la que sólo se apeló para sancionar el Código Civil en el siglo XIX y que fue reprisada parcialmente en la Constituyente del ’94 cuando peronistas y radicales blindaron un “pacto de coincidencias básicas”. Acá el paquete se abrió, se hizo un culto de la escucha. Nadie fue acallado.

El oficialismo fue más versátil que sus adversarios. Incorporó reformas, hasta último momento, en el sentido reclamado por la Federación Agraria (FA), los intendentes del interior, sus diputados desgajados y las fuerzas de oposición que aportaron propuestas y no se confinaron en una estrategia de veto, a todo o nada. Hubo intentos de negociación, que se verificaron en los importantes retoques al proyecto original pero no bastaron para que la entente Frente para la Victoria (FPV)-PJ trasgrediera su mayoría muy propia. En ese desenlace, con sabor a poco, incidieron varios factores. Uno fue la praxis zigzagueante de los negociadores del Gobierno, muy forzados y hasta contradichos en el día a día por la conducción de Néstor Kirchner. La exasperación y la desconfianza cocinadas en meses de conflicto empiojaron las conversaciones. De cualquier modo, al oficialismo le queda el galardón de haber ofrecido alternativas, de haber sido la fuerza con más disensiones internas (el PRO, la Coalición Cívica y la UCR se mantuvieron unidos en una moción mezquina, un pagadiós del sector agropecuario para el año en curso) y haber agregado matices y hasta leyes progresivas como las de arrendamientos. No terminó de negociar bien, no emitió señales precisas desde su cúpula, no delegó suficientemente en sus operadores entre los que rayaron alto los diputados Agustín “Chivo” Rossi y el “Negro” José María Díaz Bancalari. He ahí algunas de sus inconsistencias.

El partido SI y el bloque unipersonal de Claudio Lozano agregaron un esfuerzo interesante, el de mediar entre la FA y el bloque mayoritario. Hicieron propuestas en positivo, situadas en un cuadrante más progresivo que la del Gobierno. Se esmeraron en diferenciarse del resto de la oposición, embanderándose en la necesidad de la intervención estatal, la validez de las retenciones móviles y la diferenciación entre grandes y pequeños productores. En su mochila cargan no haber sabido marcar algún matiz de autonomía respecto de la FA, que fue moviendo el arco en sucesivos tramos de las conversaciones. Quedaron, entonces, envueltos en un regateo improductivo al que volvían siempre con un pedido mayor que el anterior.

Esos intentos naufragaron, postergando (o quizá hundiendo) la chance de mostrar dos bloques políticos, concordantes con alguna secesión de las corporaciones del “campo”. De un lado, los paladines de la intervención estatal, de las potestades fiscales del Estado y los que buscan atenuar la tendencia a la concentración de la riqueza, adunados a la FA. Del otro, la Sociedad Rural, CRA y los partidos que pugnaron por el viva la pepa fiscal, la suspensión de la Resolución 125 durante cinco meses, todos destinados a de-sembolsar la soja y embolsar una renta formidable.

Esa virtualidad sugestiva no cuajó y el oficialismo debería repasar por qué cedió tanto sin sumar nada. Y mirar al espejo para buscar parte de la explicación, sin caer en la autista tentación de atribuir toda esa contradicción a la mala voluntad, la ineficiencia o la mala fe de quienes debieron ser sus aliados.

El grupo divergente encabezado por Felipe Solá rejuntó peronistas y radicales K malquistados con la conducción kirchnerista. Tenían visiones propias (y propuestas elaboradas), pero también ventilaban cuitas internas irresueltas: en el caso de Solá, haber sido inducido a apearse de la reelección, de haber sido privado de la presidencia de la Cámara de Diputados, de no haber sido consultado sobre un tema que conoce mucho mejor que casi todos (o todos) los funcionarios del Gobierno. En el de los radicales K, empezando con Julio Cobos, el de haber sido dejados de lado en la gestión nacional. Un sustrato de malas ondas agregó dificultades, que hicieron masa negativa con la urgencia.

Llevados al dilema de votar un proyecto oficial mejorado, que registraba su influencia, o quedar pegados con la oposición que iba con una propuesta antiestatalista y regresiva, los opositores sistémicos y los concertadores disidentes tomaron la segunda opción. Así conformaron una diferencia exigua, quedando amontonados contra los que quieren un giro neoliberal y una reducción de la intervención estatal en la economía. En sendos buenos discursos, Carlos Raimundi y Solá se diferenciaron bien y hasta tomaron como suya la ya clásica expresión “destituyente” para rotular la conducta de muchos autoconvocados y de dirigentes opositores. A la hora de votar, binaria por naturaleza, su “tercera posición” quedó malamente apresada. Hicieron número para quienes se ubican en un claro cuadrante a la derecha de la implantación de las retenciones móviles. Agigantaron la imagen corporal opositora y ayudaron a disimular su fragmentación.

Patear un hormiguero

El cabal funcionamiento de las instituciones, con toques de calidad auspiciosos, debería ser honrado por la oposición a la que cabe exigirle profesión de fe democrática, honrando la regla del número. La dirigencia agropecuaria está bajo la lupa: si se enfadan cuando los tildan de golpistas no pueden, en paralelo, psicopatear con la reincidencia en la acción directa ilegal, en desacato a lo que se votó en el Congreso.

El oficialismo, sin descuidar los porotos en el Senado, tiene el deber de reflexionar todo lo que pasó desde que pateó un hormiguero. Con razón en lo esencial, hizo una pésima lectura de la realidad, tuvo floja información sobre la actual conformación de un sector social-productivo relevante. Careció de cuadros de gestión intermedios dotados de saber y de autoridad. Comunicó pésimo, en muchos casos por vías de emisores que parecían al servicio del adversario.

La situación planteada fue prematura y torpemente catalizada pero es expresiva de una serie de cambios que tenían que emerger, quizá de modo menos traumático. Dos ciclos iniciados en 2002 (el económico y el político) están en trance de terminar. Un modelo sencillo o hasta rudimentario de maxidevaluación exitosa de sesgo exportador matizada por un crecimiento de las políticas públicas y una pulsión por la creación de trabajo valió para el gobierno de Eduardo Duhalde y se concretó en el de Kirchner. Pero un crecimiento superior al 40 por ciento del PBI en cinco años, asentado sobre una sociedad asolada por la crisis, produce efectos revolucionarios (y desordenados) en la estructura social y productiva.

“El campo” no es parangonable con situaciones previas, el mapa de la clase trabajadora tampoco. En condiciones lindantes con el pleno empleo, el núcleo de los problemas se traslada a la calidad del trabajo, a la cruel dispersión del abanico salarial, a la informalidad. La persistencia de un núcleo duro de pobreza clama por políticas específicas, más sofisticadas que un neokeynesianismo encomiable en su norte pero primitivo para resolver la complejidad.

En lo político, la aceptación (si se mira bien hasta la demanda) de un liderazgo fuerte y concentrado cede paso a un esquema más plural. Traducir lo que se vio en Diputados (y lo que, seguramente en menor cuantía, se verá en Senadores) en clave de defecciones y traiciones es un ángulo no digamos falso pero sí imperfecto. Acaso el ciclo político terminó antes que el económico, la polarización electoral de 2007 lo disimuló en aras de la lógica revalidación del gobierno que había piloteado la mayor crisis de la historia reciente.

Otra sociedad, otros jugadores políticos, más autonomías relativas, más requerimientos (para colmo inéditos) de organizaciones sociales o de la sociedad civil, más competencias en manos de otros representantes del pueblo signan una época nueva. Su enorme atractivo finca en la alquimia entre una factible potencialidad económica y un grado alto de sustentabilidad política. La autoridad del Gobierno, su firmeza fueron puestos a prueba por la turbulenta economía mundial y por un lockout que hubiera hecho rodar a cualquier gestión anterior.

Esa consistencia no se basta sin un añadido de lectura de realidad y aggiornamento. El oficialismo debe pasar la hoja, tarea peliaguda porque sólo será funcional si se propone nuevos instrumentos, nuevos elencos y una puesta al día de sus objetivos generales.

No parece que vaya por buen camino si queda abroquelado en los estrechos márgenes políticos del PJ y sociales de los trabajadores dependientes y los sectores más humildes. En oficinas oficiales se concuerda en hablar de un “shock redistributivo” como iniciativa para restaurar la primacía presidencial. Tiene en carpeta válidas herramientas de las que se vale por rutina: el Consejo del Salario Mínimo, aumentos de jubilaciones o de asignaciones familiares. En buena hora que se pongan un poco al día, pero eso no impactará en los agujeros negros del modelo ni le dará tono propio a la actual gestión. Son, al fin y al cabo, estribaciones de “la era Kirchner”. Mucho se enarboló la bandera de la redistribución del ingreso, flaco favor se le haría si (resignadamente) se fantasea que los medios utilizados hasta ahora son suficientes para avances sustantivos rumbeados a ese norte.

Castigado en las urnas en varios grandes centros urbanos, muy de punta con ciudades del interior de la Pampa Húmeda, el Gobierno debe imaginar una agenda que deshiele su aislamiento. El impuesto a la renta financiera, la imposición de una carga tributaria importante a tantas explotaciones mineras, la ley de radiodifusión, una normalización consensuada del Indec son acciones que están malamente postergadas y que podrían convulsionar alineamientos actuales.

La diarquía ejercida por la pareja presidencial, al ver del cronista, no encubre divergencias fuertes ni doble comando. Pero es un sistema de poder difícil, de escasa tradición previa e inestable por definición. Hasta acá, funcionó opacando la figura y la imagen presidencial, más vale que sin desearlo.

La reinstalación de la gestión de la presidenta Cristina es una urgencia que el Gobierno necesita priorizar. Una agenda nueva, un elenco que revele relanzamiento (o como se llame). Y sobre todo un haz de medidas de segunda generación que se hagan cargo de la existencia de un país distinto (mejor y más intrincado) al que se caía a pedazos a principios de siglo. La archivada propuesta del Bicentenario sería una buena base de lanzamiento si se le sacara la naftalina y no se la confinara en la pura enumeración de metas. El imperativo, el caso concreto “del campo” lo expuso, es construir ámbitos y métodos de negociación, información e intercambio. Discutir cómo, con quién y dónde se delibera. Y, muy especialmente, construir un abanico de acciones novedosas. Muchas de ellas, como la resurrecta Ley de Arrendamientos, no hace falta inventarlas, apenas remozarlas o sacarlas del cajón.

El Congreso viene haciendo bien su labor, jerarquizando al sistema político, aunque debe puntualizarse que, merced al desorden previo, se terminó ocupando (sin plena aptitud) de tareas que competen a la Secretaría de Agricultura. Todos deben comprometerse para que el Senado termine la labor y acatar el veredicto institucional. Ese escenario es anhelable e incompleto. No sólo porque queda pendiente la discusión de una política agropecuaria general sino por el enorme déficit en “políticas” (con “s” final) y de instancias de negociación que aqueja al sistema democrático todo y al Gobierno en especial.

Lo sucedido en esta semana ilumina una perspectiva: salirse con innovación, con pluralismo, con más escucha. Una Argentina compleja y demandante está sedienta de más gobierno, más políticas públicas (lo cual exige una generosa cuota de recursos económicos, la aborrecida “caja”), mejores abordajes de la conyuntura, una visión de mediano plazo. Esos desafíos impactan al gobierno, quizá de modo imprevisto pero ineludible.

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