EL PAíS › DOS REFLEXIONES SOBRE DIFERENTES ASPECTOS DEL CONFLICTO RURAL
La disputa por la renta agraria puso en escena diferentes maneras de utilizar el lenguaje. La figura y el rol del movilero. Los objetivos de “la nueva derecha” y la expresión de un proyecto nacional en el texto constitucional.
Por Daniel Mundo *
En la puja entre el Gobierno y los representantes del campo se evidenciaron diferentes modos de hacer uso público de la palabra. Dar cuenta de estos modos trazará un mapa del territorio político argentino. El discurso meditado y elocuente de Cristina se ubica en un extremo. Asume rasgos insulares, aunque fue sin duda el discurso más contundente. Es cierto que el aire intelectual de sus metáforas molestó a algunos. Sin embargo, cada vez que tomó la palabra rediseñó el terreno de juego, y el enemigo tuvo que repensar su táctica. La salida que propuso para el diálogo de sordos en el que se había hundido la discusión fue la mejor de las salidas posibles.
En el otro extremo se encuentra el discurso de un personaje como De Angeli, agujereado por errores de sintaxis y bromas campestres que le proporcionan una aureola de inocencia: “Soy un trabajador del campo, mi oficio no es hablar y si hablo es porque la patria me lo exige”. Finalmente toma la palabra y su opinión es una de las centrales en la contienda. El coro que lo alienta sigue el tan-tan de la cacerola, que con lógica efectista aboga por principios abstractos indiscutibles (hay que erradicar el hambre). ¿La usina? Los medios de masas y la oposición política (a esta altura afónica de no tener propuestas), que como un parásito se alimenta de la primera protesta que huele.
Para llegar a la calle, indignado, el espectador atravesó una serie de voces que lo fogonearon. La de los teóricos y especialistas es la menos influyente. Su explicación, que critica con jerga certera prácticas del periodismo contemporáneo, también necesita un culpable. Aunque rodee sus argumentos con palabras sesudas, en el manual de lectura que aparecerá de “Cómo Leer al Multimedio Clarín” habrá varios capítulos dedicados a evidenciar sus mentiras. No faltan comisiones ad hoc denunciando los intereses ideológicos que ocultan en sus discursos algunos medios. Resucitó, además, un novedoso debate sobre el lugar que éstos deberían ocupar en la sociedad.
Más influencia que el especialista tiene el discurso mediático, una máquina de procesar novedad y sentido común. En cómo alguien construye la noticia y con ella el acontecimiento, y en cómo alguien la lee y a partir de lo que lee y observa abre un juicio, se juega el clima político del país. Pero ¿quién, en la actualidad, construye la noticia? En parte, como ayer, es el diario o el canal de televisión, con sus manuales de ética periodística y de estilo, el que marca los límites de lo que se puede decir: el pacto de lectura con sus compradores performa la producción de la nota. En parte también es el periodista que escribe o que espera en estudios la noticia que llega de la calle para comentarla, pues el que habla en cámara o escribe no obedece ciegamente comunicados emitidos por un poder central que arengaría a sus empleados: hay una convicción política detrás de sus opiniones, que suelen convertirse en amenazas o consejos (el problema, entonces, se plantearía en el interior del gremio, ya no con la patronal). La argamasa de la noticia, sin embargo, proviene de una nueva figura, el escalafón más bajo y el puesto laboral más reciente de la profesión periodística. El movilero.
Hay diferentes estilos de movilero, aunque el oficio impone algunas normas básicas. No es un periodista, o por lo menos no es el periodista que urgido por el tiempo tiene aún contados minutos para pensar su nota. El movilero no tiene tiempo: escribe en vivo, frente a la pantalla, cuando entrevista a una figura y le hace decir aquello que redobla la apuesta que hasta ese momento se venía jugando. Es como un croupier que incentiva a los jugadores. Y los jugadores, aquí, son adictos.
El movilero tampoco tiene palabra: es un mediador puro que soñaría con borrarse en el mismo acto de transmitir, como si sólo tuviese una vida mediática. Lo que le interesa no es defender una opinión sino que el entrevistado diga algo que sea lo más transgresivo posible. Por lo tanto el retruque reflexivo es un lujo: sus preguntas, que son las que haría el sentido común, deben tener la efectividad de un cross a la mandíbula. Cuando el entrevistado dice una estupidez, no tiene ni tiempo ni palabras para pensar por qué a veces la estupidez es peligrosa: necesita una imagen sensacional, una palabra rimbombante. Es el espectador-actor que participa del evento en el mismo momento en que trata de capturar al evento en su autonomía e inmediatez. Es un actor que actúa como si no actuara. Sus (no) intervenciones son las que calan en el público receptor, formado como está por shocks de información y tandas publicitarias (durante los cien días de paro agrario Clarín anunciaba en una misma página el desabastecimiento de las ciudades y las ilimitadas ofertas de electrodomésticos).
El movilero es la vanguardia del nuevo periodismo, pero también el talón de Aquiles del sistema político del futuro, que se bambolea con los embates que producen sus preguntas. Como no habla, no miente, aunque su verdad da miedo.
* Docente de la carrera de Ciencias de la Comunicación (UBA).
Por Eduardo J. Vior *
En la primera Carta Abierta firmada por más de 1200 intelectuales y académicos se sostuvo que “un clima destituyente se ha instalado que ha sido considerado con la categoría de golpismo”. No se trataría de un golpe militar, sino de uno parlamentario, impulsado por la ofensiva ruralista y los medios más concentrados. Esta intentona no ha cejado ni debe esperarse que cese, porque más que por las retenciones móviles se está disputando el poder sobre el futuro de la República: o un modelo colombiano o una Patria para todas y todos.
Detenerse es retroceder. Contra los intentos destituyentes son ineficaces las maniobras reinstituyentes, tratar de volver a la “normalidad”. Sólo resta la alternativa constituyente. Los variados intentos de administrar la crisis haciendo concesiones de fondo, para salvar las instituciones republicanas, están condenados al fracaso, porque la Nueva Derecha va más allá de las retenciones hacia la toma del poder, para instaurar un modelo exportador sin control estatal, oligárquico, que acabe con la política de derechos humanos, criminalice la protesta social y nos alinee con los Estados Unidos.
La única posibilidad del campo nacional, popular y progresista es retomar la iniciativa con una fuerte política distribucionista, para recuperar la confianza popular, hoy retraída, e imponer la agenda de las reformas constitucionales que nuestra patria se debe desde 1955.
No se busquen aquí reflexiones jurídicas no pertinentes. Que de ello se ocupen los constitucionalistas. La teoría y la experiencia históricas y políticas enseñan que una buena Constitución es una equilibrada combinación de un pacto de gobernabilidad durable que refleje los intereses y demandas del 90 por ciento de la población con un proyecto de Nación que dé forma jurídica a los valores, normas, símbolos y la estrategia del acuerdo político amplio que el pueblo ratifique democráticamente.
Este no es el caso de la Constitución nacional emparchada en 1994. Argentina no tiene una sino dos constituciones: la Declaración de Derechos y Garantías inserta en la primera parte (que por una curiosa interpretación de fines del siglo XIX es meramente declarativa, al contrario de los capítulos correspondientes en las principales constituciones democráticas del mundo) expresa el proyecto nacional de las fuerzas que asaltaron el poder en 1853 y está en franca contradicción con los tratados y convenciones de derechos humanos incluidos en el art. 75, inciso 22 (facultades del Congreso de la Nación) por la Reforma de 1994. Los derechos humanos fueron incluidos, pero en la cucha del perro. Dos visiones del mundo contrapuestas resultan en dos constituciones diferentes en el mismo texto. Todo queda librado a la interpretación. Cabe al poder decidir por el ultraliberalismo o los derechos humanos.
Para ser creíble, respetada, amada y seguida por las y los habitantes de la República, la Constitución debe ser objetiva, estable, flexible y simple. Objetiva, para que todas y todos entiendan hacia dónde marcha la Nación y se persuadan de la corrección de los fines propuestos. Una Constitución efectiva debe incluir, además de un capítulo de derechos y garantías de aplicación inmediata, uno con la enunciación de los fines del Estado. El proyecto nacional, popular y progresista mayoritariamente ratificado en octubre pasado los tiene claros: construir la unidad sudamericana, un Estado fuerte orientado por los derechos humanos, una democracia representativa y participativa, una sociedad justa y solidaria y un federalismo armónico que combine la conducción del Estado nacional con el respeto por la diversidad. Estos fines deberían ser explicitados como bases de los Acuerdos del Bicentenario.
La Constitución nacional debe ser estable, para que toda y todo habitante de la República y la comunidad internacional sepan a qué atenerse. Una Constitución que cambiara a menudo no sería confiable. Sin embargo, también debe ser flexible, porque, para ser creíble, los acuerdos reflejados en ella y las metas propuestas deben ser sentidos y percibidos por el pueblo como realistas. Una Constitución cuya fórmula de gobernabilidad no refleje la realidad es una invitación a violarla permanentemente y a actuar “como si”, los dos principales males de las instituciones argentinas.
El texto constitucional debe por consiguiente ser totalmente reformable, cuando por lo menos dos tercios del electorado quieran ajustarlo a un entorno cambiante. Las reglas de gobierno y la imagen de la Nación Argentina compartidas por la enorme mayoría de la población se han modificado desde 1853. Estos cambios deben reflejarse en la Constitución.
La Constitución nacional debe, finalmente, ser simple, para ser comprendida y amada por todas y todos los habitantes. Debe prescindir de disposiciones farragosas que sólo producen cortinas de humo que esconden acuerdos espurios. Sus capítulos de derechos y garantías, de fines del Estado y su organización, sus disposiciones sobre el régimen financiero y sobre los partidos políticos y las elecciones deben ser breves, claras, coherentes y pertinentes, para que todas y todos puedan vigilar y asegurar su aplicación. Las disposiciones sobre el funcionamiento institucional deberían dejarse para leyes orgánicas especiales a promulgarse en los diez años siguientes.
Quizá suene utópico proponer la reforma total de la Constitución como salida a la crisis de gobernabilidad, pero las utopías alimentan los sueños que enamoran a los seres humanos para que transformen el mundo. Si nos quedamos en las discusiones pequeñas con las que pretenden empantanarnos, retrocederemos. Sólo imponiendo para 2010 la agenda de reformas constitucionales, se satisfarán las esperanzas que el pueblo puso en este proyecto nacional, popular y progresista.
* Doctor en Ciencia Política, Universidad de Giessen (Alemania); profesor de la Universidad Nacional de Jujuy; integrante del espacio Carta Abierta.
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