EL PAíS › OPINIóN
› Por Ricardo Forster
Los días argentinos nos siguen confrontando con mundos que parecían olvidados o dormidos. Vemos reaparecer discursos que provienen, aunque maquillados de acuerdo con los nuevos aires de época, de antiguos arsenales; de la misma manera que al calor del conflicto desatado por las entidades de los dueños de la tierra se vuelve al debate político sacándolo de su ostracismo, aquel al que lo habían llevado las políticas neoliberales de los noventa cuando palabras como mercado, gestión, racionalidad fiscal, ajuste, etc., dominaban toda la escena sin posibilidad de interrumpir el discurso monocorde y terrorista de los economistas del sistema que habían desplazado hacia su total borramiento aquellas otras palabras que se insertaban en lo social, la redistribución, la injusticia y la desigualdad. Quizás un saldo positivo e inesperado de este conflicto sea el retorno a escena de esos mundos invisibilizados. Por eso, hoy, entre nosotros, discutimos no los puntos de más o de menos en las retenciones o el alcance en toneladas de soja de las devoluciones, sino que lo que se encara polémicamente en el terreno de la política y de las ideas son modelos antagónicos de país. Vale, en este sentido, el papel que le tocó al Congreso de la Nación como caja de resonancia de estas discusiones, un lugar que había perdido junto con el descrédito de gran parte de la clase política en la crisis del 2001.
En un libro fundamental de la filosofía política contemporánea (El desacuerdo), el pensador francés Jacques Rancière señala que la cuestión de la democracia no es otra que la de la igualdad o, dicho de otra manera, un poco más críptica, es la inclusión de los incontables (o de la parte de los sin parte, de los no propietarios), de esos otros que redefinen enteramente con su presencia la lógica misma del sistema político y que, por lo tanto, habilitan el núcleo central y decisivo de la democracia que, como el título del libro lo destaca, no es otro que la racionalidad del desacuerdo, la persistencia del litigio allí donde lo político viene a expresar la puja, no resuelta, entre los propietarios y los innumerables, es decir, los verdaderos portadores de la lógica igualitarista. Para decirlo en otras palabras: democracia es conflicto, es el permanente mecanismo a través del cual el desacuerdo, lejos de impedir la convivencia y la construcción social, potencia y recrea a la propia democracia allí donde habilita y despliega aquellas voces de la diferencia, voces que nos recuerdan lo insuperado del litigio por la presencia, insistimos, de los incontables. Con otro lenguaje, ligado a la economía, Aldo Ferrer ha destacado en su presentación en la Comisión de Agricultura de la Cámara de Diputados del Congreso de la Nación que hacer regresar a nuestro país a una política agroexportadora, y eso más allá de que se incorporen los recursos sofisticados de la agroindustria y sus derivados, supone imaginar que entre nosotros sobra la mitad de la población.
Su consecuencia, además de la brutal injusticia social que expulsa del mercado de trabajo a millones de seres humanos, es el vaciamiento de la democracia a partir de borrar precisamente a los incontables, a esos muchos que pujan por una igualdad que quedaría absolutamente clausurada en nombre de los “productores” y sus derechos de propiedad y rentabilidad. Sería reducir la democracia a la igualdad de mercado, “aquella según la cual se intercambian las mercancías y se reparan los perjuicios” de quienes pueden participar de las transacciones.
El modelo neoliberal tiene como fundamento la reducción de la comunidad política a un contrato entre personas que intercambian bienes o servicios, expulsando de la idea misma de sistema político la democracia como ámbito del litigio y del desacuerdo. La parte de los que no tienen parte, los no propietarios, serán colocados en los márgenes del sistema mientras se perpetuará, aunque ya vaciada de todo contenido, una retórica democrática. Una igualdad mercantil desplazará el litigio fundacional de lo político, transformando la escena pública en una prolongación del mundo empresarial asociado a los nuevos mecanismos privatizadores de la subjetividad contemporánea.
La paradoja de lo acontecido en estos meses arduos y difíciles es que un sector dominado por una lógica de mercado, profundamente atravesado por la lengua de la rentabilidad, haya abierto las compuertas de un debate político indispensable a la hora de sincerar proyectos antagónicos de país. Ha desnudado también, por qué no, los deseos “inconscientes” de ese mismo sector de convertirse en los delimitadores del futuro de los argentinos forzando el camino hacia un país agroexportador, incorporando en ese proyecto a amplios mundos de clase media que sueña con usufructuar algunos de los extraordinarios beneficios emanados de la especulación sojera, al mismo tiempo que, sin comprenderlo, favorece el regreso a políticas económicas que en las últimas décadas llevaron a la gran mayoría de la sociedad al borde del abismo.
El centro de la consumación de ese giro neoliberal, su naturalización entre vastos sectores de la población, han sido y lo seguirán siendo los medios de comunicación, verdaderas usinas reproductoras de este tiempo posdemocrático y pospolítico anclado, ahora, en el dominio de la lógica del mercado y en la reducción de todo debate de ideas a una consensualidad vacía e insignificante. “La identificación absoluta de la política –escribe Rancière– con la gestión del capital ya no es el secreto vergonzoso que enmascararían las ‘formas’ de la democracia, es la verdad declarada con que se legitiman nuestros gobiernos.”
Como si fuera un escándalo de época, las antiguas y vituperadas tesis del marxismo clásico, aquellas que señalaban “la verdad” económica de la política, se han convertido en el núcleo duro de la actualidad democrática, en el argumento devastador del Estado y en su transformación en figura impotente. Tal vez por eso, insisto, lo notable de estos días argentinos sea la claridad, y esto más allá de los ocultamientos mediáticos, de los cruces entre economía y política.
El conflicto abierto por la resolución 125 ha puesto en evidencia, si logramos salirnos de las simplificaciones embrutecedoras de ciertos lenguajes mediáticos, la hondura de un debate que atraviesa los fundamentos mismos de la idea de democracia como ámbito político del litigio por la igualdad. Discutir la renta extraordinaria de la producción agropecuaria no es apenas una cuestión ni de orden fiscal ni meramente un galimatías impositivo que queda en la órbita de los expertos; de la misma manera que la emergencia de un seudodebate constitucionalista quiere oscurecer la discusión de fondo, aquella que nos coloca en el corazón del desacuerdo. Y ese núcleo litigioso tiene que ver, acá y ahora, con el problema de fondo de la redistribución de la renta en un tiempo económico caracterizado por el intento de clausura de una práctica democrática que sigue apostando a la visibilización de los invisibles, que recoge los antiguos reclamos de los incontables en un sistema de cuentas que prefiere mantenerlos fuera de la distribución y fuera del trabajo.
Así como la Europa contemporánea, la que suele brindar cátedra de democracia e integración, acaba de profundizar canallescamente la criminalización de la inmigración llamada ilegal al mismo tiempo que perpetúa prácticas económicas que perjudican a los países más pobres del planeta en beneficio de sus productores agrícolas –y a la que ahora se le agrega la decisión de girar hacia los biocombustibles acelerando la curva exponencial en el aumento de los precios internacionales de los alimentos–; en nuestro país se levantan políticas agroexportadoras cuyo destino final es la consumación de una sociedad más desigual y excluyente en la que, algunos millones, disfrutarán del “éxito” sojero mientras una inmensa mayoría de argentinos caerán del otro lado del mercado convirtiéndose ya no en los incontables que pujan por entrar en la cuenta de la igualdad, sino en los desclasados sin oportunidades. Ese es, entonces, el corazón de nuestro desacuerdo, aquello que dificulta el diálogo y el consenso. La política, una vez más, habita en el conflicto y en el litigio, de sus despliegues y de sus resoluciones dependerá nuestra próxima hora democrática.
Lo que no calculaba la nueva derecha que se va perfilando en el escenario argentino es que la profundización confrontativa iba a disparar no solamente un proceso que imaginaban como destituyente de la legitimidad democrática del gobierno, sino que iba a abrir un debate más hondo y esencial en torno a “antiguallas retóricas” olvidadas en los desvanes de la memoria de los oprimidos. Hoy no solamente se discute la desertización producida por la expansión de la frontera sojera, también se vuelven visibles las voces y los rostros de los campesinos pobres de la misma manera que el litigio político ya no queda circunscrito a cuestiones formales o institucionales sino que regresa sobre el núcleo de lo social, de aquello que nos coloca en la querella en relación con la desigualdad y a la distribución de la riqueza.
La política, y eso más allá de los deseos de los dueños de la tierra o del propio gobierno, recupera su condición litigiosa, aquella que, siempre, tiene que ver con los incontables, es decir, con el deseo de igualdad de los que han quedado fuera de la suma.
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