Sáb 12.07.2008

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Vinculaciones

› Por J. M. Pasquini Durán

Debido a los múltiples impactos de ciento veinte días del conflicto agropecuario y a la vocación mediática por focalizar los costados dramáticos y las profecías apocalípticas de las controversias alrededor del mismo tema, la atención pública está subsumida en esa vorágine y son muy pocos los otros temas de la realidad que logran una mirada atenta y detenida, con excepción de las noticias policiales y los accidentes más sangrientos. Durante ese período, por ejemplo, en Sudamérica el único gobierno que logró un éxito de primera plana mundial fue el de Alvaro Uribe, aliado incondicional de Bush, por el Operativo Jaque, que liberó a Ingrid Betancourt y a otros catorce cautivos de la guerrilla colombiana. Brasil tuvo su momento por el descubrimiento de yacimientos de petróleo pero, sobre todo, después de que firmó el acuerdo con Bush sobre biocombustibles. Todos los demás aparecen amenazados de inestabilidad institucional a causa de problemas de distinta envergadura y por motivos diferentes, como si la región, por primera vez con gobernantes elegidos por el voto popular, estuviera otra vez al borde de una nueva época de oscurantismo.

Por si fuera poco, luego de 58 años de inactividad, Estados Unidos rearmó la IV flota del Comando Sur para “fortalecer los vínculos militares con los países de Latinoamérica”, según explicó en Buenos Aires Thomas Shannon, secretario de Estado adjunto para el Hemisferio Occidental en la Casa Blanca. Desde el atentado contra las Torres Gemelas y las sucesivas aventuras militares contra Afganistán e Irak, Washington fue casi indiferente con el llamado “patio trasero”, para fortuna de la región, pero la disputa por el “voto latino” entre Barack Obama y John McCain, que buscan la sucesión presidencial, puso a la zona otra vez en la mesa de operaciones del Pentágono y de la inteligencia de Estados Unidos. No es un secreto para nadie que los actuales procesos políticos sudamericanos expresan, entre otras opiniones mayoritarias, una decidida voluntad en favor de la autodeterminación nacional y la soberanía de sus decisiones, además de alentar la multilateralidad en las relaciones internacionales y la integración regional en vez del “libre comercio” que auspician los intereses norteamericanos. En otra época, esas ideas habrían sido acusadas de pertenecer a la órbita comunista, pero ahora tampoco son aceptadas con comodidad. Aunque sin la Unión Soviética en el otro polo del mundo, son atribuidas a rebrotes del “populismo”, cuyo epítome es Hugo Chávez, una suerte de nacionalismo demagógico y prepotente que no garantiza reglas de juego estables ni seguridad jurídica para los inversores extranjeros. Las contradicciones con Estados Unidos, según la larga experiencia histórica, tendrán influencias de distinta magnitud en el devenir político–institucional del territorio que recorre la IV Flota del Comando Sur.

Esto no quiere decir, por supuesto, que la carga política del desmedido lockout promovido por la Sociedad Rural y sus tres aliadas en la “mesa de enlace” haya sido financiada o auspiciada por el renovado interés antipopulista de la Casa Blanca, pero no debería descartarse que el clima creado por el conflicto sea aprovechado por toda clase de elementos hostiles al gobierno nacional. Ningún observador puede negar que la “mesa” hace rato que perdió el exclusivo interés en el debate sobre las retenciones a la exportación de granos para concentrarse en la demanda de un cambio más global del “modelo económico” que defienden los Kirchner. Cuando sus voceros más desaforados hablan de ir “por todo o nada”, de resolver la partida “por penales” o aluden al zoológico, donde moran los gorilas, como el lógico emplazamiento de su acto del próximo martes, ya no están hablando de “aplanar la curva” de las retenciones o mejorar los términos comerciales de la carne o de la leche. No podía ser de otro modo, además, porque ninguna de las cuatro patas de “la mesa” creció para este conflicto y cada una de ellas acunó una cultura política y social que atravesó todas las alternativas del siglo XX, estableciendo alianzas, comprometiéndose en gobiernos de facto y elaborando ideologías definidas, en su mayoría cruzadas con distintas derechas, desde la clerical y militar hasta las económicas, con fuertes rasgos antiperonistas.

Los que pensaron que este tipo de convicciones pertenecía, casi en exclusividad, a determinadas elites que, sin el partido militar que las representaba cada vez que las molestaba un gobierno, habían quedado aisladas por la democracia, estaban más inspirados por una expresión de deseos que por el análisis descarnado de la realidad. Desde la muerte de Juan Perón, en 1974, distintas expresiones de las derechas fueron ocupando el centro de la escena y aun la primera expresión democrática, Raúl Alfonsín, en 1983, tuvo que gobernar en el mundo de Reagan y Thatcher, que entronizaron el “pensamiento único” conservador, hasta que la hiperinflación manipulada por el nuevo poder económico lo sacó de la Rosada antes de tiempo. La década de los ‘90 fue entera del “pensamiento único”, que se prolongó hasta la crisis fenomenal del primer año del presente siglo. La frustración de la tercera fuerza, el Frepaso, que venía a romper el desgastado bipartidismo con el creciente apoyo del voto popular, significó mucho más que el fracaso de una conducción partidaria, puesto que dañó en profundidad la ilusión popular de una alternativa distinta.

Hace más de tres décadas, por lo tanto, que la sociedad está expuesta a la contaminación de la cultura por ideas conservadoras que reivindican al mercado y la riqueza como las máximas virtudes entre contemporáneos. La crisis de los partidos tradicionales dio lugar a nuevas formaciones pero que necesitan tiempo, años, antes de estampar un perfil propio y definido. Mientras tanto, se arman y desarman como un rompecabezas, en una danza de confusión donde agrupaciones que se reivindican de izquierda apoyan a la Sociedad Rural, como si la historia no contara para nada, o legisladores llamados progresistas votan en bloque con los que sirven a la “mesa de enlace” como si sus discrepancias, tal vez justificadas, con el Gobierno y el Estado fueran de tanto valor que no soportan ni siquiera una abstención. Fingen que, en efecto, todo el bloque político “del campo” sólo busca el bienestar de los productores pequeños y medianos. No hay necesidad de apelar a la cultura marxista, al materialismo histórico, a la lucha de clases, para entender que ese relato es de ficción. Alcanzan con el sentido común y los libros de historia argentina y latinoamericana.

El gobierno de Kirchner, enderezado a superar su debilidad de origen y a “sacar al país del infierno”, tampoco hizo mucho para contrarrestar las pasadas tres décadas de hegemonía conservadora. Creyó tal vez que la prosperidad económica y el combate contra la impunidad del terrorismo de Estado iban a producir cambios profundos en las culturas políticas, sobre todo en las clases medias tanto urbanas como rurales. Los primeros cuatro años no alcanzaron para organizar una fuerza propia y cuando llegaron las elecciones de octubre pasado, con cierto grado de soberbia, desde la Casa Rosada eligieron candidatos en provincias, a sabiendas de que en las mayores, excepto Buenos Aires, no tenían aliados firmes (De la Sota, Reutemann) o el peronismo no tenía chances como en Mendoza, Neuquén o Tierra del Fuego, entre otras. Algunos consejeros sugirieron abstenerse y dejar que las fuerzas locales hicieran todo el esfuerzo para acordar después con el ganador, si era posible. El consejo fue ignorado, pero al corto tiempo quedó en claro que lo que creían propio nunca lo fue.

Advertencias existieron, entre ellas las movilizaciones que siguieron en su momento a Juan Carlos Blumberg y la votación abrumadora en la Capital a favor de Macri, pero es cierto también que en el cuarto oscuro de localidades rurales que hoy están en las rutas, la candidatura de Cristina Fernández de Kirchner se impuso con comodidad. Con las clases medias de grandes centros urbanos quedaba la cuenta pendiente, pero el ambiente rural estaba del lado oficial. Fue una foto, pero no la película entera. Apenas el Gobierno cometió el error de sancionar la resolución 125, que operó como la piedra del escándalo, sin el debido trabajo previo en busca del consentimiento, la “mesa de enlace” encontró la grieta para desahogar todo lo que venía acumulando en contra del discurso y del modelo peronista de acumulación. Creyeron, también, que la oportunidad era inmejorable porque el gobierno de Cristina, mera prolongación del anterior, no tendría plazo de espera y sí, en cambio, la fatiga de material por el rodamiento excesivo en el período anterior, sobre todo cuando armó su gabinete con los mismos funcionarios que sirvieron a su marido. Contaron con la adhesión plena o la simpatía oportunista de la mayoría mediática, no sólo en la Capital, donde se puede encontrar diferentes puntos de vista, ya que en casi todo el interior la unanimidad del relato es apabullante. Y se tiraron a la yugular.

El peronismo no se rinde y, es más, disfruta de las batallas por el poder con el entusiasmo de los que heredaron experiencias tan crueles como la proscripción de 18 años y el gorilismo cerril. En esa cultura de la resistencia fueron formados los temperamentos de los Kirchner, lo que les permite conectarse muy rápido con sus cofrades, aunque les cuesta mucho más alargar esa buena química a quienes no comparten banderín ni legados. Tienen modales, discursos y estilos peronistas, porque se han ganado el derecho de ejercerlos por la legítima vía legal de las urnas. De aquellos tiempos, como sabe todo peronista aguerrido, la calle no se puede perder (hasta Menem contestó con la Plaza del Sí a la Plaza del No), y el martes, en el Congreso, medirá convocatorias con la movilización, citada el mismo día a la misma hora pero en distinto lugar por la “mesa” de cuatro patas. En esa fecha, la confrontación no será una reedición de la vieja antinomia de gorilas y descamisados, porque en esta oportunidad la disputa es de otro carácter, de naturaleza muy diferente. Está en juego nada menos que una decisión principal sobre el poder: ¿quién administra el Estado, los que eligen las mayorías en las urnas o las corporaciones económicas? Es una batalla más, ni el principio ni el final del enfrentamiento, un tira y afloja que está presente en cualquier democracia capitalista. Para resolverlo no hacen falta los marines de la IV Flota, sino la voluntad de los ciudadanos con el coraje suficiente para hacer valer la soberanía popular.

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