EL PAíS › OPINION
Una evocación de un gran boxeador. Hubo que achicar la mesa chica, se fue Alberto Fernández. Su salida, un síntoma de la diáspora. La agenda positiva de la semana, avances mayores y menores. Luciano Benjamín, en galera. La 125, Moreno, el Indec, luchas desparejas. Y algunos rounds más.
› Por Mario Wainfeld
Carlos Monzón era un boxeador colosal, agresivo al mango. Un noqueador frío e imbatible. Produjo una seguidilla de victorias en el Luna Park, que se colmaba en una época en que la actividad atraía a un público profano y seguramente exitista, como ahora ocurre con el tenis o el básquet. En una de sus peleas más recordadas, un rival (el norteamericano Benny Briscoe) lo sorprendió con una piña terrible que lo puso groggy. Monzón, aún con la mirada perdida, optó por aferrarse a su rival. Su primer (brillante) reflejo fue mirar el reloj que indicaba cuánto tiempo quedaba para terminar el round. Mantuvo el clinch todo lo que pudo, “hizo tiempo”. Zafó, penando llegó a su rincón, remontó la pelea, la ganó por puntos. El cronista, que no es muy devoto de las citas de Sun Tzu, sabe que el boxeo (como la guerra) es menos sofisticado que la política. Pero le atrae por su sencillez la comparación con un deporte individual en el que coexisten ataque y defensa, en cualquier instancia. La destreza del boxeador radica en medir el momento, no en aplicar una táctica única, así sea aquella que le es más fructífera.
La evocación le salta mientras observa al kirchnerismo que ha recibido dos golpes duros, simultáneos y realimentados: la derrota en el conflicto y una diáspora en su tropa. Como Monzón, está perdiendo un round por varios puntos, como él tiene tiempo por delante, si sabe “ganárselo”, rearmarse y recobrar fuerzas. Claro que, nuevamente, la política es más intrincada que el boxeo. Pero, y ahí termina este proemio, hay una condición necesaria que es saber medir en cada momento la correlación de fuerzas.
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Contrapesos: La cuestión agropecuaria perdió centralidad, una buena nueva para la Rosada. Varios hechos centrales de la semana giraron en torno de acciones del Gobierno, de políticas públicas. Ese es el escenario que el oficialismo y el conjunto de la sociedad necesitan para remontar un trance monotemático y costoso aún en términos de productividad colectiva. Dos caras del gobierno quedaron retratadas en las primeras planas de los medios. En un platillo de la balanza: la reestatización de Aerolíneas, la convocatoria al Consejo del Salario y la sentencia contra varios represores, encabezados por Luciano Benjamín Menéndez. En el otro, la salida de Alberto Fernández del Gabinete. La agenda positiva de un lado, la tensión intestina del otro.
Echémosle un vistazo, de a uno en fondo.
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A mí me gusta volar: La reestatización de Aerolíneas tiene precedentes entre controversiales y deprimentes, empezando por su entrega desenfadada, siguiendo por la rapiñera gestión del adquirente, sumando acciones destructivas de funcionarios locales y algún sindicato. Se llegó a una situación terminal, que no habilita una salida óptima, gratuita o indolora. El Gobierno eligió una vía, que nimbó del marco institucional necesario: intervención del Parlamento y los organismos de control. La propuesta, polémica, irá al ágora. Tendrá apoyo en los gremios que protegerán la fuente de trabajo y debería tenerla en gobernadores e intendentes de provincias, pues es la única línea que no deja definitivamente descolgadas muchas ciudades desdeñadas por la pléyade de empresas hijas y parásitas de la desregulación salvaje.
El argumento estatalista y el federalista serán banderas del oficialismo y los sindicatos. Los opositores hincarán el diente en varios desaguisados previos, recusarán las cuentas. El juego democrático –que incluye la esfera argumentativa, la ocupación de la calle, la denuncia y remata en los mecanismos institucionales– dará una vía de salida a la situación.
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Un Consejo mejor presentado: El Consejo del Empleo, la productividad y el salario mínimo vital y móvil (“El Consejo”, en adelante) es una valorable resurrección que emprendió Néstor Kirchner en 2004. Un ámbito donde debaten corporaciones empresarias y de trabajadores (con la inclusión pionera de la CTA) fue un avance sugestivo. En lo operativo, fiel a su código genético, Kirchner trató de limitar la esfera de competencias (y aun la cantidad de reuniones) del cónclave. Se congregó puntualmente, dirimió aumentos del salario mínimo sin mayores tormentas (con el decisivo arbitraje de un gobierno más firme que los anteriores frente a las patronales) y bajó la cortina lo más pronto que pudo.
En 2008, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner innovó virtuosamente la liturgia de la convocatoria. Suplió la clásica foto de Kirchner junto a Hugo Moyano (que suscitaba reproches de las centrales empresarias y la CTA), los recibió a todos en la Casa Rosada, ladeada por Carlos Tomada. El líder de la CGT aceptó el cambio escénico, con la sola condición de mantener en la Rosada la relación proporcional que existe en las reuniones: tres dirigentes contra uno de la Central alternativa. Se sentó al lado de Hugo Yasky.
El guarismo final del nuevo salario mínimo vital y móvil se pulseará, no agotará el temario ni, trascartón, se cerrará hasta el año próximo el Consejo. La CTA volverá a presentar una de sus más estimables banderas, la universalización de la asignación familiar por hijo. Se trata de un mecanismo de redistribución de la riqueza, que acortaría la brecha entre trabajadores formales (que agregan a sus sueldos esas asignaciones) versus los informales o desocupados. Una forma de ir reparando uno de los datos más chocantes de la nueva configuración de la clase trabajadora. El oficialismo (incluidos los dos presidentes y la ministra de Desarrollo Social) han sido remisos a la herramienta, por juzgarla contraproducente para la cultura del trabajo y, eventualmente, superflua ante la baja del desempleo. El transcurso del tiempo ha matizado su juicio pues se corroboró que la creación de puestos de trabajo no terminó con las desigualdades al interior de la clase obrera: el primer nivel del Gobierno presta más escucha a la propuesta. El propio Kirchner pidió a economistas cercanos a la CTA un cálculo del costo de esa política social innovadora, que crearía un nuevo derecho ciudadano. Son cifras elevadas, que fluctúan según el tratamiento que se dé a los monotributistas, varios miles de millones de pesos en cualquier caso. Serían contrapartida de una acción progresista difícil de empardar. Estará sobre la mesa, promovida por la organización de base sindical que más bregó por los desocupados. Incide a su favor su sentido social directo y obvio, centrado en los pibes. Le juega en contra cierto laborismo persistente y también el costo fiscal. Si se plasmara sería un salto de calidad, que redondearía la presentación abarcante que centralizó la Presidenta.
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La cabeza de Luciano Benjamín: Uno de los centuriones del terrorismo de Estado recibió una condena justa. Fue en juicio ejemplar, presidido por un Tribunal que otorgó plenas garantías de defensa y que también veló por la difusión del proceso. Luciano Benjamín Menéndez, que ya reside en una cárcel común, fue uno de los generales más poderosos de la dictadura, una figura mucho más relevante en el plan sistemático que otros represores condenados como Miguel Etchecolatz o Christian Von Wernich. El desemboque se produjo a sala llena, sin incidentes. El colega Diego Martínez hizo en este diario un preciso relato esa jornada histórica.
La presencia del secretario de Derechos Humanos Eduardo Luis Duhalde y la del gobernador Juan Schiaretti (demostrando que no son absolutas las grandes diferencias entre la administración nacional y la gobernación) trasuntaron el alcance de una política de estado exitosa del actual oficialismo. Tiene un linaje largo: recoge la mejor parte del legado del gobierno de Alfonsín, arraigó en la lucha del movimiento de derechos humanos, se plasmó en una ley aprobada por un amplio arco partidario, se sustenta en el activismo del ejecutivo y de la Procuración General, adicionando el respaldo de una Corte Suprema confiable e independiente. Es un estadio más de una construcción político institucional, un escalón alto (por la dimensión del principal convicto) en la búsqueda de verdad y justicia.
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Qué va a ser de ti lejos de casa: La renuncia de Alberto Fernández descompensó el saldo semanal contra el oficialismo, tanto por su entidad como por el modo en que se obró. A esta altura de la soirée ambas partes aseveran que querían desligarse pero, en lo fáctico, fue el jefe de Ministros quien primereó con su dimisión y la anticipó a los medios, una operación que siempre enardece a los Kirchner. No haber podido consensuar una presentación más prolija, que preservara la primacía de la titular del Ejecutivo, es una señal bruta de pérdida de affectio societatis, de convulsión entre aliados.
Cuando Martín Lousteau, harto de ser ninguneado, llevó su renuncia a Alberto Fernández, éste le dijo que no le reprochaba los móviles de su actitud pero sí que la manejara por la libre. “Cuando uno se suma a un proyecto político no es dueño de su renuncia”, díjole el entonces jefe de Gabinete, según su propia narrativa. Poco después, él replica esa gestualidad. Es otra magnitud: no ya la de un funcionario novel en el kirchnerismo, sino la de uno de sus fundadores, del único ministro con acceso a la mesa chica, del contertulio más asiduo de Olivos, en paridad con Carlos Zannini. Algo se resquebrajó en el férreo mecanismo de la cúpula oficial y no es sólo la obediencia del Ministro Jefe.
En la explicación de los Kirchner, priman las crecientes diferencias sobre medidas de fondo, en especial la relación con los medios y la reforma de la Ley de Radiodifusión que el oficialismo no desiste de impulsar. En la de Fernández, lo esencial es la cerrazón de sus jefes políticos ante la realidad y su obstinación en no aceptar signos evidentes de la realidad. Como en toda rencilla familiar es factible que las partes tengan su parte de razón. Pero la pelea es bastante más que la sumatoria de esas diferencias, que siempre existieron y se zanjaron.
La salida de Fernández resuelve de modo brutal su pulseada con Julio de Vido que Kirchner mantuvo en vigencia y en equilibrio durante su presidencia y que la Presidenta revalidó al designar su Gabinete. La percepción extendida dentro del equipo de gobierno es que esa brega no se ha cerrado y que su resultado actual es preocupante.
Fernández fue un gestor de los Kirchner, un accionista minoritario, un ejecutor de sus directivas. Eso debería atenuar el énfasis de sus críticas a modos, personajes y políticas. Pero, a la vez, es también real que el ex ministro fue casi el único protagonista que advirtió a Cristina y Néstor Kirchner sobre los desaguisados que fueron eslabonando en la batalla por la Resolución 125. Ese papel le granjeó valoración de ministros, secretarios y legisladores, que compartían (cuando no alimentaban) sus reservas pero no las sinceraban ante sus jefes políticos. Ese mecanismo incitador al silencio es un nodo del modo radial de conducción, que parece haber tocado sus límites. Fernández fue un reservorio de sensatez en una etapa trastabillante del Gobierno, pero se movió dentro de un orden de cosas que él había ayudado a edificar.
La incomunicación se radicalizó durante el trámite parlamentario, en el que Fernández era el intermediario de “malas noticias”, que caían como indigestas en Olivos. La erosión se acentuó, se hizo muy dura en las horas posteriores a la votación en el Senado. Lo demás son anécdotas de Palacio que esta crónica ahorrará en aras de subrayar las vigas de estructura de un esquema demasiado cerrado y poco flexible.
Fernández quiso preservarse, por eso llevó su renuncia a los medios antes que a la Presidenta. Y procuró con su gesto incitar a un debate interno y a eventuales renuncias de otras figuras relevantes. Si un allegado fiel, sin especial peso fuera del dispositivo kirchnerista, optó por esos mecanismos los problemas no son sólo suyos.
Especular sobre el futuro político de quien fuera elenco estable durante más de una década es aventurado. El imagina comandar un espacio de contención dentro del kirchnerismo, un portento que suena difícil de plasmar. En su torno se entusiasman con la ovación que recibió en el Salón Blanco, con los plácemes mediáticos, con las llamadas telefónicas en cascadas (desde Duhalde hasta Prat Gay, pasando por Julio Cobos y unos cuantos gobernadores), con la hiperquinesis de estos días. La experiencia general prueba que al funcionario saliente, ni qué decir al renunciante, se le hace cuesta arriba sostener ese nivel de activismo y centralidad.
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La mirada del otro: Un momento traumático en la vida de las personas o los dirigentes políticos es cuando confirma los trazos más gruesos de la caricatura que trazan de él sus antagonistas. Los críticos de Néstor Kirchner lo describen como una máquina de confrontar, un sujeto incapaz de urdir consensos, encerrado en un conjunto pequeño poco abierto a sumar. No es pura falacia, no es toda la verdad.
Para colmo, a fuer de francos, Kirchner y muchos de sus allegados parecieron disfrutar sobreactuando ese papel desde marzo para acá.
Sin embargo Kirchner no logró acrecentar su reputación, mejorar su imagen y acrecentar el poder político chocando de frente, sin acumular apoyos. Su envión primero fue convocar a sectores desdeñados por anteriores presidentes (organizaciones de derechos humanos, movimientos sociales, intelectuales progresistas o nac & pops). Topó duro contra adversarios fuertes pero también desacreditados: la Corte, el FMI, los represores. Lo hizo acompañado mucho más allá de los escuetos límites de su fuerza propia. Ganó casi siempre, pero cuando recibió alguna piña (del obispo idem en Misiones, de Blumberg por caso), hizo clinch y dio por terminado el round.
Lo que parece ajeno al mapa kirchnerista es que el conflicto con el campo fue distinto, lo puso frente a un actor social inesperado, muy poco conocido por un gobierno anquilosado y poco provisto de información fresca o de canales de comunicación. Quiso identificar un colectivo plural y vasto con un tramo desprestigiado, no coló. Y se obstinó en no sumar aliados circunstanciales, hipótesis leída como confesión de debilidad.
Mirado más en general, el liderazgo de Kirchner hasta 2007 aun en sus acciones más inconsultas tuvo un aval tácito bastante extendido, hijo de la emergencia. Su decisionismo le convenía a todos, los sectores productivos y los actores políticos, porque los traccionaba a un terreno menos pantanoso. El “problema” es que, llegados al Purgatorio, la situación cambió, en pendant con los requerimientos y la fortaleza de los otros.
La adhesión de peronistas, radicales K y fuerzas transversales fue un quid pro quo: les convenía a todos. Los boinas blancas trasplantados a la Concertación Plural conservaron las gobernaciones, el único mandatario provincial que no tenía posibilidad de reelección fue sumado a la fórmula presidencial.
Los gobernadores peronistas, al mando de provincias empapeladas con cuasi monedas, titulares de un futuro brumoso salieron del pozo, revalidaron en general o impusieron a sus delfines.
Como poco (¿como poco?) todos ganaron sustentabilidad política y económica: se pusieron al día con los salarios de empleados públicos y reencauzaron bastante las economías regionales.
Esos contratos de tracto sucesivo, cambiaron sus reglas. Pocos se han rescindido de por vida, todos deben ser renegociados. El arte de conducir no es un manual de dos o tres herramientas, varía con la configuración de la sociedad, de sus factores de poder, de sus actores políticos.
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Gestas y empaques: El oficialismo fue arisco al armado político, al encuadramiento masivo, a la convocatoria de cuadros, todo en aras de preservar el mando único. La concentración en las decisiones, el enfrascamiento en grupos de decisión pequeños, la inorganicidad de los aliados, las listas direccionadas sólo a sumar votos para la presidenta Cristina fueron búmerans en la crisis de 2008, cuando emergió en frente un adversario coaligado, con capacidad para aunar (atada con alambre) a la oposición y dotada para la movilización masiva. Es llamativo, el déficit previo mejor paliado fue el de la carencia de nuevos aliados y de aliados con capacidad de movilización. Desde jóvenes con poca gimnasia previa hasta los intelectuales de Carta Abierto, el kirchnerismo cosechó adhesiones que no había cultivado con fervor. No es azar, las retenciones móviles era una medida justa (más allá de su tremolante implementación), que se imbrica con la defensa de la intervención estatal y la redistribución.
La disputa perdida no era el fin de la historia, ni la madre de todas las batallas (un fantasma recurrente en el imaginario kirchnerista, bastante disociado de la parábola de la transición al purgatorio, necesariamente etapista y acumulativa). Pero abordaba, con flaquezas, un par de debates esenciales. Perderla en esta instancia fue un mal golpe.
No hay modo de decir lo mismo acerca de un par de querellas perdidas que el gobierno tozudamente quiere prorrogar. Una es la persistencia de Guillermo Moreno, una épica que sólo conmueve a un puñado de funcionarios. El hipersecretario, en el mejor de los casos, ya cumplió su ciclo. Una idea clásica domina el magín de la pareja presidencial: su cabeza es un trofeo para la oposición. Lo será, como el clinch es una ratificación de haber sentido el golpe, pero también será un modo para salirse de otra polémica que lo pone en minoría.
La restauración creíble del Indec es otro deber inminente. La defensa de sus ruinas es incompatible con cualquier discurso que enaltezca lo público-estatal. Y agrega fastidio masivo a la inflación, que es un problema cotidiano que todos perciben, especialmente quienes (por la injusta distribución del conocimiento y la información) no tienen acceso cotidiano a la lectura de los diarios o ni siquiera saben qué significa la sigla Indec.
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Telón lento: Una de las patentes diferencias entre el boxeo y la política es que, en esta arena, la duración de los rounds no está tasada sino supeditada a la acción de los contendientes. Al Gobierno le conviene buscar el gong de ese round connotado por la derogación de la Resolución 125 y la dispersión de sus filas. Para salirse, debe reconocer su crisis y obrar en consecuencia. Algunas acciones de esta semana, ya se dijo, iluminan un rumbo que requiere enriquecerse. Básicamente ampliar la agenda de acción, agregar acciones novedosas. E incorporar a su elenco caras y voces no desgastadas que relancen la gestión de Cristina Kirchner que todavía no tiene color ni sabor propio.
La semana que viene deparará una tribuna ruidosa, adversa al oficialismo. Se inaugura la Exposición Rural, en su predio currado al Estado con manejos corruptos. No habrá funcionarios para ser chiflados despectivamente, como padecieron Raúl Alfonsín o sucesivos secretarios de Agricultura. Lloverán aplausos, como les cupo a Juan Carlos Onganía, a Jorge Rafael Videla, a Carlos Menem, predadores de vidas y patrimonios de la mayoría de los argentinos. Una pléyade de dirigentes –desde Elisa Carrió hasta Cobos, pasando por Felipe Solá o Mauricio Macri– se encarnizará en la puja distributiva por la ovación tilinga. El oficialismo podrá embroncarse, es inexorable, pero debería aprovechar el tiempo que va de lunes a viernes en mirar su propio rostro. Lo urgente es salirse de este round asumiendo el mensaje y sin negar las bajas que ya produjo o que deben sincerarse.
Lo importante, debatir un modelo de desarrollo y medidas que trasciendan el día a día, tampoco debería demorarse mucho más.
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