EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
El voto de Cobos, como hecho en sí, ya quedó atrás. Habitual en Argentina, aunque en realidad es un fenómeno mundial producto del vértigo y la acumulación informativos, de la cultura clip, de que cada vez se diga más para que cada vez se comprenda menos: cualquier hecho rimbombante, de cualquier índole, tiene la capacidad de desaparecer al rato o a los pocos días.
Lo mismo sucederá con la renuncia de Alberto Fernández y con todo otro episodio político que sobrevenga tras la crisis que no sólo envuelve al Gobierno sino al conjunto de la dirigencia política y, en consecuencia, de la sociedad. Y pasa eso porque en definitiva, precisamente por estar en crisis ideológica y política, quedan ocultas las discusiones de fondo. Ocultadas ex profeso, mejor dicho. Cuando las cosas no están claras o se está en duda respecto de hacia dónde avanzar, la actividad política no se diferencia del resto de las relaciones humanas. Se pegan vueltas para ganar tiempo. O para perderlo, si se prefiere. En general, el panorama analítico de estos días es un verdadero manual de la insignificancia; aunque cabe reconocer que lúdicamente es atractivo porque resulta imposible sustraerse de la cantidad aumentada de chusmeríos de palacio. Es muy tentador leer anécdotas y versiones sobre las intimidades del poder. La “gente” se siente informada del culo y calzoncillo de los que están arriba. Aunque sepa, en el fondo, que mucho de lo que le dicen requeriría que los medios dispongan de “El hombre invisible”. Pero al cabo, uno se ensimisma leyendo los diálogos literales y los insultos textuales que Cristina y Néstor se habrían dispensado en la soledad de la habitación de Olivos; y les saca el potencial, y se mete en eso y lo incorpora como dato que después cuenta en el trabajo o en el café o con la familia, para sacar pecho de que se tiene la data precisa. Eso o cada conversación que Fernández sostuvo con la pareja en sus últimas horas como funcionario; o cada llamado de cada intendente o gobernador que le vende a la prensa lo que le habría dicho a quien sea que more en la Rosada y adyacencias; o cada registro de la cara que tenía cada cual en la asunción de Massa.
Hay otros aportes formidables, que sin el concurso mediático dejarían a la sociedad huérfana de razonamientos profundos. Por ejemplo, que la táctica de Carrió y de la oposición es seguir presionando por la renuncia de Guillermo Moreno, con el objeto de que no lo echen nunca para no aparecer cediendo a las presiones, y que el Gobierno continúe desgastándose. O bien, que Massa no es otra cosa que un almácigo regado en Olivos. O bien, que Cobos se echó atrás porque la hija le dijo que si votaba a favor del proyecto oficial no podría seguir caminando tranquila por Mendoza. Esto último se simplemente portentoso. Lo importante fue conocer (y apiadarse por) que el vicepresidente de la Nación votó en contra de su gobierno abrumado por el ruego de sosiego de su familia, en lugar de que sea escandaloso que la política se decida por lo que le pide la familia. Y en semejante circunstancia.
¿Todo esto es casual? No, es causal porque en esta clase de descripciones, omisiones y frivolidades se entreteje aquella táctica dominante de ocultar lo prioritario por vía de lo insustancial. Lo que debería estar en debate, y va la advertencia de que sonará trivial, es el modelo de país, afectando cuáles intereses y en alianza con quiénes. Sin caer en vulgaridades facilistas, de naturalezas tales como que Argentina debe volver a ser el granero del mundo o que el pueblo sólo se redimirá cuando llegue la revolución proletaria universal, podría exigirse que se polemice más o menos en serio entre, pongamos: un esquema agroexportador a la clásica, que a estar por el relato liberal fue afectado históricamente por los populismos y nos impidió ser Australia o Nueva Zelandia; o un modelo de desarrollo anclado en el Estado como único burgués esclarecido probable, con vocación redistributiva de la riqueza (después hay que discutir cuál es la construcción política que requeriría un Estado así, por supuesto, y ahí sí entra si no queda otra que recurrir a la CGT y a los barones del conurbano, entre otros tópicos). No es que no se consiga de todo esto, pero lo que hay es escaso. Lo masivo lo domina el pasatiempo y entonces se discute, como muchísimo, si lo de Cobos es o no traición personal, en lugar de a cuáles intereses representó el voto de Cobos.
El resto se lo lleva la derecha, bien que –por ahora– con serias dificultades de articulación política. Fue más eficaz: dejen producir a los que más tienen, integrémonos al mundo que nos reclama y van a ver cómo la riqueza se desparrama solita. El Gobierno es un relato contrario a ése, pero su única prueba concreta fue haber resuelto ir hasta el fin, con una comunicación horrorosa, en la defensa de meterle más mano a la renta exorbitante de los productores agrícolas de la pampa húmeda. Nada más. Le sirvió para concitar la adhesión, o el apoyo crítico, de sectores intelectuales y de porciones de la clase media que todavía tienen memoria. Lo demás va comiéndoselo la inflación, los personajes impresentables, el tren bala. Y terminan convirtiéndose en un híbrido acostado por derecha sin beneficio activo por izquierda. Si la discusión pasa por que Kirchner se entromete más de lo debido o si Massa es una zanahoria para erigir imagen de moderación; si la propuesta es sumar efectismos de cambios de funcionarios y se cree que retomar la iniciativa política consiste en eso, el Gobierno selló su defunción. Por la ruta de los cambios de maquillaje pierde seguro. Por la de fugar para adelante discriminando la aplicación del IVA; universalizando un subsidio contra la pobreza; cambiando la recaudación y orientación de los impuestos; afectando los abusos de las cadenas de comercialización; instrumentando de una vez por todas la movilidad de las jubilaciones; y de ahí en más cuanto se pueda y deba hacer en dirección popular mientras construya un soporte de respaldo auténticamente más grande (porque de lo contrario no tendrá fuerza para imponer nada), podrá perder pero aunque sea habrá valido la pena. Quedó comprobado que persistir sin más en la base de alianzas y apoyos tradicionales, como el aparato del PJ y la eterna viscosidad de los radicales, no sólo no le alcanza sino que es un boomerang.
Alguna gente, de variado espectro ideológico, está encargándose de recordar que los K nunca fueron de izquierda. Es cierto. Quien quiso ver otra cosa se equivocó. Pero también es cierto que, durante la primera etapa de la gestión, se abrió la posibilidad de tejer cambios con alineación progresista. Si acaso el Gobierno generó eso por interés oportunista, ahora lo tiene por delante como necesidad. Apostar a subsistir como fotocopia de la derecha será más inútil que triste.
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