› Por José Natanson
La reestatización de Aerolíneas y la difusión de un informe del Banco Central de España sobre la inconveniencia de invertir en Argentina reactualizaron el eterno debate sobre la relación entre ambos países. Luego de leer el documento, Cristina Kirchner reaccionó con dureza, como ofendida por el golpe artero de un amigo, a lo cual los analistas de siempre salieron a advertir sobre los riesgos de maltratar a la que consideran una de las pocas anclas que nos quedarían antes de hundirnos en las profundidades chavistas. Sin embargo, si se miran con un poco de atención los números de la economía es fácil descubrir que España es irrelevante desde el punto de vista comercial y menos significativa que Brasil y Estados Unidos desde la perspectiva de las inversiones, lo que no quiere decir, por supuesto, que carezca de importancia. Veamos.
Conviene empezar despejando el fantasma de la dependencia. En su sentido más clásico, la dependencia alude a una relación en la cual los países periféricos venden productos primarios a una metrópolis que, a su vez, coloca allí bienes manufacturados y de alto valor agregado. Aunque en la memoria de largo plazo esto remite al saqueo de la plata de Potosí y el oro de los Incas por los conquistadores españoles, y aunque el recuerdo más cercano alude al imperialismo yanqui, las cosas ya no son lo que eran: Estados Unidos es un gran productor mundial de alimentos que no necesita de los países del Cono Sur en este aspecto, mientras que España compra productos alimenticios a Europa del Este y resuelve su enorme dependencia energética con importaciones de Rusia, Argelia y el Golfo Pérsico.
En realidad, la verdadera relación de dependencia argentina, al menos desde la perspectiva del comercio exterior, ya no descansa ni en Estados Unidos ni en España sino –para horror de los pocos comunistas que quedan por ahí– en China. Como sostiene Julio Sevares (Cooperación Sur-Sur o dependencia a la vieja usanza?, Revista Nueva Sociedad Nº 207), el 95 por ciento de las ventas argentinas a China son productos primarios (básicamente alimentos y minerales) o manufacturas agropecuarias.
En los últimos años, China ha multiplicado por cinco sus compras de poroto de soja, pero mantiene estancadas las de aceite y harina, lo que refuerza las presiones primarizadoras sobre la economía local. Incluso las pocas obras de infraestructura realizadas aquí por China se limitan a sistemas de transporte para sacar más fácilmente los productos primarios, en una versión actualizada del esquema ferroviario campo-puerto construido por los ingleses en el siglo pasado y que con tanto entusiasmo hoy quiere revivir el cineasta Pino Solanas.
La sensación de que Argentina mantiene con España un vínculo colonial se explica también por el boom de inversiones de los ’90. En aquella época, en el momento más brillante del largo ciclo de modernización posfranquista, España aprovechó como nadie las privatizaciones, la apertura y la desregulación implementadas en Argentina y se convirtió en la principal fuente de inversión extranjera en el país, por delante de Estados Unidos y Francia. Según estimaciones oficiales, entre 1992 y 2001 las inversiones españolas en el país alcanzaron los 26 mil millones de dólares.
Por supuesto, una parte importante de estas inversiones se limitó a un simple cambio de manos de paquetes accionarios, sobre todo en las privatizaciones, mientras que otro porcentaje fue inversión productiva. En cualquier caso, lo central es que Argentina se convirtió, junto a Brasil, en el principal receptor de inversiones españolas en la región, con 33 por ciento del total. Repsol, Santander, BBVA y Telefónica fueron algunas de las compañías ibéricas que desembarcaron en estas pampas. En 2001, se calculaba que las empresas españolas explicaban alrededor de 3 por ciento del PBI argentino.
Naturalmente, el colapso de la convertibilidad y la crisis posterior afectaron las inversiones españolas en el país, un poco porque la recesión redujo de manera natural las fabulosas ganancias obtenidas en el pasado y otro poco porque la salida macroeconómica encontrada –la superdevaluación del peso– disminuyó el precio de sus activos y achicó el flujo de capitales a sus casas matrices.
Según los cálculos de Jorge Blázquez y Miguel Sebastián (“El impacto de la crisis argentina sobre la economía española”, Real Instituto Elcano), entre 1999 y el 2002 el PBI español habría crecido 0,8 por ciento más si no se hubiese producido la hecatombe argentina. Esto explica que las empresas españolas reaccionaran indignadas, intentando frenar la devaluación primero y presionando por un ajuste de tarifas después. Sin empleo fijo tras su salida del poder, Felipe González se convirtió en el lobbysta de lujo de estas operaciones.
Hoy, luego del colapso del modelo de los ’90 y tras cinco años de recuperación económica, la relación entre Argentina y España se encuentra en otro nivel. Desde el punto de vista comercial, el vínculo es irrelevante: las exportaciones españolas a la Argentina no llegan al uno por ciento del total y las de Argentina a España apenas arañan el 4 por ciento.
El rol de España como inversor en Argentina, por supuesto, sigue siendo central: las inversiones de capital hundido realizadas en los ’90 y la rápida recuperación posconvertibilidad convencieron a los gerentes ibéricos de no retirarse del país. Paralelamente, otras empresas aprovecharon la expansión de áreas hasta entonces estancadas, como el turismo, para apuntalar nuevos rubros, sobre todo la hotelería, donde España es el segundo mayor inversor luego de Estados Unidos. Asimismo, las inversiones españolas son importantes en la construcción y ciertas ramas de los servicios.
Sin embargo, el peso relativo de las empresas españolas ya no es el del pasado. Algunas muy relevantes, como Repsol, han cedido parte de sus acciones, y otras han congelado sus inversiones. Es este movimiento, lento pero ya perfectamente apreciable, el que explica que hoy el principal origen de las inversiones extranjeras en Argentina ya no sea España, como en los ’90, sino Brasil, como parte de una articulación económica cada vez más sólida entre los dos grandes socios del Mercosur. El segundo, de acuerdo con los últimos datos, es Estados Unidos.
Vuelvo a los episodios de la semana. El trámite parlamentario de reestatización de Aerolíneas, adornado con la declaración de Hugo Moyano sobre los gallegos deudores, se sumó al informe del Banco Central español. Mezcla de datos macroeconómicos (situación fiscal, reservas) con percepciones de riesgo crediticio y variables imposibles de cuantificar (“estabilidad política”, “respeto a los contratos”), el informe no estaba dirigido a la Argentina ni debería interpretarse como una opinión oficial de La Moncloa, pues el Banco Central de España es, como todos los bancos centrales de la zona del euro, más una sucursal del Banco Europeo que un organismo dependiente de Rodríguez Zapatero.
Por el modo en que fue elaborado y las conclusiones a las que llega (equiparar a la Argentina con Camerún, por ejemplo), el documento es un típico producto de tecnócratas que no debería tomarse en serio, aunque sí puede funcionar como un indicador más bien rústico de una tendencia más vasta. Según los últimos datos de la Cepal (“La inversión extranjera en América Latina y el Caribe 2007”), la Argentina recibió en el último año menos capitales externos que Brasil y México (lo cual es lógico) pero también menos que Colombia y Chile (lo cual es menos explicable). Y aunque es cierto, como insiste Aldo Ferrer, que la revitalización de los últimos años se dio en buena medida gracias al ahorro interno, en el largo plazo la inversión extranjera va cobrando mayor relevancia.
Como sea, la dolida reacción de Cristina –esos ecos de corazón partío– fue tanto una respuesta directa al informe como un reflejo de la densa relación que nos une con España. Poco significativa en el aspecto comercial y decrecientemente importante –aunque todavía muy relevante– desde el ángulo de las inversiones, el vínculo es también político (y afectivo, por supuesto). Y es este último aspecto el que tal vez resulte más irritante. Ocurre que España, con una economía crecientemente internacionalizada y una prosperidad que recién ahora se ha comenzado a poner en duda, hace tiempo que ha decidido moverse como lo que realmente es: un rico país europeo con un puñado de agresivas compañías que se proyectan por el mundo, y un Estado dispuesto a defenderlas.
Incluso en el Río de la Plata.
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