EL PAíS › ENTREVISTA CON MARISTELLA SVAMPA, DOCTORA EN SOCIOLOGíA
A partir de la publicación de un nuevo libro, Svampa reflexiona sobre la investigación social como una condición “anfibia”. Analiza el recorrido de los movimientos sociales, su relación con el poder político y aborda los “elementos contradictorios” del conflicto agrario.
› Por Laura Vales
Maristella Svampa acaba de inventar una nueva categoría socio-zoológica: la de investigador anfibio. Después de estudiar la vida en los countries, y de pasar de ahí a los barrios piqueteros sin dejar de estar en la universidad, necesitó ponerle un nombre a ese gusto de repartirse en ecosistemas tan opuestos. Lo encontró en la imagen del anfibio, capaz de vivir en mundos distintos sin perder su naturaleza. La idea aparece en su nuevo libro, Cambio de época (Siglo XXI), que recopila una serie de trabajos escritos de 2002 al presente. El libro es, además, un registro de otros tránsitos, ya que arranca con los desocupados, pasa por las asambleas barriales, visita Cromañón, Puerto Madero y llega, en su último capítulo, a la protesta de las entidades del agro.
La idea “nació de mi experiencia, pero también de lo que veo hoy en los jóvenes”, dice Svampa sobre el carácter anfibio que propone para el investigador. “Es una idea pensada, sobre todo, en función de los nuevos investigadores que a partir de 2001 se plantearon la necesidad de construir una relación diferente con el mundo de los movimientos sociales, que no es instrumental, como suele serlo en la academia, y que no depende de una mirada estrictamente profesional y ajena a las necesidades sociales. Frente a la actual tensión y disociación entre el campo académico y el campo militante, propuse la hipótesis del carácter ‘anfibio’ del intelectual, para dar cuenta de que los que tenemos un pie en cada mundo, no queremos renunciar a ninguno de ellos y buscamos pensar sus articulaciones. La propuesta salió de la necesidad de clarificar una doble exigencia: la academia, con su demanda de distancia, y la militancia, con su demanda de compromiso absoluto.”
–¿Eso se vive como un tironeo?
–Como un desgarramiento que lleva a optar por un mundo o el otro. Yo he visto jóvenes investigadores muy buenos que quedaron completamente absorbidos en la lógica de los movimientos sociales, pero que aportarían más si desarrollaran su potencialidad como investigadores críticos. Por otro lado, están los que dicen “ya no puedo seguir haciendo militancia”. Porque la academia es muy exigente, exige dedicación full time, y hoy en día es mucho más duro para la gente joven porque los niveles de competencia para acceder a una beca o a una cátedra son mucho más altos que hace diez años.
–¿Es difícil en la Argentina ser crítico con los movimientos sociales? Usted empezó escribiendo sobre los countries, pero no debe haber sido igual.
–Con los countries y barrios privados yo no tenía ninguna empatía. Tuve, sí, la intención de no desarrollar una mirada ideologizada, no condenarlos de antemano; traté de dejar de lado mis prejuicios. Y, de hecho, tenía que hacer ese esfuerzo todo el tiempo porque iba con dos investigadoras asistentes más jóvenes, que hacían crisis porque no soportaban.
–¿Qué no soportaban?
–El cinismo y la ostentación de algunos de los habitantes de los countries. No lo toleraban y tenían reacciones a la salida de las entrevistas... En el caso de los movimientos sociales fue totalmente distinto, tiene que ver con un compromiso político, con el acompañamiento de luchas vinculadas con la justicia. En ese sentido, hay un lazo que produce una empatía fuerte, ya no hay rechazo sino identificación. Pero el riesgo que trae es no producir conocimiento. Por ejemplo, hubo trabajos sociológicos que no hicieron más que reproducir la voz de los actores... En ese sentido, creo que en el libro hay críticas hacia afuera y también hacia adentro, sobre qué ha pasado en el interior de los movimientos sociales para que estemos en un momento de tal fragmentación. Y no hablo solamente del movimiento piquetero sino de las asambleas barriales, de las luchas socio-ambientales y de movimientos como el de Cromañón.
–En el libro, usted sostiene que la crisis de 2001 dio al peronismo la oportunidad histórica de recomponerse.
–Sí, el peronismo había perdido pie en el mundo popular, lo cual no significa que había perdido hegemonía, pero habían nacido experiencias disruptivas en el interior de ese mundo que antes se veía como homogéneo.
–¿Cómo fue esa recomposición?
–A partir del gobierno de Eduardo Duhalde, cuando se implementó el Plan Jefes y Jefas de Hogar, con el que tuvo la gran oportunidad, a través de una lógica clientelar, de reconquistar ese campo enorme en el que la precariedad, la pobreza y la exclusión se habían generalizado. Duhalde masificó la acción clientelar y en ese sentido –porque la propuesta del Jefes de Hogar era distinta a los planes anteriores– desactivó y reorientó los emprendimientos productivos de las organizaciones piqueteras. Hubo, además, un conjunto de medidas para reposicionar al peronismo tanto desde arriba como desde abajo, pero, efectivamente, el peronismo empezó a cerrar en 2002 con Duhalde y mucho más con Kirchner, cuando la reapropiación del discurso antineoliberal y el crecimiento económico posibilitaron también otras salidas. En la sociedad coexistían dos tipos de lógica diferentes, había una demanda de solidaridad y también una demanda de orden y normalidad. El kirchnerismo aportó eso, orden y normalidad a partir de una serie de medidas políticas y económicas que luego, a partir de 2004, redefinieron el escenario político.
–Usted cree que las organizaciones piqueteras que se sumaron al Gobierno no se potenciaron.
–No, se adaptaron a las consignas que el Gobierno imparte, y han quedado acopladas al poder, han perdido capacidad disruptiva, esa capacidad para proponer temas nuevos, nuevas demandas.
–Pero, ¿y las otras? Tampoco lo están haciendo, aunque se hayan mantenido en la oposición.
–La cuestión fundamental es por qué las organizaciones ligadas al Gobierno no pudieron ampliar la agenda, y tienen más bien un lugar instrumental y satelital dentro de él. En el caso de las otras, efectivamente muchas se debilitaron.
–Por otra parte, el reclamo de orden y normalidad, ¿puede pensarse sólo en relación con el peronismo? ¿No estaba también dentro de la izquierda?
–En un artículo hablo de tres tradiciones que conviven en el campo militante argentino: la nacional popular, que se ha reactivado a nivel nacional y latinoamericano; la izquierda tradicional, ligada a una manera de pensar el partido y la organización que tuvo efectivamente graves problemas para ver lo novedoso que se estaba gestando y buscó hegemonizar los procesos. Y una tercera narrativa, la autonomista, que choca contra esa vieja izquierda, forma parte de un nuevo ethos militante, pero construye organizaciones débiles. En la Argentina, lamentablemente, estas tres tradiciones, en lugar de buscar conciliar y articularse, colisionaron entre sí. Esto no ayudó sino a crear más fragmentación y contribuyó a un cierre en el que nuevamente se invisibilizó el campo militante crítico. Si uno lo mira en contrapunto, en Bolivia también hay tradiciones político ideológicas diferentes y un conglomerado de movimientos sociales, pero estas organizaciones, en las que la matriz indigenista es muy importante, lograron articular en función de consignas comunes.
–Los movimientos sociales, según apunta en Cambio de época, usan la asamblea y la acción directa. Las dos aparecieron en el conflicto con las entidades del agro, utilizados por actores que no podríamos llamar pobres.
–Hay una tendencia en los que acompañamos las luchas sociales a pensar que todo lo que viene de abajo es bueno, que lo asambleario es virtuoso en sí mismo. Yo creo que la forma asamblea es una característica de los movimientos sociales, pero si ésta no aparece asociada a un ideal emancipatorio, corre el riesgo de desvirtuarse. El conflicto con los sectores agrarios mostró esto, la funcionalidad de la forma asamblea, que desarrolló elementos muy pragmáticos, y sirvió para la acumulación política de sectores de derecha. Pero estamos hablando de un conflicto que se declinó en diferentes niveles, en la medida en que también incluyó la demanda de una distribución más democrática del poder político hacia un gobierno que ha concentrado poder de una manera exacerbada, desarrollando una relación instrumental hasta con sus aliados. Esa construcción del poder político fue otro de los elementos en juego en este gran conflicto. Por otro lado, yo no acuerdo con la lectura binaria que hizo el Gobierno, alentando una falsa polarización. Este no es un gobierno que propone una hipótesis de redistribución del poder social; en este sentido, veo a una gestión con más continuidades que rupturas respecto de los moldes de dominación de los ’90.
–¿Vio realmente una demanda de más democracia? El reclamo contra las retenciones, ¿cree que buscaba una sociedad menos desigual?
–Fue un conflicto político complejo, porque coexistieron elementos contradictorios ya que, además de los prejuicios clasistas y racistas, había en vastos sectores medios una demanda de distribución del poder político, visiblemente concentrado en el matrimonio presidencial. Y ambas cosas deben ser registradas.
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