EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Debería ser tal vez la más grande lección que la política internacional, por llamarle de algún modo, haya deparado en las últimas décadas. Pero cabe dudar. No tanto de que lo sea, sino de que pueda ser asimilada como tal. Porque son ellos quienes manejan la cultura mundial, si aceptamos que se entienda por tal cosa que siempre están en capacidad de hacer creer que sus errores y horrores son el producto de problemas circunstanciales. Y nunca de su etiología como imperio soberbio y devastador, practicante de todo cuanto le venga en gana.
Hace alrededor de cinco años, alentadas por su dichosa Reserva Federal y estimuladas por la laxitud de los controles estatales, las entidades financieras yanquis comenzaron a otorgar hipotecas inmobiliarias a diestra y siniestra. La mayoría de los norteamericanos que las tomaban carecían de toda solvencia económica. Se disparó la demanda de viviendas. Y tres años después, la burbuja empezó a desinflarse porque los precios de las casas se desplomaron. Los norteamericanos que compraron la utopía de acceder a la residencia propia, conducidos por la soberbia del todo-se-puede-siempre-porque somos los más libres y los más capaces del mundo, quedaron encerrados entre hipotecas cada vez más caras y propiedades que valían cada vez menos. Millones y millones de familias pasaron a enfrentarse con la posibilidad de que los bancos les ejecutaran sus viviendas. So pena de una catástrofe peor que la crisis de 1929, cuando colapsó el sistema financiero de los Estados Unidos iniciando lo que pasó a los manuales como La Gran Depresión, en la última semana los reyes del Dios Mercado no tuvieron otra chance que mostrar al Dios Estado con un aporte de 200 mil millones de dólares para rescatar a las dos mayores entidades hipotecarias del país. Es la más grande intervención financiera en la historia de los Estados Unidos. Y si ya de por sí las cifras en danza resultan casi inasibles por su magnitud, téngase en cuenta que el tsunami debe ser más terrorífico todavía porque ni siquiera con eso logran calmar al mundo. A su mundo de negocios de papeles pintados que no guarda relación con los bienes materiales. Porque en definitiva se trata de eso: la representación monetaria de lo que la economía produce es un desquicio de especulación, a escala universal, jamás visto. Aunque ya se sabe que los Estados Unidos tienen todavía la incomparable ventaja tecnológica de contar con la maquinita de fabricar dólares, y acaban de anunciar que recurrirán a ella como ninguna vez en la historia. O como la historia demuestra que ocurrió toda la vida.
Deberían guardarse hasta nunca más ver los gurúes que juraron y perjuraron sobre la salud de la economía norteamericana; las consultoras esplendorosas que erraron todos los pronósticos sobre lo que ocurriría o que sencillamente ocultaron la verdad; los analistas de estas pampas que reprodujeron como loritos esas felices profecías; los sobreactuantes de la importancia de las miradas externas; los panicosos por cada dato surgido de esas fuentes de amenaza continua. Deberían. Pero es más imposible que improbable que se les haya caído el ídolo. No es que no quieran ver el elefante que tienen delante de sus ojos: es que realmente no lo ven, porque su condición de esclavos culturales llega al extremo de no querer asumir que asisten a un imperio formidable pero en decadencia irreversible. Similar o idéntico a lo que la izquierda no quiso asumir respecto de las taras y el rumbo de colisión implosiva de la URSS. Y nada de lo que vaya a ocurrir lo atribuirán a ese factor sino a las eternas excusas de los desmadres de aquí y acullá, con uno de sus focos puestos en los “populismos” latinoamericanos. Es altamente factible que la crisis mundial del capitalismo, adjudicada por Estados Unidos a la irresponsabilidad de los demás que nunca son ellos, haga caer las exportaciones de la periferia al centro. Que se vean en serias dificultades los gigantes emergentes: China, India, Rusia, Brasil (el conjunto que ya se conoce como “bric”, si se lo cita en orden inverso de potencialidad). Que avance el drama alimentario porque sigue produciéndose comida para alimentar automóviles, por vía de los biocombustibles. Que, en síntesis, la economía y el comercio mundiales estén a la puerta de una recesión con límites muy difíciles de predecir.
Un dedo de frente alcanza y sobra para darse cuenta de que, en ese marco, es fundamental la integración con los vecinos en bloques sólidos que no sólo permitan achicar los riesgos de la dependencia externa sino, y sobre todo, ampliar el horizonte de la independencia estructural. El anuncio de que Argentina y Brasil eliminarán al dólar de sus transacciones bilaterales, cuya practicidad habrá de verse, avanza en tal sentido. Pero en la coyuntura no hay o no habría forma de evitar que las consecuencias del desencaje norteamericano no afecten a las economías locales y regionales. El monstruo da la sensación de estar mucho más lastimado de lo que parece, y encima atenazado por sus fracasos o –de mínima– incertidumbres profundas en Irak y Afganistán. Y menos que ese dedo es suficiente para comprender que su fuga para adelante, o para atrás, continúa incluyendo la desestabilización de las zonas en que los intentos de reparación, tras la fiesta liberal de los ’90, amenazan sus intereses. Desde allí, aunque no únicamente, deben apreciarse los sucesos de Bolivia, excepto que las enseñanzas históricas sobre los intereses permanentes del imperio no hayan servido para nada. Ahí donde sus incumbencias autoproclamadas registren peligro, ahí estarán ellos con el mecanismo que quieran y puedan: invasiones, atentados, creación o aprovechamiento de tembladerales, combate contra el narcotráfico, medios de comunicación feroces. Bolivia sufre hoy por haber comenzado a avanzar contra esos bestiales desequilibrios distributivos que la caracterizaron a lo largo de toda su historia. Y tanto debe hablarse de la derecha racista que convulsiona al país mediante la protección armada del suelo en que se posa, como de la abierta intervención del embajador norteamericano en apoyo de la dirigencia divisionista. Que ni siquiera hayan guardado las formas da la pauta del carácter estratégico que la zona representa para las pretensiones de la Casa Blanca y sus halcones (¿quedan por allá quienes no lo sean?), en sentido contrario a los razonamientos que secundarizan la importancia de América latina para aquel apetito.
Ellos y sus secuaces. Lo mismo de toda la vida, pero en esta ocasión con la oportunidad inédita de que la región se defienda y se les plante. ¿Será? ¿Seremos?
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