Sáb 11.10.2008

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Rumbos

› Por J. M. Pasquini Durán

No quedan palabras ni conceptos fáciles para explicar la hecatombe. Las noticias de cada día, sobre todo en los ambientes financieros, son peores que las de la víspera aunque tal vez sean mejores que las de mañana, mientras la ansiada luz al final del túnel continúa apagada, sólo hay oscuridad y vértigo. En este viaje de ida, aquí suenan más huecas que nunca las voces de algunos opositores que demandan la revisión del presupuesto nacional para el próximo año “a fin de reacomodarlo a las condiciones de la crisis mundial”, como si los demandantes pudieran anticipar el final de la caída y, en consecuencia, planificar el aterrizaje. Es un ejercicio tan vano como los discursos matutinos de George W. Bush, pletóricos de confianza en el futuro que para él es tan corto, como presidente de Estados Unidos, que termina a principios de enero próximo. Habló ayer, desde el rincón de las rosas en el jardín de la Casa Blanca, para decir paciencia y tiempo, provocando de inmediato una pérdida en Wall Street, que había comenzado en tono promisorio, de 600 puntos. El presidente que tanto hizo a favor de los ricos, en primer lugar de los timberos de las finanzas, termina despreciado por ellos mismos. Un clásico. En su reputada columna, publicada ayer en The New York Times, Paul Krugman explica que la caída continúa porque la solución adoptada por los Estados Unidos no es suficiente y que los europeos han fracasado en encontrar una solución común. Para este columnista, una posible salida –si llega a tiempo– consiste en adoptar la “solución británica”: que el Estado compre parte de las instituciones financieras, no los “assets” que están devaluados o en peligro (hipotecas, papeles de seguros, etc.). En otras palabras, nacionalizar parte del capital financiero mediante la compra directa o a bajo precio antes que sea demasiado tarde (Moment of truth, oct.10, 2008).

Ojalá esa inutilidad de Bush fuera de unos pocos caciques, sobre todo de la derecha, pero en realidad no hay a la vista, en la escena internacional, un liderazgo con fuerza suficiente para calmar la ansiedad y devolver la tranquilidad perdida. El desplazamiento de la política por el mercado y en éste el predominio de la especulación financiera, son el fatídico legado de casi tres décadas de “pensamiento único”, neoliberal, ultraconservador, que al final reventó como una pústula. Como una gigantografía, es la imagen argentina de 2001/02 repetida a escala planetaria, en la que resuenan frases tan vacías como ésta: “Los depósitos están seguros”, cuando hasta en Islandia, otrora paraíso de prosperidad, acaban de formalizar el “corralito”, instalado en otros sitios como un hecho consumado, mientras espera salvarse con un crédito ruso. Dudoso mérito el de ser vanguardia de las desgracias, pero en todo caso, siguiendo el ejemplo, la posibilidad de la recuperación está abierta.

Dado que nadie escapa al contagio de la peste negra, ahora habrá llegado el momento de comprobar las virtudes reales de las políticas públicas o quedará verificado, como sostienen muchos opositores, que la redención económica nacional fue posible gracias a la desmesurada alza en los precios de las materias primas que inflaron, como tantos otros globos, los pulmones ahora exhaustos del capital especulativo. Lo cierto es que por errores propios o por desastres ajenos, este Gobierno no disfrutó de ningún período de gracia, pese a que tuvo la oportunidad de ver a algunos de sus adversarios más temidos en cada ocasión pasar por las cumbres de la popularidad con la velocidad de un cometa. Con Néstor fue Juan Carlos Blumberg que apareció como el restaurador de la seguridad y movilizó a decenas de miles de ciudadanos urbanos detrás de su estela, empujados por la fuerza de un huracán que terminó en una llovizna pasajera. A la presidenta Cristina le tocó la “Mesa de Enlace” agropecuaria que en 120 días, desde marzo a junio, le arrebató buena parte de la popularidad que la había llevado a la Casa Rosada con el mandato exclusivo de prolongar, superándolo, al período de su marido. Los más entusiastas cronistas de aquella gesta campestre estimaron en centenares de miles los ciudadanos del campo y la ciudad que apoyaron los actos de esa “mesa” de la Sociedad Rural y sus tres aliadas, mientras el ruido de las cacerolas, aunque fueran de teflón, y los bocinas de las 4 x 4 saludaban a esos cruzados modernos que terminarían con el oprobio revivido, la tercera (¿o cuarta? ¿o quinta?) tiranía, con el bochorno peronista que persigue a “los soldados victoriosos” de la miserable “guerra antisubversiva”. Ayer mismo, por orden judicial Jorge Videla perdió el privilegio de la prisión domiciliaria y fue trasladado a una celda en Campo de Mayo, a cumplir la pena por el robo de bebés cometidos por los verdugos de su gobierno. Desde “el campo”, esta semana, los mismos cuatro gladiadores, aunque algunos apellidos cambiaron, salieron otra vez a la arena, pero los mismos relatores tuvieron que aceptar que no sonaron cacerolas ni bocinas y que la movilización en San Pedro, provincia de Buenos Aires, fueron unos pocos miles, agrandados con la presencia de piqueteros y grupúsculos de izquierda presunta –exotismos de tercer milenio– que salieron a la calle del brazo de los patrones camperos, como no se veía desde la Unión Democrática a mitad del siglo XX, más de sesenta años atrás.

Nada de esto, sin embargo, ha logrado recuperar en plenitud la magia de la letra escarlata, la “K”, que hasta el año pasado señalaba a los elegidos del pueblo para que lo conduzcan hacia un futuro mejor. Para una impresión más correcta: hoy en día sus mejores chances no emergen de las propias fortalezas sino de la débil mediocridad del mosaico de sus oponentes. Y ahora, para colmo, el derrumbe financiero que, como dicen en su jerga los especialistas, golpeará sin remedio a la “economía real” (¿hay una economía virtual?), perjudicando sobre todo a los inocentes que dedicaron su vida a trabajar y a soñar con un porvenir más generoso. Como sucede en las crisis, la cancha se inclina hacia la derecha porque las fórmulas conservadoras –”plata en mano, cola en tierra”– tienen el atractivo de su naturaleza, conservar lo que hay, perder lo menos ya que nada se puede ganar. Así, los voceros del Gobierno aseguran que el superávit fiscal estará a salvo, que la economía está sólida, que hay liquidez bancaria y todas esas generalidades que se parecen tanto a los pésames obligados. Nada se ha vuelto a decir de la suma única y fija para equilibrar los salarios con el aumento de precios, ni del aumento navideño para jubilados, ni de generosos planes de asistencia social, ni de salarios dignos para docentes, ni de mejores hospitales, escuelas, transportes... Todo lo que diferencia al progreso del estancamiento, al centroizquierda del centroderecha. En medio del torrente universal, ¿será posible conservar el rumbo o no hay otro modo de sobrevivir que la salvación individual? ¿Dónde quedan los conceptos de la solidaridad colectiva, de la cooperación regional, del bienestar general, de la justicia? ¿Serán desaparecidos del terrorismo financiero? Por ahora, la oposición política democrática contribuye poco a mantener la nave nacional, porque la mayor parte de sus dirigentes está demasiado ocupada en las alquimias electorales que podrían aprovechar las debilidades o frustraciones gubernamentales. En circunstancias tan excepcionales, en realidad lo que está en juego es el destino nacional, con todos sus habitantes, sin distinción entre oficialistas y opositores, por lo que sería gratificantes que, por una vez, los climas destituyentes sean despejados por la voluntad de salvar el pellejo de todos.

La caída es tan abismal que no existen fórmulas ni dogmas que la detengan. En el intento de explicar lo sucedido Kenneth Rogoff, un economista de derecha cercano a McCain y funcionario del FMI durante la crisis argentina y uno de los que pronosticó el año pasado que venía una crisis, explicó que durante los últimos años los Estados Unidos han captado dos tercios de los ahorros mundiales. Ese funcionamiento permitió al capital financiero hacerse con una superrenta, engordando a Wall Street como una garrapata sobrealimentada. El sector financiero de los Estados Unidos captaba el treinta por ciento de las ganancias de las corporaciones (incluyendo todas: Microsoft, General Motors, bioteconología, etc., etc.) y un diez por ciento de los salarios (que es una forma de llamar a esos bonos millonarios que se repartían los ejecutivos). Era lógico que debía haber una reducción. Rogoff y otros de la derecha liberal sostenían, por eso, que había que dejar que el sistema financiero se cayera y los privados lidiaran con sus propias pérdidas. Han ido matizando su posición en la medida en que la crisis avanza.

La especulación financiera creó una deuda basada en el prestigio del dólar y de los Estados Unidos para captar la enorme cantidad de dinero generada, sobre todo, por el alto precio de las commodities (petróleo, alimentos) y el crecimiento chino. Un “paper” del Council of Foreign Relations, escrito por Brad W. Setser, con el título: “Sovereign Wealth and Sovereign Power. The strategic consequences of American indebtedness”, citado por The New Yorker, advierte que la dependencia financiera de los Estados Unidos puede derivar en una dependencia política o de poder. Recuerda cómo los Estados Unidos impusieron a Gran Bretaña y Francia la salida de la aventura del Canal de Suez en el ’56 sobre la base de su poder crediticio. Setser se pregunta qué pasaría eventualmente si los acreedores de los Estados Unidos usaran su poder... Interesante que la democracia de los Estados Unidos sea financiada por países que considera no democráticos, como Rusia, China y los Emiratos. Sin embargo, y ya de cara el futuro, muchos insisten en que el principal problema para los Estados Unidos no es el aumento de su deuda, con el que puede lidiar, sino la marcha de la economía real. El rescate de la crisis financiera, incluyendo nuevos fondos y paquetes de estímulo, no costaría más que el cinco por ciento del producto bruto interno y tal vez parte pueda recuperarse; en cambio, el sistema de salud costará en diez años, a menos que se haga una reforma radical, un 10 por ciento del producto bruto interno. El verdadero temor es si a esta crisis financiera le seguirá una larga recesión como la de Japón, que duró una década. En términos políticos, al establishment le preocupa si esto es el comienzo anticipado de la decadencia del Imperio y su transformación en un poder “de segundo orden”, como dicen con horror algunos de ellos.

En rigor, hay que retroceder a los años treinta del siglo pasado para averiguar las conductas de entonces, pero algunos de esos antecedentes provocan escalofríos. El “gran garrote” (big stick) norteamericano, la industria bélica alemana e italiana, auparon al podio a Hitler y Mussolini, liberaron las ambiciones expansionistas de los imperialistas de Estados Unidos, abrieron camino hacia la II Guerra Mundial, precedida por el sacrificio de la España republicana. Imposible trasladar una época a otra, pero tampoco conviene desatender las experiencias y lecciones del pasado aunque sólo sea porque las pasiones humanas, para el bien y para el mal, suelen parecerse mucho a sí mismas, en especial la codicia y el poder. Muchos analistas de buena reputación están seguros que al final el mundo, por lo menos el de los negocios, no será el mismo de los últimos treinta años, pero ninguno de ellos puede dibujar todavía el nuevo perfil. En el interior de la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), como es lógico, hay más preguntas que respuestas y casi todos tratan de poner a salvo los bienes acumulados antes que lleguen las aguas y el lodo. Esta será una nueva prueba de carácter para los gobiernos de la zona, una más de las tantas que ya pasaron y de las que le esperan en el incierto futuro, pero lo que importa es el reflejo: tienen que seguir unidos, apoyándose en lo que puedan y un poco más, porque si salen golpeados pero enteros del terremoto, habrán consolidado una oportunidad inmejorable para el destino de este sur del mundo. En particular, está desafiada la relación bilateral con Brasil, no sólo porque es el destino del cuarenta por ciento de las exportaciones argentinas y porque algunas de sus grandes empresas ya forman parte del paisaje productivo argentino, sino además porque ambos países forman una viga central de la integración regional: por separado ni el Mercosur ni Unasur tendrán ningún destino manifiesto.

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