EL PAíS › LA MUERTE DEL ESCRITOR NICOLáS CASULLO
El recuerdo del columnista polítiico de PáginaI12 Mario Wainfeld sobre Casullo, publicado el sábado último, provocó la necesidad de lectores y ex alumnos de poner en palabras el adiós a “un maestro”. A continuación un puñado de esos relatos.
Mi nombre es Roberto Díaz. Quería comentarte algunas cuestiones que me “sucedieron” con Nicolás. Hace mucho tiempo que quería conocerlo y decirle lo parecidas que son nuestras vidas. Cuando conocí su historia en La voluntad, de Caparrós, noté de inmediato esa coincidencia, incluso nuestra salida de la militancia político-partidaria.
Lo cierto es que yo deseaba que Nicolás fuera mi director de Tesis para terminar la carrera de periodismo. Hacía tiempo que me decía: “Hoy lo voy a ver”. Incluso David Viñas me había pasado su teléfono y yo siempre lo dejaba para después.
El día de su muerte me subí al colectivo y –sin conocer la mala noticia, lo juro– pensé: “Nicolás”. Y así estuve todo el día.
Cuando volví a mi casa, mi esposa me dijo (sabiendo mi afecto por Nicolás) lo que había pasado. Y fue como vos dijiste: sentí que una parte de mí se había muerto, aunque no lo conociera. Y claro, los aportes y la lucidez de todo su trabajo son tremendamente valiosos y honestos, y buscan la solidaridad de nuestro pueblo.
Un abrazo
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Mi nombre es Sebastián Russo, desde no hace mucho sociólogo recibido en la UBA. Leyendo tu escrito en PáginaI12, me surgió el deseo de enviártelo:
Casullo o la política del Acto
Ir o no ir a un velatorio. Vivo a cinco cuadras de la Biblioteca Nacional, donde esta noche están velando a Nicolás Casullo. Vivo a sólo cinco cuadras y, más allá del ritual del velatorio, y su carácter familiar, íntimo, siento que debo estar allí. Siento que mi cuerpo debe desplazarse y llegar a acompañar los últimos momentos de otro cuerpo que trasvasó largamente la esfera de su propia corporalidad, de lo individual, de lo privado. Acompañar los últimos momentos de un cuerpo que dejó de vivir, en tanto cuerpo, pero que por fundirse con su (la) historia seguirá viviendo, seguirá produciendo, en tanto espíritu (crítico), potencia. ¿Pero dónde es que se debe estar? ¿Junto a quién? ¿Dónde disponer nuestros cuerpos? ¿Apoyando qué causa, qué lucha, a qué luchador?
Hace un tiempo, cuando el “conflicto con el campo”, un amigo me dijo que había visto a Casullo en la Plaza de Mayo, en una marcha apoyando al Gobierno. Y pensé: ¿qué está viendo Casullo que yo no logro ver? ¿Qué estaba viendo alguien que en los ’70 era un peronista crítico, que luego tuvo que exiliarse, y que al volver abjuró del partido que en esta coyuntura de algún modo volvió a respaldar? ¿Qué hace que alguien –por caso, un intelectual– decida desplazar su cuerpo a una determinada acción en defensa de un cierto estado de cosas?
¿Dónde está uno cuando pasan “las cosas” (esas que fundan nuevos estados de cosas, esas que al menos proponen discusión a órdenes que se propugnan naturales)? ¿Cuáles son esas “cosas”? ¿Cómo saberlo? En definitiva, en pos de constituirse sujeto histórico, político, ¿dónde, cuándo y cómo uno debe actuar?
Hay quienes marcan caminos, iluminan sendas. La apuesta política, la entrega corporal, el registro pasional, el compromiso crítico: sellos, marcas que interpelaron a (y se vieron interpeladas por) Nicolás Casullo, así como a quienes lo rodeaban, a quienes él rodeaba. Rasgos poco presentes en tiempos contemporáneos, de desinterés por lo colectivo, de virtualidad y apatía, de consumos obsesivos. El “dónde-cuándo-cómo actuar”, esta trama enunciativa/activa de gente, y pienso en la revista Confines, en el Espacio Carta Abierta (ámbitos donde Casullo fue piedra fundamental), lo resolvió a través del indestructible tándem reflexión/acción.
“Actuar”, en tanto disponer al sujeto, además de emplazarlo corporalmente, en una posición dentro del tejido social, dentro de la trama relacional, en suma, dentro de la política. “Reflexionar” (reflexionarse, individual, grupalmente), en tanto promover una ponderación de la relación de fuerzas existentes, y evidenciar el propio lugar dentro de tal tensión. Si Nicolás Casullo me dejó una marca, podría rastrearla en el sostenimiento trágico de ese tándem, que no es otro que el del sujeto que se emplaza históricamente, y deviene actor político de la (su) historia.
Los velatorios son rituales. Rituales que quitan a la vida de una continuidad “natural”, otorgándole un extrañamiento reflexivo, afectivo.
Quizá debería haber ido. Haber movilizado mi cuerpo hasta donde estaba su cuerpo, en la última oportunidad de hacerlo. Pero opté por escribir estas palabras, sosteniendo la impronta que gente como él ha dejado en mí (y en muchos otros): Reflexionar-actuar-volver a reflexionar-volver a actuar.
Una voz, un cuerpo, se acalló, se aquietó. Murió Casullo. Murió una voluntad de poder, una voluntad de hacer, de ser, de hacer ser(es). Quedamos nosotros, voces potenciales, cuerpos latentes: ahora es cuándo (y dónde).
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Le escribo porque acabo de leer la nota donde se despide usted de Nicolás Casullo. Tal es la impresión que me ha causado con el adiós del maestro que hasta el día se ha puesto nublado por aquí, y por aquí le digo Toledo, España. Nicolás Casullo fue un docente mío de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, en los años en que estudiaba Ciencias de la Comunicación, aunque más que un docente era un maestro, un comunicador claro, un provocador de ideas, de choques, de confrontaciones, hacía un trabajo como el de los psicólogos, te hacía hablar para que, al escucharte a vos mismo, te dieras cuenta de dónde estaba la verdad, el saber, el conocimiento que estabas buscando. Yo tuve la suerte de disfrutar de sus clases, de su discurso apasionado, de su pensamiento; y hoy, cuando me disponía a leerlo a usted, don Mario, tal como hago cada día antes de comenzar a trabajar, me encontré con la sensación de vacío, de que se ha vuelto a ir uno de los nuestros, una de esas personas con las que se podía charlar, disentir, confrontar, acordar y que, cuando te quedabas solo, siempre te había enriquecido con algún conocimiento. Hoy hubiera tenido ganas de no levantarme, de no leerlo y de no encontrarme con esta pérdida.
Igualmente, qué orgulloso se debe sentir don Nicolás al ser despedido por un amigo como lo ha hecho usted.
Un fuerte abrazo, don Mario, y otro para don Nicolás, gracias por hacernos mejores.
Leonardo Cristodero
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