Dom 19.10.2008

EL PAíS  › OPINION

Un debate estimulante

› Por Eduardo Jozami *

Decenas de jóvenes (abrumadora mayoría de mujeres) pasaban de una a otra comisión donde se debatían más de 60 ponencias, provenientes de universidades y organismos de muchas provincias y de Chile, Uruguay y Brasil. Parecía la Facultad de Ciencias Sociales, pero el recinto que nos albergaba era el “majestuoso” edificio –así debían considerarlo sus anteriores ocupantes– que, en la ex ESMA, fuera sede del Centro de Estudios Estratégicos de la Escuela de Guerra Naval.

Las primeras discusiones mostraron que, logrados algunos objetivos, el movimiento de derechos humanos se plantea otros debates. El Monumento a los Desaparecidos que se levanta junto al Río de la Plata en el Parque de la Memoria constituyó la primera iniciativa pública de importancia. Después surgieron otras intervenciones urbanas con una estética distinta y una concepción participativa como la que en Rosario recuerda la masacre de Caferatta y Ayolas; en la ribera de San Fernando a los caídos de Astilleros Astarsa, o la que realizó la pintora Analía Regué con los dibujos de El Eternauta. Presentadas estas experiencias, en el debate no faltaron críticas a la lógica monumentalista y reclamos de localización de las intervenciones en los barrios populares. Finalmente, la comisión bordeó un consenso que reconocía la importancia de estas obras del sector público, pero aceptaba la pertinencia del reclamo de participación y renovación de la propuesta estética.

La misma inquietud por interesar a más amplios sectores sociales en las acciones de memoria se advirtió en las ponencias sobre el trabajo en los ex centros clandestinos de detención. En El Olimpo, los vecinos no rechazan a “los chicos de los derechos humanos”, pero no entienden por qué todo el predio se destina para “ellos”, sin darle otros usos para el barrio. Entonces surgen reflexiones pesimistas: “La lógica concentracionaria perdura” y se advierte sobre la “legitimidad social de la teoría de los dos demonios”, pero se reitera la voluntad de no hacer del predio algo cerrado. Otro texto, presentado por un grupo de antropólogos vinculados al trabajo en la ESMA y El Olimpo, revela la misma orientación. Al ubicar entre esas paredes todo el horror, sostienen, se constituyen los edificios como “fetiches” del espanto. Si los crímenes se localizan en un espacio, en un grupo de hombres, se refuerza así la idea de ajenidad del colectivo social. Romper esta visión es el principal desafío del trabajo de recuperación de estos predios, no sólo reconstruir lo que pasó sino ayudar a comprender ¿cómo fue posible?

Esta preocupación por involucrar a la sociedad en el debate de la memoria se liga con la pregunta sobre el relato que habrá de transmitirse. El historiador Ricard Vinyes, del Memorial Democrático de Cataluña, desconfía del planteo de la memoria como un imperativo ético centrado en el dolor de las víctimas antes que en la recuperación de los valores que alentaron la lucha antifranquista. En su opinión, constituir los espacios de memoria sobre la base de la Colección Permanente implica instalar un relato acabado que no ayuda a resignificar el pasado. Vinyes prefiere pensar el espacio como un ágora, donde el Estado regule la diversidad de actores sociales y discursos, criterio plural que, por cierto, no alcanza a los defensores del pasado dictatorial.

La proliferación en los últimos años de las investigaciones históricas sobre el pasado próximo no impidió que se siga discutiendo si la historia reciente puede legitimarse como tal, si es posible abordar con rigor ese pasado que sigue siendo presente. Este dilema se reflejó en varias ponencias, mientras en otras quizá pesaron demasiado algunas definiciones en boga que separan tajantemente historia de memoria (historia laica-memoria sagrada). En la senda de Lévi-Strauss, que polemizando con Sartre llegó a afirmar que la Revolución Francesa como tal no había existido, Pierre Nora –director del monumental trabajo colectivo Lugares de Memoria– parece hoy haberse constituido en la principal referencia de autoridad. Sin negar las contribuciones de Nora y su escuela, manifestamos dudas sobre el aporte, para la tarea de memoria aquí planteada, de una concepción que al considerar al pasado definitivamente cerrado parecería negar también toda posibilidad de modificar el presente. Preferimos seguir pensando con Benjamin que encontraremos en el pasado un secreto índice de redención y que esa posibilidad de que aparezca por momentos como algo vivo es precisamente lo que hace necesario e interesante ocuparse de él.

Esta idea de un pasado que se continúa en el presente animó varias intervenciones que se negaron a “alojar el horror sólo en el pasado”, en palabras de Ana Cacopardo, quien enfatizó la presencia de “los nuevos otros” en nuestras sociedades fragmentadas. En esa línea, Pilar Calveiro señaló que el proceso de despolitización y deshumanización del otro se refuerza con las guerras en curso contra el terrorismo a escala global y lleva a preguntarse si las actuales democracias merecen el nombre de tales. Los trabajos de Calveiro, que ha enfatizado el efecto de la lógica concentracionaria sobre la sociedad toda, pueden relacionarse con los de Giorgio Agambem, quien hace del campo de concentración el paradigma fundamental de las sociedades de Occidente. Sin embargo, mientras la generalización del estado de excepción supone para Agambem la necesaria deriva en el totalitarismo, la escritora argentina rescata la posibilidad de una lucha por la resignificación de la democracia, por revertir el proceso de retracción hacia el ámbito privado y la despolitización de ese otro que no somos sino nosotros mismos.

Desde la intervención inicial de Horacio Gónzález, que llamó a defender la idea de delitos de lesa humanidad con sustento en una conciencia jurídica universal, ese tema volvió a plantearse, rechazando los intentos nada sutiles que se hacen para equiparar los crímenes del terrorismo de Estado con ciertas acciones de la guerrilla. Ello no impidió, sin embargo, el reclamo por abordar las asignaturas pendientes de nuestra historia de los años ’70. Lila Pastoriza hizo suya la pregunta de Nicolás Casullo –recordado con emoción al iniciar el acto, en palabras de Eduardo Luis Duhalde y de quien esto escribe– acerca de por qué en Argentina, a diferencia de otros procesos revolucionarios frustrados, no existe conciencia de que en los ’70 fue derrotado un proyecto de transformación de la sociedad que llevaba años de luchas. A ello contribuyeron las propias contradicciones de ese proceso, pero también las carencias de una historia que debe ser contada con menos silencios de los que hoy perduran. Haciendo referencia a la falta de audacia de la política española que recién hoy inicia la revisión de los crímenes del franquismo, el urbanista Jordi Borja enfatizó las negativas consecuencias de esa abstención en la conciencia política de los españoles. Comentando una ponencia que analizaba la notable despolitización de la vida cotidiana en Chile, que hasta llevó a invocar eufemísticamente a la dictadura como “los 17 años”, Daniel Feierstein señaló la falta de reparación judicial como un elemento central para explicar esas limitaciones de las políticas de memoria. El caso más rico para las conclusiones fue el sudafricano –tema de dos ponencias– a partir de la relación establecida entre los actuales brotes de xenofobia y la política de reconciliación. La postulada sociedad arco iris está lejos de esa imagen de tolerancia predicada: la política de reconciliación tiene costos en la convivencia social y pone límites a la construcción de la democracia. Conclusión que nos refuerza en el camino emprendido en la Argentina. El reclamo por el castigo de los genocidas no es sólo una demanda de justicia: afirma también los únicos valores en los que puede apoyarse una sociedad democrática. El Seminario Internacional sobre Políticas de la Memoria nos permitió ratificar esta conclusión.

* Director del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.

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