EL PAíS
› EL GENOCIDIO EN LA ARGENTINA
De Roca a Videla
En 1878, Julio Roca lanzó su “campaña de limpieza” contra los pueblos indígenas. Cien años después, Jorge Rafael Videla festejó el genocidio.
Por Herman Schiller
En julio de 1878, al hacerse cargo del Ministerio de Guerra y Marina, el general Julio Argentino Roca (1843-1914) puso en marcha su plan de exterminio. Roca estaba resuelto a terminar con la población indígena del sur para afirmar lo que él denominó la “soberanía nacional”.
Fue en ese mismo mes que cada comandante de frontera recibió la orden de invadir las tierras aborígenes. Y Roca usó una palabra que, medio siglo después, utilizarían los nazis: hay que emprender rápidamente una “campaña de limpieza”. La higiénica orden tenía como objetivo avanzar con celeridad hasta la línea del río Negro y, en lo posible, no dejar a nadie con vida.
En una carta que, en esos días, Roca le mandó a Adolfo Alsina, su antecesor en el cargo, hablaba del “éxito de la campaña” y se vanagloriaba de que las “fuerzas nacionales” pudieran “eliminar al grueso de los contingentes indios y a sus principales caciques”.
Roca personalmente comandó la matanza. Fueron asesinados miles de indígenas, entre ellos mujeres, ancianos y niños. Y el objetivo que perseguían lo lograron con creces, incorporando al “dominio soberano y efectivo de la Nación” una superficie territorial de 15.000 leguas, contenida entre la antigua y nueva frontera que, en ese momento, alcanzaba la margen septentrional de los ríos Negro y Neuquén.
Roca, sin embargo, no quedó satisfecho con este primer avance y cuando asumió la presidencia en 1880, emprendió nuevas operaciones de exterminio.
El objetivo, nuevamente, era “limpiar la región” y para eso facultó a su ministro de Guerra, general Benjamín Victorica, a seguir matando indígenas sin miramientos. La etapa final de la cacería se desarrolló en el corazón de la Patagonia. La heroica resistencia indígena no fue suficiente y la desproporción de fuerzas y de organización militar coadyuvaron en el resultado final.
En 1883, cinco años después de que Roca iniciara su sangriento periplo, todavía vagaban por ese territorio algunas tribus rebeldes reunidas bajo el mando del cacique Sayhueque. Para acabar definitivamente con ellos, el gobernador de la Patagonia y jefe de su guarnición, general Lorenzo Wintter, emprendió otra campaña de aniquilamiento que se desarrolló entre fines de 1883 y principios de 1885. En esta campaña dieron muerte a unos 3700 indígenas combatientes y a un número alto y no determinado de integrantes de las tribus.
El general Wintter, en su informe al general Roca, anunció: “Me es altamente satisfactorio y cábeme el honor de manifestar al Superior Gobierno y al país, que ha desaparecido para siempre en el sur de la República toda limitación fronteriza contra el salvaje”.
El régimen expoliador estaba eufórico por la sangre derramada. Y se refregaron las manos los terratenientes que incorporaron a sus posesiones aquellos suelos arrancados a los indígenas.
Roca y los suyos respiraron tranquilos. La oligarquía comenzó a hacer grandes negocios, catapultando a la Argentina agrícolo-ganadera. Y entonces fue cuando decidieron reabrir la inmigración suponiendo que los pobres de Europa iban a convertirse en una mano de obra mucho más dócil que la de los indios y gauchos indómitos.
Pero se equivocaron porque aquellos inmigrantes europeos, que traían las ideas revolucionarias de sus países de origen, se rebelaron también por su inclinación a la desobediencia y a la búsqueda de justicia. Entonces empezaron otras luchas y otras confrontaciones, la de los anarquistas y socialistas. Pero esta es ya otra historia.
Cien años después, en 1978, otra dictadura genocida, la del general Jorge Rafael Videla, resolvió celebrar el centenario de aquella matanza que fue denominada oficialmente como “campaña del desierto”.
Videla celebrando a Roca es un poco el emblema del cordón umbilical que siempre unió a las distintas facetas del terrorismo de Estado en una Argentina que, parafraseando a Ciro Alegría, siempre fue “ancha y ajena”. Este es apenas si un episodio más, relativamente cercado en el tiempo, de los tanto que, a partir del 12 de octubre de 1492, fueron emprendidos por los civilizadores asesinos para exterminar a los pueblos originarios. Boleslao Lewin, escritor e investigador judío que se radicó en Buenos Aires en los años treinta escapando de los progroms de Polonia (y que logró tener acceso a los gigantescos archivos de la Inquisición de Perú y México), rápidamente se identificó con la tragedia indígena y, a principios de la década del cuarenta, publicó su monumental biografía de Túpac Amaru, en la que documentó de qué modo fue avasallado el imperio socialista de los incas.
Nuestros padres, abuelos o bisabuelos vinieron a estas playas huyendo de la pobreza o de la persecución. No sabían que venían a asentarse en un lugar que antes había pertenecido a los aztecas, a los guaraníes, a los mapuches, a los mayas, a los kollas, a los tehuelches, a los totonacas, a los matacos, a los charrúas, a los diaguitas, a los calchaquíes, a los araucanos y a tantas otras etnias exterminadas y alejadas de su tierra natal. Tampoco hay mucha conciencia en los hijos, nietos o bisnietos de los inmigrantes europeos sobre la injusticia cometida.
Los regímenes explotadores siempre se las han arreglado para enfrentar a pobres contra pobres. Y con esta nota tengo un sentimiento dual: por un lado me siento bien recordando el 11 de octubre, último día de la soberanía, y por el otro pienso que a lo mejor es parte de la mala conciencia de los blancos por los crímenes cometidos contra los indígenas.
Durante la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen se impuso el 12 de octubre como feriado nacional y se lo rotuló con el pomposo título de “Día de la Raza”. El gobierno de Duhalde, después de que la fecha fuera descendida durante algunos años a una categoría inferior, ha vuelto a imprimirle su significado primigenio. Pizarro, Cortés, Roca y tantos otros genocidas deben estar locos de contento.