Vie 14.11.2008

EL PAíS  › OPINION

Una pista

› Por Raúl Kollmann

Todo tiene que ver con la conexión local del atentado. O, mejor dicho, con la oscuridad que existe sobre quiénes colaboraron con los terroristas en el ataque contra la AMIA. Alberto Kanoore Edul era una pista, una buena pista. Registraba el único llamado inexplicado a Carlos Telleldín, la última persona que tuvo la Trafic que ocho días después estalló en la mutual judía.

En la investigación del atentado contra las Torres Gemelas hubo un punto de partida. Se supo enseguida quién fue la mano de obra: los 19 suicidas que se subieron a los cuatro aviones que se estrellaron contra el World Trade Center, el Pentágono y el que cayó en Pennsylvania. La pesquisa, buena o mala, tergiversada o no, tuvo ese punto de partida: la mano de obra del ataque.

En el atentado de Atocha, en Madrid, se produjo una casualidad: fallaron tres de las mochilas con explosivos puestas en los cuatro trenes en los que se provocó la masacre. De esas tres mochilas, dos fueron detonadas por las autoridades, pero una se recuperó intacta. Esa fue la clave para descubrir la mano de obra y la conexión local del atentado. Se investigó el celular utilizado en esa mochila para activar los explosivos y se pudo determinar el origen –una mina de Asturias– de la dinamita que provocó casi 200 muertos. El camino condujo a un grupo islámico, esencialmente marroquíes, más allá de que se pueda considerar buena o mala la investigación, tergiversada o no.

En el atentado contra la AMIA la investigación naufragó en todo lo que tuvo que ver con la conexión local, al punto de que hoy no se sabe de dónde salieron los explosivos, quiénes se llevaron la Trafic desde la casa de Telleldín, dónde se armó la camioneta-bomba, quiénes colaboraron en la trama. Pegando un salto pocas veces visto, la Justicia argentina condenó a Irán sin tener reales pruebas sobre la mano de obra del ataque.

Kanoore Edul era efectivamente una pista. Los indicios en su contra son, como mínimo, llamativos. Desde su auto se hizo una llamada el 10 de julio de 1994 al teléfono de Telleldín. Albertito, como le dicen, nunca la pudo explicar. Primero dijo que llamó el chofer, después que fue para averiguar por la Trafic que vendía Telleldín, aunque no llamó a ningún otro aviso de venta de camionetas de ese día y, finalmente, sostuvo que no se acordaba de aquella llamada. Además, como descubrió en su momento el periodista Carlos Juvenal, el camión que dejó un volquete cinco minutos antes del atentado tenía en su hoja de ruta la dirección de la calle Constitución al 2800, donde hay un baldío inhabitado y a pasos de la vivienda de Kanoore Edul. El padre de Albertito, Alberto, de origen sirio-libanés, tenía una larga relación con Menem y, aunque hoy el fiscal y los jueces digan lo contrario –afirman que Kanoore tenía relación con el agregado cultural de Irán, Moshen Rabbani—, siempre se consideró que Kanoore Edul era un hilo que más bien conducía a Siria, una pista prohibida en aquel momento.

Sucede que el riojano –de acuerdo con testimonios categóricos del expediente– había hecho promesas preelectorales al régimen de los Assad y una de las hipótesis, nunca comprobada, fue que el móvil del atentado fueron justamente las promesas incumplidas: asistencia técnica en materia nuclear y la construcción del misil Cóndor. La pista siria, como la iraní, partían y aún parten de un default: al no tener certeza sobre la mano de obra del atentado ni la conexión local, resulta más que difícil probar quién fue al autor intelectual del atentado.

Lo cierto es que el fiscal Alberto Nisman, totalmente jugado por la pista iraní, denunció que la investigación sobre Kanoore fue bloqueada por Menem mismo. Y ese criterio de la Casa Rosada bajó hasta Galeano, como lo probaría incluso la llamada que Munir Menem le hizo al magistrado de entonces. Todos tendrán que ir ahora al despacho del juez Ariel Lijo para explicar su actuación. Y es justo que concurran como imputados.

Porque el default sigue allí. Muy poco, casi nada, se sabe sobre la ejecución del atentado y los que concretaron en la Argentina los pasos finales del ataque. Basta una prueba. Después de tres años de juicio oral, los tres jueces no pudieron decir siquiera si en el atentado hubo un suicida o no.

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