Sáb 15.11.2008

EL PAíS  › PANORAMA POLíTICO

Representaciones

› Por J. M. Pasquini Durán

El fallo unánime de la Corte Suprema en un litigio entre dos sindicatos de trabajadores estatales (ATE vs. Pecifa) por el derecho de representación provocó esta semana una conmoción en los círculos gremiales y políticos. El tribunal rescató el principio constitucional sobre libertad sindical, congruente con las normas de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), y descartó la limitación reglamentaria que le otorgaba el monopolio de la delegación a la entidad con personería gremial otorgada por el Ministerio de Trabajo. Quiere decir que, de aquí en más, cualquier trabajador puede presentar candidatura a delegado de empresa sin estar afiliado a ninguna entidad reconocida y ejercer el cargo si la mayoría lo apoya en libre elección de base. Aunque el Tribunal no dicta leyes de aplicación universal automática, en algunos casos, éste es uno, los fundamentos del veredicto particular sientan jurisprudencia válida para todos los reclamos semejantes. Es habitual que los otros dos poderes del Estado (Ejecutivo y Legislativo) procedan a fijar normas que eviten un torrente de demandas judiciales en busca de idénticos resultados. Si éste fuera el desenlace, como lo fue el “caso Badaro” en materia previsional, la conmoción se explica, ya que significa el fin de un modelo de organización gremial que rigió desde mediados del siglo pasado.

Por razones de oportunidad política, voceros oficiales interpretaron que el fallo judicial será de aplicación válida sólo en el ámbito estatal, mientras que por motivos de convicción la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) recibió el veredicto como un espaldarazo a sus esfuerzos de casi una década para obtener la personería, ya que el reconocimiento lo tiene en foros nacionales e internacionales. El atributo legal significa que tiene injerencia en la obra social, puede negociar convenios de trabajo y sus delegados tienen inmunidad para realizar sus actividades específicas. Estas ventajas comparativas son decisivas en el momento en que un trabajador tiene que decidir su afiliación o pertenencia sindical. Desde que Perón arrebató la dirección de los sindicatos a las izquierdas (marxistas y anarquistas) y proclamó al nuevo gremialismo obrero, en rigor sindicalismo de Estado, como la “columna vertebral” del movimiento peronista, la CGT fue considerada un “factor de poder”, o sea una de las corporaciones, igual que las económicas y militares, que podía influir sobre la suerte de un gobierno. Lo hicieron más de una vez, fuera civil o militar el régimen de turno y recibieron beneficios diversos por los servicios prestados. Las once huelgas generales contra la primera administración de este ciclo democrático comenzaron cuando el gobierno de Raúl Alfonsín quiso dictar una ley que disponía la libertad sindical y terminaron cuando esa misma administración adjudicó la cartera laboral al control de los mayores sindicatos.

A lo largo de la gestión de medio siglo la CGT se dividió en tendencias encontradas, ya sea por discrepancias políticas o por luchas facciosas, aunque casi siempre prevaleció la reconciliación en nombre de la unidad sindical, presentada como un valor estratégico para la defensa de los intereses del sector. En esa postura coincidieron los gremialistas del Partido Comunista, por lo menos hasta la aparición de la CTA, a partir de una visión contradictoria en sus criterios básicos: por un lado, consideraban al peronismo, que postula la conciliación de clases, como una ideología contraria a la emancipación del proletariado y a la revolución social, pero a la vez sostenían la conveniencia estratégica, para el mismo proletariado, de la existencia de la CGT única. Después del golpe de Estado de 1955, con el peronismo proscripto, los comunistas lograron retomar la conducción de algunos sindicatos, pero desde allí ayudaron a fundar las 62 Organizaciones hasta que el acuerdo de Frondizi y Perón los hizo a un lado. Hay que decir, también, que en el socialismo real liderado por la Unión Soviética no había pluralidad sindical, pese a lo cual el mayor Partido Comunista de Occidente, el italiano, mantenía su propia central y coordinaba posiciones con la de los socialistas y la de los democristianos.

Las experiencias del llamado “sindicalismo de Estado” mostraron fuertes tendencias a la burocratización gerencial, al unicato político vertical y discriminatorio, al acuerdo y hasta la subordinación con partidos y grupos de poder. La aplicación de las políticas conservadoras del Consenso de Washington durante los años ‘90 no hubiera sido posible en el país sin la complicidad irresponsable de la mayor parte de la conducción sindical que consintió, inclusive, que fuera desmantelada la legislación social que protegía los derechos laborales desde el primer gobierno de Perón. Menem fue posible por la voluntad, entre otros factores, del sindicalismo que hoy se conoce como de “los gordos”. Las prácticas democráticas de la convivencia en la pluralidad siempre les fueron tan ajenas como el compromiso con la defensa irrestricta de los derechos humanos, pese a que la investigación del informe Nunca Más demostró que fueron obreros, muchos de ellos delegados sindicales, el mayor número de víctimas del terrorismo de Estado. Sin embargo, hasta hoy en día la CGT no ofreció a la sociedad una revisión autocrítica de sus conductas durante los años de plomo.

Ninguna de estas valoraciones políticas figura en el fallo de la Corte ni tampoco fue motivado, como suponen algunos miembros de la cúpula gremial, por ningún “neogorilismo” de los jueces supremos o por imaginarias hostilidades hacia el Poder Ejecutivo, que ayudó a integrar este tribunal y lo exhibe, con razón, como uno de los méritos del kirchnerismo. Por idénticos motivos, resulta un tanto absurdo que haya funcionarios de alto nivel que pretendan reducir los alcances del pronunciamiento judicial, porque la historia del último cuarto de siglo mostró que aquella “columna vertebral” con los años se convirtió en un espinazo de goma cada vez que le conviene y que a casi todos sólo les importa perdurar en sus poltronas. Por supuesto que al Gobierno le conviene un sindicalismo dispuesto a complacer mediante un sistema de trueque tan propio de la negociación política. En esa línea de razonamiento puede entenderse que la Casa Rosada tenga guardada en algún cajón la resolución que le otorga la personería gremial a la CTA, prometida tantas veces pero nunca otorgada, según parece para no irritar a la alianza con la CGT. Más allá de la conveniencia de oportunidad, en un momento de tantas dificultades para el Gobierno, sería deseable que la administración del Estado entienda que la oxigenación corporativa de los sindicatos es otro aporte a la renovación y la madurez de esta democracia imperfecta. Basta recordar que tanto Néstor como Cristina Kirchner prometieron que sus gobiernos respectivos jamás estarían al servicio de ninguna corporación.

La jerarquía de la Iglesia Católica, al reconfirmar la conducción de Jorge Bergoglio, dio a conocer ayer un documento que propicia un acuerdo nacional con motivo del bicentenario que tenga como propósito principal una sociedad sin excluidos y con políticas compartidas para erradicar la pobreza. En cualquier acuerdo de esa naturaleza, la participación activa de sindicatos que no tengan brechas abiertas entre las cúpulas y las bases es imprescindible. Otra razón para recibir el ejercicio de la libertad sindical no sólo como un derecho constitucional sino como un instrumento para las transformaciones anheladas por tantos. La representación no es un mero hecho formal. Si hoy en Washington, la reunión del G-20 estuviera encabezada por Barack Obama, su trascendencia sería muy diferente a lo que puede ofrecer George W. Bush, convocante del encuentro en un gesto más formal que real. Los que aceptaron la invitación, pese a ese déficit de representación, hicieron bien, porque siempre es una oportunidad para confrontar ideas, buscar vías de entendimiento y para intercambiar razonamientos sobre los orígenes y futuro de la hecatombe financiera que ya se trasladó a la “economía real”. La Unión Europea reconoció en la víspera que sus quince miembros están “técnicamente en recesión” después de dos trimestres consecutivos con índices negativos. Sumada a la situación de Estados Unidos, las repercusiones sobre el comercio mundial no tardarán en manifestarse en todas las regiones del planeta. En esas condiciones, que las empresas en el país tengan interlocutores válidos en los delegados obreros de base (ausentes hoy en el 87 por ciento de los establecimientos) para encontrar caminos válidos para salir juntos de los momentos críticos, sería un salto de calidad en la cultura democrática del país, casi del mismo largo de significado que la elección de Obama, un joven abogado de origen modesto y sin experiencia ejecutiva alguna, para decidir sobre el destino de la primera potencia económica y militar de Occidente.

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