EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El ex presidente Alfonsín acaba de intervenir políticamente en términos hoy un poco inusuales. A propósito de las gestiones de la UCR y la Coalición Cívica para unirse en las elecciones legislativas del año próximo, dijo no compartir la creación de “frentes electorales que a veces nada tienen que ver con las respectivas posiciones ideológicas de los partidos”.
Rápidamente la respuesta de los implicados situó sus palabras en el terreno de la interna del radicalismo. Las atribuyeron a supuestas presiones que sobre el líder radical vienen ejerciendo dirigentes de su partido, más propensos a situar en el centro de su armado electoral al vicepresidente Cobos que a la líder de la Coalición Cívica. Sin embargo, y aun cuando existan tales jugadas –completamente legítimas, por otro lado–, las palabras de Alfonsín merecerían más atención en otro nivel de análisis.
Los referentes de la oposición mediática vienen insistiendo ya desde antes de las elecciones presidenciales del año pasado en que es necesaria una amplia unidad de la oposición. Con impecable precisión matemática, sostienen que más de la mitad de la ciudadanía no votó a Cristina Kirchner, lo que para ellos equivale a decir que está “contra” la actual Presidenta. Es decir que la oposición está ante un enredo muy fácil de deshacer: basta con que se depongan vanidades personales y se renuncie a la tentación de las “dádivas oficiales” (Grondona, en un comentario de esta semana en el diario La Nación, le reprochó esto último con asombrosa liviandad al gobernador socialista Binner) para que la oposición tenga asegurado el triunfo y la presidencia en 2011. De los contenidos programáticos de esa unidad no hay que preocuparse demasiado en tiempos de partidos personales y equipos publicitarios calificados; por otro lado la línea política de esa alianza la vienen trazando y seguirán haciéndolo los principales medios de comunicación.
Parece ser, sin embargo, que la política no se reduce a la aritmética y que, aun en los marcos de la espectacularización y la farandulización de la escena, sigue resultando muy difícil ganar una elección sin insinuar una “idea de país”. No estamos hablando de programas precisos y detallados ni de narrativas ideológicas muy articuladas. Hablamos de cierta definición de la situación, de cierta problematización de asuntos públicos, de una mínima promesa de rumbos futuros.
Ahí parece estar el actual problema de la oposición. No es solamente la cuestión de unir lo que está separado, sino de juntar aquello que la historia y la cultura política situó en lados diferentes. Es perfectamente válida la unión entre dos o más fuerzas que tienen diferencias políticas secundarias pero comparten cierto horizonte de futuro. ¿Es el caso de Carrió y la Unión Cívica Radical?
De entrada, aparece el hecho de que la actual líder de la Coalición Cívica hizo gran parte de su carrera política en el radicalismo. Claro que los modos en los que ella explicó su ruptura con el partido y los términos con que lo caracterizó en los últimos años no son la mejor carta de reencuentro. Pero esos pueden y, en cierta medida, deben considerarse temas menores a la hora de las grandes decisiones políticas. ¿Qué quiso decir Alfonsín cuando se refirió a las diferencias ideológicas entre los interlocutores radicales y de la Coalición? A primera vista aparece el hecho de que el veterano caudillo radical nunca vio con buenos ojos el acercamiento de su partido a la derecha argentina. Sostiene insistentemente una crítica, ciertamente razonable, a la falta de espíritu dialoguista en el actual gobierno. Pero no comparte que esas diferencias desemboquen en un alineamiento sistemático del partido radical contra el oficialismo, aun en los casos en que ese alineamiento converge plenamente con el programa político de la derecha. Carrió ha hecho suyo este programa con una radicalidad asombrosa: no hay reclamo de sectores poderosos del país contra el Gobierno (nostálgicos del Proceso, incondicionales de la cúpula eclesiástica, grandes propietarios de tierra, organismos internacionales de crédito, fuerzas militares antiinsurgentes de Colombia, entre otros) que no haya encontrado en la ex diputada chaqueña una incondicional promotora.
Pero hay todavía un elemento más entre los que impactan en este reencuentro de Carrió con su viejo partido. Ella tiene un diagnóstico sobre la situación política que es conocido plenamente por cualquiera que asista a alguna de sus muy numerosas apariciones televisivas. Carrió considera que el país vive una situación totalitaria; hace un par de años dijo por primera vez que para estar en el nazismo solamente faltaban los campos de concentración. Después, en diferentes ocasiones, comparó a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner con el régimen nacionalsocialista de Alemania y con el de Ceausescu en Rumania. No se abstuvo de augurar en el futuro inmediato del país las escenas de la caída del bunker hitleriano o incluso la decapitación del matrimonio, como ocurriera con el dictador rumano. Se puede decir que la formación de una alianza no significa que el partido de Alem suscriba este particular diagnóstico. Pero convengamos en que la afirmación de que el país no está por celebrar sus veinticinco años de democracia (con todos los dramas pasados y presentes) sino que está en medio de la noche totalitaria no es lo que se dice una cuestión menor. Una eventual alianza, suponemos, debería aclarar este tema.
Con optimismo se puede pensar que la ex diputada, en su legítimo afán por alcanzar la presidencia, ha decidido bajar al fango de la política y, en consecuencia, un eventual acercamiento al radicalismo puede moderarla y hacerla modificar los aspectos más delirantes de su discurso público. Bienvenido sea el optimismo de la democracia. Pero se puede dudar de que el radicalismo tenga la fuerza para decidir el tipo de mensaje a enunciar por Elisa Carrió. Hace mucho que ni en el país ni en el mundo son los partidos los que deciden sobre el perfil de los candidatos ni sobre el rumbo de los gobiernos. Para no ir más lejos, digamos que el partido radical no influyó mucho que digamos en las decisiones de su correligionario presidente De la Rúa.
Hay también argumentos para el pesimismo. Sería el caso de dudar si el radicalismo no está impulsado a saltar la valla que separa una oposición institucional constructiva de un mensaje más incendiario contra el Gobierno. Ciertamente hace muchas décadas que el radicalismo sostiene una posición leal ante los gobiernos de signo opuesto en el país, lo cual da confianza respecto de su conducta. Pero en los últimos días hemos asistido a un llamativo viraje. La dirigencia radical recibió la decisión oficial de eliminación de la jubilación privada con algo de escepticismo pero con la promesa de una actitud constructiva; hasta se insinuó que, mediante algunos cambios al proyecto, podría votar a favor de la iniciativa del Gobierno en el Congreso. Con los días, y sin nada que lo explicase claramente, los principales dirigentes de la UCR modificaron su posición y terminaron confluyendo acríticamente con la denuncia del “saqueo” y la participación en una marcha callejera en la que se gritó “contra la dictadura de los K”. De modo que no parece que el caso sea que Carrió esté siendo convencida por la moderación del radicalismo.
Como se ha dicho, Alfonsín peleó siempre para que su partido se aliara con las fuerzas del progresismo. Fue suyo el impulso que situó a su partido en las filas de la Internacional Socialista. Durante su gobierno, muchas voces –algunas del partido que hoy está en el gobierno– lo acusaron de apátrida e izquierdizante. Es lógico que no le simpatice una alianza opositora hecha al gusto de la derecha. Pero además Alfonsín ha hecho de la defensa de las instituciones democráticas, el diálogo y la relación constructiva entre adversarios un centro de su preocupación. Hasta lo que razonablemente se consideran sus más grandes errores (las concesiones a los carapintada, el pacto de Olivos) ha podido argumentarlos como necesarios para asegurar la vigencia de las instituciones, amenazadas en un caso por la prepotencia militar y en otro por la vocación hegemonista de Menem.
Nuevamente reaparece un tema clásico de la teoría y la práctica democráticas: la necesidad de dar cauce a los disensos por fuertes que éstos sean, preservando al mismo tiempo las condiciones de la convivencia democrática. Esto lo planteó Alfonsín en su recordado discurso del Parque Norte en noviembre de 1985. Debería tenerlo en cuenta la actual oposición. Y también el Gobierno, que no logra conciliar la elogiable voluntad política transformadora con la templanza necesaria para escuchar y reconocer las voces disonantes, cualquiera sea su mensaje. Se puede suponer que quien combine adecuadamente estos dos planos será quien mejor contribuya al desarrollo democrático en el país.
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