EL PAíS › OPINIóN
› Por Roberto Gargarella Q
Recurrentemente, por ciclos cada vez más cortos, volvemos a escuchar discursos favorables a la “mano dura” contra el delito. Algo cansados de la repetición discursiva, deberíamos proponer que, ante cada nueva oleada de propuestas “duras”, se pongan en debate otra serie de cuestiones paralelas, muy vinculadas al tema y, sin dudas, mucho más relevantes que las primeras. Me refiero aquí a una discusión sobre la justificación del uso de la coerción en situaciones de extrema desigualdad social.
El tipo de reflexión que propongo, que encuentra obvio apoyo en la discusión académica internacional, comienza con esta serie de interrogantes. En primer lugar, se parte de una pregunta que es la más básica y central de la filosofía política, al menos en el último siglo, que es la que se refiere a la justificación general de la coerción, particularmente en sociedades diversas y multiculturales como la nuestra, es decir compuestas por múltiples individuos y grupos con ideas, creencias y provenencias diferentes. En contextos semejantes, no es fácil justificar que el Estado imponga (aun sobre aquellos que votan sistemáticamente en contra de quienes gobiernan) la obligación de realizar ciertas conductas, a partir del temor a una sanción (i.e., la obligación de pagar impuestos que ayudan a solventar una guerra). La cuestión es elemental y ha desvivido a buena parte de las ciencias sociales modernas.
Ahora bien, la respuesta frente a tal tipo de preguntas se torna más difícil cuando aquello que está en juego tiene que ver (no con la coerción en sentido tan amplio sino, más específicamente) con el derecho criminal y el uso de las formas más extremas de la sanción penal –incluyendo, por caso, la privación de la libertad–. Si la justificación del pago de ciertos impuestos puede parecer complicada, la justificación de la sanción penal deja en vilo los mejores representantes de la teoría penal. ¿Qué conducta puede ser merecedora de un reproche tan extremo? Resulta claro, por lo demás, que si la justificación de la privación de la libertad no es sencilla, ella se torna por lo demás compleja cuando nos acercamos al mundo real, y tomamos nota de la liviandad con que las personas son privadas de libertad y, sobre todo, de las implicaciones concretas de dichos actos privativos de la libertad. Ello es así, sobre todo, cuando examinamos la cuestión a la luz de una Constitución como la argentina. Nuestra Constitución, aun en su austeridad y conservadurismo originarios, dejaba en claro que las cárceles debían reunir ciertos requisitos muy básicos y de sentido común (“las cárceles deben ser sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”), pero a la vez tan tremendamente exigentes frente a nuestra realidad de hoy, que alguien podría decir sin temor a equivocarse que todas nuestras cárceles se encuentran en la actualidad en situación de abierta violación de la Constitución.
Sin embargo, no es éste el punto que me interesaba marcar, ni era ésa la estación final de mi análisis. Lo que me interesaba decir tenía que ver con que la justificación de la coerción es aún más difícil, sino directamente imposible, cuando queremos defender esa coerción penal (y más aún, la coerción penal del “mundo real”) en contextos de extrema desigualdad social. En tales circunstancias, tenemos todas las razones para sospechar que aquellos mejor situados utilizarán su poder de influencia para orientar la violencia estatal en su propio beneficio, y así mantener los privilegios de los que gozan, en perjuicio de los menos privilegiados (contra quienes no necesitan tener nada en particular: sólo el hecho de que los últimos suelen cruzarse en su camino). La predicción es, en apariencia, apocalíptica y conspirativa, y sin embargo... Sin embargo, cuando volvemos nuestra mirada, otra vez, sobre el “mundo real”, lo que vemos es que las cosas son aún peores de como las habíamos pensado (y peor cuanto mayor es la desigualdad –y consecuentemente menor el respeto a las reglas– del país en cuestión). Para decirlo de modo más concreto, es difícil encontrar un caso en donde la historia no se repita, y no tengamos, por un lado, una sociedad desigual y (social/culturalmente) heterogénea, y por otro, cárceles absolutamente homogéneas en su composición, básicamente repletas de miembros de los sectores sociales más desfavorecidos. No hace falta decirlo, en tales sociedades son los más pobres los que más padecen la fuerza de la ley, y –no casualmente– los que menos intervención tienen a la hora de redactar, aplicar e interpretar esas leyes. El uso de la coerción más extrema, en tales condiciones, debe convertirse en un ejercicio titánico.
Por todo lo dicho, ante cada nueva embestida del discurso de la “mano dura”, convendrá calmar un poco a los Rico y los Scioli de turno, y plantearles –de modo también recurrente– una serie de problemas particularmente serios que enfrentan las soluciones que ellos regularmente nos proponen.
* Doctor en Derecho, profesor de Derecho Constitucional (UBA-UTDT).
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