EL PAíS › OPINIóN
› Por José Natanson
Una relación de pareja es siempre muchas cosas: es un contrato implícito (o explícito, si hay matrimonio), es una relación de poder y, en algunos afortunados casos, es una relación de amor. Y si una pareja –al fin y al cabo, sólo dos personas– es todas estas cosas, qué decir de la relación entre dos países. La visita de Cristina a España ha sido festejada como una reafirmación del vínculo estratégico (que por supuesto existe) y cuestionada por las fricciones que arrastra la agenda bilateral (que también existen). Pero el panorama es más complejo y para despejarlo lo primero que hay que precisar es la confusa idea de que existe algo así como una “relación con España”. En realidad, la relación con España es la sumatoria de una serie de vínculos diversos e incluso contradictorios, y por eso conviene analizar con cuidado cada uno de ellos. Así, al menos, sabremos de qué hablamos.
El aspecto más relevante de la relación bilateral son las inversiones. En los ’90, España se convirtió en la principal fuente de inversión extranjera en la Argentina, por delante de Estados Unidos y Francia, básicamente por la coincidencia entre la apertura menemista y el momento más brillante del largo ciclo de progreso pos-franquista. Como sostiene Angeles Sánchez Díez, la clave fue “la coincidencia temporal registrada entre los cambios estructurales en España y en Argentina, los primeros dotando de capacidades de internacionalización al tejido productivo y los segundos generando oportunidades de compra de activos” (“La inversión española en Argentina. Una explicación del proceso”, Universidad de Burgos).
Así, según estimaciones oficiales, entre 1992 y 2001 las inversiones españolas en Argentina alcanzaron los 26 mil millones de dólares, lo que convirtió a nuestro país en el segundo receptor de inversiones españolas en la región, con 33% del total, sólo superado por Brasil. Desde luego, una parte importante se limitó a un simple cambio de manos de paquetes accionarios, sobre todo en las privatizaciones, pero otro porcentaje fue inversión productiva. En cualquier caso, en 2001 se calculaba que las empresas españolas explicaban alrededor de 3 por ciento del PBI argentino.
El colapso de la convertibilidad y la crisis posterior afectaron las inversiones españolas en el país, un poco porque la recesión redujo de manera natural las fabulosas ganancias del pasado y otro poco porque la salida macroeconómica encontrada –la superdevaluación del peso– disminuyó el precio de los activos y achicó el flujo de capitales a sus casas matrices.
En aquellos meses de furia, el gobierno español reaccionó como todo buen gobierno capitalista: presionando contra la devaluación, el congelamiento de tarifas y la ley de quiebras y enviando a su lobbista más caro, el ex presidente Felipe González, a ver qué conseguía. Pese a los esfuerzos de España, quizás irritantes pero perfectamente comprensibles desde la óptica de sus propios intereses, el efecto de la crisis se hizo sentir en sus empresas: Jorge Blázquez y Miguel Sebastián estimaron que el PBI español habría crecido 0,8 por ciento más entre 1999 y 2001 si no se hubiese producido la hecatombe argentina (“El impacto de la crisis argentina sobre la economía española”, publicado por el Real Instituto Elcano).
Sin embargo, pese a las amenazas generosamente difundidas en los medios, los gerentes españoles no cumplieron sus promesas de abandonar esta tierra de populismo y caos. Por un lado, las inversiones habían sido demasiado importantes y, por otro, el veloz ciclo de recuperación pos-convertibilidad abrió oportunidades para nuevos negocios. Y si empresas como Telefónica y Endesa resultaron perjudicadas por el nuevo modelo, esas mismas empresas encontraron otros filones (por ejemplo, los celulares para Telefónica), mientras que otras compañías españolas aprovechaban nuevas ramas de negocios: NH, por ejemplo, se lanzó a una fuerte expansión en Argentina y hoy cuenta con 1813 camas en el país, incluyendo las reconstruidas habitaciones del Provincial de Mar del Plata en las que almuerza Mirtha Legrand.
Retomando la idea inicial, parece evidente que incluso desde el punto de vista de las inversiones la relación de Argentina con España es compleja y contradictoria. El modelo económico construido luego del final del uno a uno –y los trazos específicamente kirchneristas agregados al esquema original de Duhalde-Lavagna– generaron efectos opuestos: algunas empresas con intereses financieros, como el BBVA o el Santander, resultaron obviamente afectadas por la estatización de las AFJP, que produjo una fuerte caída del Ibex de la Bolsa de Madrid, y las pocas compañías ibéricas integradas a la cadena agro-industrial despotrican contra las retenciones de manera menos visible pero no menos entusiasta que Alfredo De Angeli.
Pero no ocurre lo mismo en otras áreas. Las cadenas hoteleras y las agencias de turismo se beneficiaron por la política oficial de dólar alto, las empresas dedicadas a las construcción supieron aprovechar el alto crecimiento y las importadoras explotaron el boom del consumo. Para ellas, la kirchnerista fue una fase de alta rentabilidad, aunque probablemente no tan alta como la de los ‘90.
Lo interesante es percibir la tendencia. Aunque luego del colapso de la convertibilidad no se produjo la estampida masiva pronosticada por algunos, es cierto que algunas compañías muy relevantes, como Repsol, han cedido parte de sus acciones, y que otras han congelado sus inversiones. Por eso, hoy el principal inversor en Argentina ya no es España sino Brasil, lo que explica la relación con Lula mejor que cualquier afinidad ideológica. En otras palabras, el rol de España como inversor sigue siendo clave, pero se ha reconfigurado y su importancia es decreciente.
En cuanto al vínculo comercial entre ambos países, siempre ha sido tenue, incluso en los ’90, y hoy es prácticamente irrelevante: las exportaciones españolas a la Argentina no llegan al 1 por ciento del total y las de Argentina a España apenas arañan el 4 por ciento.
Y si la relación entre Argentina y España es contradictoria desde el punto de vista de las inversiones, también lo es desde un enfoque político. A partir de su integración a la Unión Europea, España ha hecho de su vínculo con América latina eso que algunos llaman “política de Estado”. Su objetivo, consistente en afirmarse como el principal puente de comunicación política y económica entre ambos continentes, le reserva a la Argentina un lugar clave: con todos sus problemas, Argentina sigue siendo la segunda economía de Sudamérica, se ha consolidado como el aliado principal de Brasil –percibido por España como el gran organizador y el futuro del continente– y juega un papel constructivo como factor de estabilidad regional (en Bolivia) y de contención (frente a Hugo Chávez).
Pero la estrategia española, aunque a primera vista luce sencilla y razonable, se complica en cuanto comienza a implementarse. En primer lugar, porque los socios europeos de Madrid, sobre todo Francia, Inglaterra y Alemania, la resisten y, aunque aceptan la preeminencia española, se niegan a cederle el monopolio de la iniciativa.
En segundo lugar, porque dentro del propio gobierno español los intereses políticos chocan a veces con los económicos. Aunque las mentes simples tienden a hablar de “el gobierno” como un todo monolítico, en verdad se trata de espacios contradictorios por definición, incluso los gobiernos serios de los países serios. En España, el canciller, Miguel Angel Moratinos; el presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, y el propio rey Juan Carlos tienen una visión de la relación con Argentina que excede la mirada economicista de los responsables de las finanzas, encargados de lidiar todos los días con los reclamos de sus aguerridos empresarios. Pero incluso ellos no actúan de manera automática, como revela una buena nota firmada por el corresponsal de Clarín en Madrid el martes pasado, donde se refleja el fastidio del Ejecutivo español por lo que consideran un “exceso de presiones” del grupo Marsans.
El último aspecto de la relación con España es el afectivo, que es resbaloso e indefinible pero que existe y aporta lo suyo. Pero en este punto conviene no engañarse: Argentina no es el único país latinoamericano con vínculos especiales con España. Por ejemplo, hay casi medio millón de ecuatorianos viviendo en España (la colonia ecuatoriana es la segunda más importante después de la marroquí), un número que podría duplicarse en los próximos años si siguen avanzando los procesos de reunificación familiar. Cuba, por dar otro ejemplo, también tiene una relación muy especial con España: el 70 por ciento de los cubanos tiene todavía hoy un abuelo español y cada día se celebran diez matrimonios entre ciudadanos de ambos países (Cristina Xalma, “Europa frente a Cuba”, Nueva Sociedad 216).
La relación de afecto entre Argentina y España descansa en buena medida en el rol histórico de nuestro país como gran receptor de migración española entre fines del siglo XIX y principios del XX, en el vínculo político entre ambas naciones –por caso, la accidentada aunque siempre intensa relación entre Perón y Franco– y, tras la crisis del 2001, en la ola migratoria de argentinos a España, calculada en unos 200 mil, aunque muy diferentes de los ecuatorianos: la mayoría de clase media y con pasaporte comunitario.
Antes del final, un párrafo sobre “seguridad jurídica”, concepto reavivado al calor de las quejas de Marsans por la estatización de Aerolíneas. Como “populismo”, la expresión oscurece más de lo que aclara y debería ir acompañada siempre de una nota aclaratoria a pie de página. Obviamente, si una empresa invierte en un país –sobre todo si se trata de inversiones no especulativas sino productivas, de capital hundido–, requiere un mínimo de previsibilidad, pero una previsibilidad que tiene poco que ver con la estabilidad institucional y el respeto a los contratos, tan mencionados en estos días. Si no, ¿cómo se explica que las empresas españolas sean las principales inversoras en Cuba, donde todo el sistema descansa en última instancia en la voluntad de dos hermanos, que el BBVA permanezca en Venezuela a pesar de la decisión de Chávez de estatizar un par bancos o que la muy seria Repsol explote tres campos petrolíferos en ¡Irán!?
Irrelevante desde el punto de vista comercial, crucial aunque decrecientemente importante en lo que respecta a las inversiones, intensa pero no exenta de complicaciones desde un enfoque político, y real pero no exclusiva en cuanto al amor y los afectos, la relación entre Argentina y España se explica –como toda relación de pareja– por muchas más cosas que el amor o el espanto. Para entender la suma de vínculos diversos y contradictorios que le dan forma es necesario dejar de lado las miradas de superficie y descartar conceptos esotéricos como el de “seguridad jurídica”, que no ayudan a percibir matices y claroscuros, como tampoco ayuda la remanida apelación al feeling entre los presidentes, que por supuesto existe pero cuya capacidad explicativa empalidece al lado de los fríos intereses geopolíticos y los desalmados –aunque mucho más interesantes– flujos de comercio e inversión.
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