EL PAíS › OPINION
› Por Mario Rapoport
La actual crisis internacional dejó de ser un simple accidente; se parece más bien a un tren que descarrila en el curso de una loca carrera hacia un destino incierto. El problema es que ese tren tiene innumerables vagones donde está enganchado todo el mundo. Trataremos de resumir ese descarrilamiento en diez puntos, algunos más claros que otros. Si ya no cabe duda de que esta crisis es la más profunda del sistema desde los años ’30, muchos de los análisis que se hacen sobre ella no alcanzan a percibir aún la complejidad del fenómeno.
En primer lugar, salvando las distancias tecnológicas, los mecanismos que la desataron, aunque más sofisticados, no son muy novedosos respecto de los que funcionaron en la crisis de 1929, con la que tiene más similitud de lo que se cree. Sí lo es, en cambio, el efecto de esa tecnología en su propagación y difusión, potenciado por el grado de transnacionalización de las firmas. Hasta no hace mucho los sostenedores de la globalización financiera hablaban del rol crucial de la informática y de las comunicaciones en el progreso de la economía mundial: ahora constatan que estas innovaciones se han vuelto en contra. Ayudada por ellas, la velocidad de los acontecimientos, en esta marcha inversa hacia el desastre, parece imparable.
La segunda cuestión tiene que ver con el largo plazo. Desde los años ’70 el mundo ha vivido de crisis en crisis, con origen en el centro o en la periferia pero que no nos han abandonado nunca. Constituye un mecanismo de olas sucesivas del cual esta última resulta la culminación. Podemos enumerar algunos de los principales momentos críticos desde aquella época: la crisis monetaria en EE.UU. y la ruptura del patrón oro en 1971; el alza de los precios del petróleo en 1973 y 1979; la crisis de la deuda externa latinoamericana en 1982; el crac bursátil de Wall Street en 1987; las crisis de las cajas de ahorro estadounidenses en 1989; el crac japonés en 1990. Luego vienen las crisis periféricas de fin de siglo: la mexicana (1994), la del sudeste asiático (1997), la rusa (1998) y la brasileña (1999). Y a partir del nuevo siglo otro encadenamiento: el derrumbe de las punto.com en el 2000; las crisis en Turquía y en la Argentina (2001); la quiebras de Enron y World Com (2001 y 2002); las repercusiones financieras del atentando a las Torres Gemelas y de la invasión a Irak. Para culminar con la actual crisis de las subprime, que estalla en 2007 y a la cual se suman en 2008 las caídas de Lehman Brothers, las compañías hipotecarias Fannie Mae y Freddie Mac y la aseguradora AIG, más las de unos cuantos bancos europeos y norteamericanos. Interesado en el largo plazo un reciente artículo del New York Times vuelve a mencionar, para horror de los neoclásicos, los ciclos Kondratieff.
Está en discusión cuál es el huevo o la gallina. ¿Son el predominio del sector financiero sobre el real, las burbujas especulativas y, finalmente, el crac bursátil, las causas principales de la recesión subsiguiente? ¿O debemos dar vuelta los términos de la ecuación? ¿No habrá sido la reducción de la rentabilidad de los sectores productivos, sobre todo en EE.UU. y Europa, lo que llevó a un proceso de especulación financiera para compensar la caída en la economía real?
Los incrementos de la productividad, gracias a las nuevas tecnologías, y el notable ensanchamiento de las desigualdades de ingresos a nivel mundial han producido una indudable crisis de sobreproducción, la que se ha pretendido resolver, en especial en Washington, con el creciente endeudamiento del Estado en los sectores externo y fiscal (en su mayor parte por gastos militares) y el sobreendeudamiento de las familias americanas, financiados con el poder del dólar y los excedentes de China y otros países emergentes.
La paradoja de este financiamiento es que se parece mucho al que originó la deuda externa de América latina. En aquel momento el reciclaje de petrodólares y eurodólares contribuyó a las “bicicletas” financieras, al endeudamiento de Estados y empresas y a la fuga de capitales, sin aportar mayormente inversiones productivas. Ahora, el financiamiento a los EE.UU. y otros países desarrollados por parte de las economías emergentes creó burbujas inmobiliarias, valorización de productos “tóxicos” y una crisis financiera formidable. Ese financiamiento no tuvo tampoco destinos útiles o productivos.
La desregulación financiera y la ausencia de un prestamista de última instancia a nivel internacional fueron consideradas como una de las causas principales de la crisis de 1929. Bretton Woods permitió crear un esquema monetario y financiero internacional para regular el sistema, quedando muy en claro que los movimientos de capitales debían controlarse por su carácter desestabilizador. No obstante, a partir de los años ’60, esos mismos organismos se dedicaron a predicar la desregulación financiera, la libertad absoluta de los movimientos de capital y una mínima intervención de los Estados. Jugaron contra los propósitos y fines que habían llevado a su misma creación. Con esta crisis parece que se descree nuevamente de los mercados autorregulados y se vuelve a soluciones como las de los ’30: la intervención de los Estados y el proteccionismo.
El temor del fantasma inflacionario comienza a borrarse a favor de una nueva realidad; la deflación y la desocupación como elementos significativos de la crisis. Esto implica retomar los principios del pensamiento keynesiano. La gente piensa que es mejor ahorrar que consumir o invertir (o no tiene poder adquisitivo para ninguna de las dos cosas) y esto deriva en un estancamiento productivo que se alimenta a sí mismo.
La crisis alimentaria, el aumento del precio de los commodities, (aunque ahora hayan descendido) y el deterioro del medio ambiente constituyen elementos que confluyen con la crisis financiera y la agravan.
Una de las debilidades mayores del actual sistema monetario es la existencia de una divisa clave como el dólar, cuya emisión y fluctuaciones sólo atienden los intereses de los Estados Unidos y el juego competitivo con las monedas de otras potencias, como el euro, el yen y el yuan. Si en los años ’70 el abandono del patrón cambio oro le dio a EE.UU. un alivio y le permitió endeudarse con su propia emisión de dinero y bonos del Tesoro, actualmente la situación no es la misma. Entonces la economía norteamericana podía respaldar sus déficit financieros porque el mercado interior aún era sólido y su inversión externa y comercio exterior ocupaban una plaza importante en el mundo. Pero esa inversión se derrumbó y el déficit comercial alcanzó magnitudes nunca vistas, mientras que el mercado interno ya no tiene la pujanza de antaño ni desde la oferta, donde existen grandes industrias que requieren cambios de fondo, ni desde la demanda, con una población cuyos ingresos se achicaron al tiempo que su endeudamiento crecía.
El fracaso del sistema financiero y bancario internacional, la ausencia de límites operatorios para la banca de inversión, los paraísos fiscales, el lavado de dinero, son razones determinantes de la crisis. Antes de salvar indiscriminadamente a los bancos quebrados, habría que reestructurar la arquitectura financiera internacional, ayudar a las verdaderas víctimas –ahorristas, desocupados, propietarios de inmuebles, pequeñas y medianas empresas–, y sostener políticas productivas y creadoras de empleo. El mundo globalizado se transformó en un gran corralito del que va a ser imposible escapar con las recetas perimidas del pasado reciente.
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