Mar 03.03.2009

EL PAíS  › OPINIóN

Entre la restauración conservadora y el deseo de una democracia corporativa

› Por Ricardo Forster *

1 El escenario es elocuente, los actores ocupan sus lugares y despliegan con justeza sus respectivos papeles. Al levantarse el telón lo que antes podía quedar supeditado a la imaginación del espectador se vuelve pura evidencia; no hace falta vestuario ni maquillaje porque cada quien actúa de sí mismo. No hay ocultamientos ni falsas máscaras; las voces, sus tonalidades, se corresponden con las ideas de sus expresivos portadores que sabiéndose observados se deleitan imaginando que, ahora sí, ellos son el poder y lo son de una manera como no se había vuelto a ver desde las épocas de la Argentina del Centenario, aquella Nación construida por los dueños de la tierra que se emocionaba ante la llegada de la infanta Isabel y que se aprovechaba de la abundancia exuberante de estas pampas bendecidas por Dios, mientras los otros, los pobres de ayer y de hoy, permanecían y permanecen como figuras borrosas e insustanciales de una historia siempre escrita por la pluma de los poderosos. La prodigalidad de la Pampa húmeda alcanzó a unos pocos, esos mismos que harían lo imposible para acallar los reclamos de justicia y equidad de los humillados y explotados; dueños de la tierra que se encargarían de escribir su propia versión de la historia, una versión que vuelve a emerger, aunque algo gastada y desvencijada, para convertirse en la escritura de una nueva derecha (sofisticada por los lenguajes de la corporación mediática y las formas inéditas de construcción de la opinión pública) dispuesta a recuperar los oropeles perdidos.

El Congreso de la Nación, obra diseñada en aquellos tiempos conservadores y oligarcas, se convirtió, por esas cosas de la política y del espectáculo que ofrecen los medios de comunicación, en el escenario majestuoso para que los herederos de la Sociedad Rural, algo plebeyizados por la participación de los restos travestidos de la Federación Agraria, se unieran en un coro estupendo en su afinación destituyente con una oposición que ya no sabe qué más hacer para llamar la atención y para expresar su entrega absoluta al proyecto de un país agromediático, formulado desde la convicción de que los destinos de la patria deben volver a ser conducidos por sus verdaderos señores, aquellos que nos ofrecen sus riquezas, las de la pródiga tierra, como si fueran generosos portadores de un bien dispuesto a ser repartido entre todos los habitantes de estas geografías sureñas.

Una alianza franca, sin mediaciones ni ocultamientos; nada queda velado cuando hablan y manifiestan sus deseos, urgentes, de ser ellos los encargados de gobernar. Están, eso sí, algo apurados, su ansiedad denuncia la desprolijidad con la que suelen pensar la democracia, los derechos legítimos, el voto popular y todo aquello que es válido siempre y cuando sirva a sus intereses. Como los patrones de estancia toman posesión de sus propiedades y exigen que se los escuche. Mientras tanto, unos advenedizos hacen de las suyas tomando decisiones que alteran los nervios de quienes siempre se acostumbraron a ser los dueños de la última palabra. Extraña escena en la que se mezclan propietarios y gerentes, miembros conspicuos de intereses corporativos y dirigentes partidarios que se ofrecen como los mejores administradores de tanta riqueza.

Una democracia corporativa que nos muestra la imagen cierta de una restauración conservadora encabezada por la gauchocracia y sus aliados. Una democracia sustentada en la propiedad de la tierra, en su renta extraordinaria y en la convicción de una sociedad que debe girar, en su conjunto, alrededor de las riquezas agroganaderas, aquellas que, desde que la patria es patria, han sido, así lo hemos escuchado infinidad de veces desde nuestra más tierna infancia, la base de nuestro éxito y de nuestro desarrollo. Un país construido desde el verde océano de soja capaz de garantizar que regresemos al lugar al que la generación del ‘80 nos condujo cuando éramos un país agroexportador, el granero del mundo, y no teníamos que preocuparnos por los derechos sociales, por los sindicatos, por la desigualdad ni por la pobreza porque esos eran ideologismos importados que nada tenían que ver con nuestro ser nacional. Una democracia de propietarios que se ven a ellos mismos como los verdaderos ciudadanos mientras que definen a los otros, a los que debieran permanecer invisibles, como carne de cañón del clientelismo populista, ese que intentó y sigue intentando con diferentes medios entorpecer nuestra marcha hacia la grandeza. Un populismo que se desespera por confiscar la riqueza genuinamente generada por aquellos que representan, entre nosotros, la esencia del trabajo y de la honestidad, aquella que desde los lejanos tiempos de Hesíodo nos cuenta, en tono elegíaco, que la bondad y la transparencia habitan en el campo, son la marca de los antiguos pastores, mientras que en las ciudades, vil descendencia cainita, lo que crece es la inmoralidad y la corrupción, en especial aquella que viene de la mano de la bestia negra de la época y que busca apropiarse del esfuerzo de nuestros “pastores y agricultores”, de esos que se ven a sí mismos como los fundadores de la patria, pilar insustituible de la Nación. ¿Será a ellos a los que se refería el poeta de la Hélade? ¿Tan confundidos estamos que ya no somos capaces de diferenciar a un honesto campesino de un gran propietario, a un pequeño y trabajador chacarero de un estanciero o, más grave todavía, a un jornalero de su patrón?

2 Asistimos no al drama de la historia sino, y no por desmerecer al género que también tiene prosapia griega, a la comedia, a la puesta en escena de un guión que ya conocemos y que viene a reintroducir los argumentos avejentados, insólitos por inactuales, de aquellos dueños de la tierra que un día fueron los dueños de hacienda y de hombres, de ríos y de valles, de pobres y de bosques, de soldados que los defendían y de curas que los bendecían e, incluso, como ahora, de partidos políticos que se desviven por expresar sus intereses. Los asalta la nostalgia de aquellos días gloriosos y sueñan con recobrar, en el presente, el lugar que les corresponde como artífices de la patria, como incansables chacareros que, de sol a sol, de surco a surco, van regando con su sudor y su trabajo las diversas geografías argentinas. Tal vez, la única novedad respecto de sus ancestros es que aquellos no se sonrojaban al afirmar su condición de terratenientes, mientras que éstos buscan escudarse en los restos deshilachados de una Federación Agraria que pasó del Grito de Alcorta al grito del Monumento a los Españoles; de defender los intereses de los genuinos trabajadores de la tierra, de los pequeños productores siempre explotados por sus actuales socios, a ser la fuerza de choque y la cara bonita de los verdaderos dueños del negocio sojero.

El telón que se levanta para ofrecernos el espectáculo de una alianza restauradora, de un relato que ya conocimos en el pasado y que hoy vuelve por sus fueros pero envuelto en nuevas vestimentas, engalanado con trajes a la moda, de aquellos que se corresponden con los gustos contemporáneos. Viejas y ajadas retóricas maquilladas y rejuvenecidas por la gramática de un nuevo y virginal republicanismo. Aunque parezcan diferentes, aunque respondan a las actuales estéticas políticamente correctas, aunque logren apropiarse del sentido común a través de la corporación mediática que defiende sus intereses van, hoy, como ayer, por lo mismo: por la apropiación de la riqueza, contra los derechos de los desiguales de la historia y por la conservación de sus privilegios, esos que, nos cuentan, nacieron incluso antes de que alumbrara la patria.

Ellos, que son anteriores a la democracia, se ofrecen, como en otros momentos de nuestra historia, como los garantes de una República seria, capaz de defender los intereses de aquellos que son la esencia de la nacionalidad y los exponentes de un orden económico social que nos devuelva al mito de los orígenes, ese que nos mostró como una potencia ascendente, afincada en el ideal agroexportador, mientras la desigualdad, la injusticia y el privilegio encarnaban en nuestro cuerpo social y político. Ahora, cuando la economía del capitalismo global cruje y se rompe en mil pedazos, cuando el modelo neoliberal se desbarranca y desvela su esencia, nuestros cultores de un republicanismo liberal, asociados a los dueños de la tierra y de los medios concentrados de comunicación, dirigen toda su batería contra un Estado que intenta, con dificultades, recuperar aquello que les fue arrebatado por esas mismas políticas que hoy se vuelven a ofrecer como salvadoras de la patria, cuando no expresan otra cosa que la sempiterna defensa de su propios intereses. Una democracia corporativa que expulsa a millones de argentinos que poco o nada tienen que hacer en el reino de la soja y de sus derivados; una Argentina agroexportadora que se saca de encima a un tercio de su población pero todo en nombre del saneamiento de las instituciones, de una avejentada retórica republicana que no hace otra cosa que expresar la restauración conservadora travestida, ahora y como lo pudimos ver sin sorpresa durante estos días en el Congreso Nacional, en democracia corporativa. Debemos agradecerles, eso sí, que ya no ocultan absolutamente nada de nada... son lo que son y así les gusta mostrarse ante los flashes y las cámaras, coqueteando con volver a ser los patrones de una estancia que, eso creyeron ayer y lo siguen creyendo hoy, siempre les perteneció.

* Doctor en Filosofía, profesor de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA), ensayista.

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