EL PAíS › OPINIóN
› Por Gabriela Delamata *
Han sido muchos quienes en estos días ensalzaron la figura de Alfonsín. Algunos recalaron en sus virtudes públicas y otros en su moral privada: los primeros, desde la incondicionalidad del civismo; los segundos, más afectos a traspolar lo privado en público, esa nova idea “republicana” que postula el retorno a la sociedad civil como cura de los vicios públicos. Sin dudar de los rasgos personales del ex presidente, no es de Perogrullo recordar que fue una profunda desarticulación de ese mismo itinerario el que inauguró, con Alfonsín, el cambio de época en la transición democrática.
Tampoco faltan las menciones a sus múltiples desaciertos. Pero, nuevamente, la crítica acusa en exceso un cierto apego por los liderazgos que, con variantes, abreva de una matriz similar: si no cumple con las expectativas de la gente, de los sectores y/o del pueblo, ¿habremos de canalizarlas en uno nuevo?
La memoria sobre Alfonsín es una memoria incómoda y debe serlo. Nunca después (o nunca más) la conciencia pública de haber sellado un pacto explícito, a todas luces abierto, entre la sociedad y la política y respecto de un destino colectivo, fue tan cierta como extensa. Por supuesto que sin el trasiego solitario de las organizaciones de derechos humanos es difícil imaginar sus condiciones de posibilidad, pero la vertiginosidad con que amplios sectores de la sociedad argentina mutaron el miedo, la mirada para otro lado y la reclusión en la vida privada hacia el espacio público, ese “en-medio” heteróclito, como partero de las libertades civiles y de la invención colectiva, estuvo sin lugar a dudas ligada a una oferta electoral que abarcó y se confinó en el Preámbulo de la Constitución.
Para quienes, lejos de la gran ciudad, habitábamos por entonces algún pueblo del interior provincial, aquello fue una revolución, por moderada que se insinúe desde las más legítimas militancias. La autoafirmación ciudadana contra el conservadurismo social, la represión directa y sosegada, el conformismo corporativo y el silencio poblano tomó cuerpo en las escuelas, en las calles, en las casas y en las intendencias, en solidaridad con un ímpetu deslocalizado, que desbordaba institucionalidades y armaba una unidad de país, paradójicamente sin centro, vertebrada en la democratización de los distintos ámbitos por donde transitaba la vida cotidiana.
La memoria de aquellos años no es exactamente la del doctor Alfonsín, sino una incómoda cita con nuestros propios pactos.
* Politóloga, profesora de la Universidad Nacional de San Martín.
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