Dom 17.05.2009

EL PAíS  › OPINION

Ni monstruo ni abusador

› Por Eva Giberti

Surgen todos los detalles posibles para que la comunidad descubra que hay padres incestuosos. Hablar de ellos cuando tenemos un expediente ante nosotros es atenerse a los hechos. Cuando no disponemos de él, los medios de comunicación nos informan no solo acerca del delito, sino transparentan qué es lo que la comunidad espera leer o escuchar.

Recurrir al calificativo “monstruo” pretendiendo que las palabras habituales son insuficientes para describir aquello que protagonizan violadores y víctimas intenta salirse del tema, buscar lo ajeno, lo indescriptible, para no asumir lo que es perfectamende definible y puede enunciarse con claridad. Se habla de monstruo por el terror que produce reconocer lo que es y lo que sucede. Hablar de monstruo es alejarse de los hechos y adjudicarle al delito categoría de lo inasible y lo distante. Es de otro planeta, de otra raza no humana. Sabiendo sin embargo que estamos hablando de un hombre y de una niña ambos estrictamente conocidos por cada uno de nosotros.

Hablar de monstruo coloca el tema en lo espectacular y cinematográfico (Alien y King Kong sin la menor vocación incestuosa); lo monstruoso entonces es lo que les pasa a otros y hacen otros. No nos engañemos: este artículo lo está leyendo un padre violador y una mujer que fue violada por su padre. Lo está leyendo su vecino o su amigo que viola a su hija. Y no lo está leyendo la niña de 10 años que cada noche se aterroriza cuando siente que el padre se acerca a su cama. A esas niñas las escuchan los especialistas sabiendo que librarán una contienda durísima no sólo ante determinados jueces sino frente a los incestuosos acompañados por sus defensores dispuestos a demostrar que ellas inventaron los hechos. O ADN de los hijos de ella mediante, que la hija sedujo al padre. Las defensas de los incestuosos son crónicamente semejantes. Se argumenta que son inimputables por ser compulsivos (no pueden dejar de violar), también se afirma que la hija consintió. ¿Qué otra cosa puede hacer una niña de 8 o 10 años cuando su papá le dice “todos los papás hacen lo mismo y ahora es un secreto entre vos y yo”? ¿Tenemos en cuenta que la niña siente amor, respeto y temor ante el padre? Esa es una de las miserabilidades clásicas de estos violadores: cuentan con la ventaja que les significa la obediencia social/familiar de la víctima.

Pero la Justicia deberá garantizar la defensa del padre incestuoso. La mecánica jurídica encuentra como obstáculo principal la relación entre el jurista y la norma del código, de la que depende su identidad: “ser un juez que respeta la ley”. Entonces, como lo comentó Pierre Legendre: “(La regla jurídica) no debe ser jamás concebida como la invención del glosador (del juez) sino, por el contrario, como restauración del texto por medio de una operación lógica, estrictamente como esto y nada más que esto. En la epifanía de la Ley, el jurista no está para nada, no ha inventado nada, es inocente, habiendo dado cuenta, simplemente de la lógica del texto, y pronunciando las palabras del sentido prestado a este último”.

Acordando con la ley se hablará de abuso (carnal agravado por vínculo); utilizar esta palabra en lugar de incesto constituye la maniobra clave para dejar al sujeto al margen de la gravedad del delito. No es casual la circulación de esta palabra sacralizada por las convenciones sociales: porque abuso sólo apela a la imaginación de quien lee o escucha, incesto nos coloca ante la escena irredimible: un padre que viola a la niña que engendró. Lo cual es particularmente incómodo, porque nos deja sin garantías acerca de lo que un padre sea. O pueda ser.

Existe un consenso internacional que después de intensas discusiones logró incluir el “abuso” en lugar del incesto. Repetir este lenguaje significa aceptar que el Derecho es quien regula los contenidos del lenguaje, que legisladores y magistrados definen lo que cada palabra quiere decir y los miembros de la comunidad acatan. Lo cual no es ingenuo: tranquiliza descubrir que hay padres abusadores (sin que resulte claro qué delitos o transgresiones engloba el término) en lugar de admitir la vigencia del incesto paterno filial contra la hija niña. Porque “abuso” parecería más liviano que violación incestuosa. El tema se complejiza cuando los medios de comunicación lo incluyen regularmente, evidenciando que las niñas violadas por sus padres forman parte de la cotidianidad distribuida en todos los estamentos sociales.

Y aunque el discurso jurídico expuesto por los jueces sea crítico respecto del hecho, los textos jurídicos que no sancionen al padre como incestuoso, sino que lo encuadran en el abuso, funcionan simbólicamente como autorización para incestuar.

Aun los expertos en este tema recurren al lenguaje del código, porque parece que de este modo la descripción adhiere a “lo legal”. La sombra de la figura del padre se cierne sobre esta semantización híbrida, blandengue y confusionante, buscando preservar la figura sacrosanta del progenitor. Que cuando es realmente padre no precisa ser salvaguardado, porque se alcanza a sí mismo en su textura proteccional y orientadora de sus hijos. Pero los reproductores masculinos de la especie no son necesariamente padres, sino que históricamente se recrean como violadores de sus hijas. Esta afirmación genera problemas en el ordenamiento patriarcal de las sociedades y siempre arriesga que las almas buenas –bienaventuradas y respetadas sean– salgan al cruce con la afirmación: “¡Es una exageración! ¡Yo nunca conocí a alguien violada por su padre!”. Así será porque durante siglos se silenció el tema y actualmente se busca digerirlo a partir del monstruo –lo espectacular al borde del linchamiento– y del abuso –la tibieza de la letra b, apenas sostenida entre los labios semicerrados al pronunciarla, la antítesis perfecta del desgarro brutal contra la genitalidad de la niña–.

Ni monstruo ni abuso: incesto contra la hija niña, que, para el colmo de su horror, desde el comienzo de su vida aprendió a amarlo.

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