EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Quizás haya más. Pero en lo que va de esta campaña electoral hay, al menos, tres aspectos que no se recuerdan haber vivido en alguna otra.
Uno, el más citado, lo dan las candidaturas “testimoniales”, como eufemismo por ficticias. Siempre las hubo, en realidad, desde que los juegos de transas y combos nos hacían saber o intuir que el destino del voto podía desembocar en cualquier parte. Pero jamás había ocurrido que se lo dejase tan claro; tan pornográfico, si se quiere, como lo hace hoy el oficialismo. Ni en la historia política argentina ni, es posible, en ninguna otra, hubo circunstancia en la que una fuerza electoral avisa que sus candidatos (¡principales!) son técnicamente de mentira. Ni siquiera es un juicio valorativo e incluso, si fuese por eso, la opinión ya expresada del que habla es que quien avisa no es traidor. Es, tan sólo, un dato objetivo.
El segundo rasgo inédito es la cantidad de plata gastada por uno de los postulantes, Francisco de Narváez. No hay nada parecido por mucho que se lo busque con fruición, ni aun cuando se retroceda hasta 1973 para encontrar las porfiadas y patéticas apariciones televisivas de Julio Chamizo. El tipo era el gerente general de Jabón Federal y encabezaba la fórmula apañada por el inolvidable Alvaro Alsogaray. Lo que le salió cada voto que sacó, en proporción a lo invertido, fue tan despampanante como seguramente insuperable. Pero no guarda relación con lo que expresa De Narváez. Más que billetera mata galán, el colombiano mata todo. Por mucho que uno lo intente, salvo que se viva en una cubetera enterrada a varios metros, hay varias cosas en este país respecto de las que es imposible mantenerse ajeno, así sea para ratificarse que no desea saber nada con ellas. El asado, Maradona, las minas, Boca, el peronismo. Pero ninguna llega a equipararse con la improbabilidad, coyunturalmente dicho, de evitar a De Narváez. Se prenda la tele, se vaya en cualquier calle porteña o bonaerense o en cualquiera de sus rutas (cerca de la mitad del padrón electoral, es decir), se vea un partido, se encienda la radio; se haga, casi, todo lo que puede o quiera hacerse, no hay forma de que no aparezca De Narváez. Ni él mismo debe saber cuánta plata lleva gastada ni cuánta gastará. En algún sentido es admirable que eso suceda siendo que concentra su mensaje en promocionar que apenas es cuestión de que vení, que vamos, que llegaste vos, que no nos peleemos, que mis viejos trabajaron.
Y el tercer hecho cuanti y cualitativamente incomparable, antes de la temperatura sociopolítica de la campaña electoral, es el programa de Tinelli. El animador más popular de la televisión argentina ya había centrado su impacto en la parodia de las figuras “políticas”, hasta el punto de que la caricaturización de De la Rúa fue juzgada como determinante para asentar el rechazo popular hacia el zombie. Moderada la expectación negativa de lo que nos esperaba a los argentinos, se saltó a culos y tetas que bailaban y patinaban por un sueño, ya en carácter de programa del que vivía, en esencia conceptual, la programación del canal y las de los demás también. Sin embargo, faltaba una sorpresa que vuelve a enseñar la necesidad de que nunca se pierda la capacidad de asombro. El reciclaje de “Gran Cuñado” ya no es la comidilla de los programas chimenteros de la tevé basura: atraviesa, directamente, el análisis político-mediático de la Argentina. Salvo por algunos artículos en este diario y otras pocas excepciones, no se habla de eso lo suficiente. Los editorialistas opinan de cómo influye tal o cual caracterización tinellesca en el favor o fervor popular. Las secciones políticas de los diarios, luego retroalimentadas por los animadores audiovisuales, incorporan como trascendente la referencia a los imitadores. Los imitados calculan si les conviene ser votados para quedarse o nominados para salir. Y los que se creen imitables quieren entrar de cualquier manera para figurar, aunque se los ridiculice. Esto sí que nunca pasó. No, por lo menos, hasta este extremo. Un programa humorístico convertido en la columna vertebral del debate político nacional. Esto no es los monólogos de Tato Bores, donde el centro era el capocómico jugando para acá y para allá pero con resquicios por los que se colaba que la peluca, el habano, los patines, formaban parte de un show en el que los políticos no eran virtuales. Esto no es los parlamentos de Pepe Arias ni los del “Mordisquito” de Discépolo, con orientaciones explícitas de antiperonismo o peronismo carnal y directo. No, no. Esto es la bastardización lisa y llana de la política, orientándonos a que creamos que todo da lo mismo.
Un chiste puede ser neutro. Pero no lo es el humor –como nada lo es– cuando se da en un contexto de alcances populares formidables. Así sucede con el programa de Tinelli, y en esto no se trata de que tarde o temprano es muy probable no ya un sesgo sino un vuelco marcadamente antioficialista en el tenor del producto; ni de que ese volteo sería acentuadamente kirchnerista si fuese la oposición la que amenazara los negocios multimediáticos, y mucho más cuando los cerca o asusta una nueva ley de radio y tevé. La tendenciosidad se relaciona con un aspecto mucho más general, acerca de un clima de época (ojalá fuera sólo de etapa) dominado por la frivolidad, el exitismo, la indiferencia. El qué más da.
Nada de esto sucedería, u ocurriría mucho menos, si quienes dicen representar modelos distintos lo expresaran mejor. Porque es cierto que están por comenzar a jugarse rumbos diferentes. Nada revolucionario, desde ya; pero, sí, más o menos una cosa o más o menos la otra. Más o menos una restauración conservadora tradicional, o más o menos una muy ligera profundización de cambio populista-progre. Más o menos volver a los ’90, que ya se sabe cómo terminaron; o más o menos intentar la remarcación de la confianza en el mercado interno, las relaciones intimistas con el (proyecto de) bloque latinoamericano, la revalorización del Estado como regulador de los desequilibrios sociales.
El problema es que eso queda licuado por las trampas, y autoritarismos, y autismos, y debilidades/riesgos de candidaturas “testimoniales” (lo K, digamos). Y por los responsables del desguace del país, que se muestran como si hubiesen vivido en otro planeta mientras se liquidaba la Argentina (los Macri, los radicales, los menemistas reciclados con contorno de cosa novedosa con Duhalde atrás). Por ahí es donde aparece Tinelli, se caga de risa y nosotros ¿no nos damos cuenta? de que mientras nos reímos debiéramos darnos lástima.
Aun así, el firmante sigue creyendo que esta sociedad tiene muchas reservas de resistencia frente a la banalidad. Y eso es muy bueno. Pero sería una irresponsabilidad intelectual hacerse encima de que una política donde todo da lo mismo mide 40 puntos de rating.
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